viernes, 14 de noviembre de 2025

Mater Populi Fidelis (y 2): ¿Por qué creo firmemente que Cristo quiso asociar como corredentora a su bendita madre?


I

Tengamos o no conocimientos profundos de teología dogmática o de exégesis bíblica, pienso que es un deber de todos y cada uno de los cristianos fervorosos y formados (y con un asentado "sensus fidei"), intentar defender lo que nuestros antepasados (incluidos muchos Papas), creyeron firmemente: que "nuestro Dios y Salvador Jesucristo" (2 Ped. 1,1), "nacido de mujer" (Gal. 4,4), quiso asociar a esa mujer, la Bienaventurada Virgen María, a su obra de redención. Y que, siendo su obra salvadora perfecta y definitiva en sí misma con el sacrificio de la cruz, fue su voluntad que ella quedara vinculada de un modo especial y único a esa sublime inmolación que mereció la salvación de todos los hombres.

Eso lo hemos sostenido siempre, pacíficamente, y empleando sin complejos el término corredentora. Y ahora es el momento de que cada uno se pregunte en serio por qué lo cree, más allá de que sea doctrina católica cierta. Para defender esta verdad, el fiel católico podría ilustrarse con buenos argumentos de reputados teólogos, o pronunciamientos papales del pasado, y contrastarlos con las razones por las que la Nota romana, desaconseja su uso (quiero suponer que por un motivo más prudencial que ecuménico). Muchos lo han hecho así. Pero yo prefiero seguir mi natural instinto cristiano, más que copiar los sobrados argumentos teológicos, litúrgicos y de tradición católica de otros para apoyar esta profunda verdad de fe. Los conozco desde luego, y aunque pueda citar a alguno, considero más oportuno que hable mi corazón cristiano (a veces las razones que él tiene son más poderosas que las de la cabeza, como señala Pascal) porque siento verdaderamente, en este asunto, que “el celo de mi casa me devora”.

El propio Código de Derecho Canónico, afirma que “los fieles católicos tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia” (Canon 212).

En consecuencia, posea o no conocimientos o competencia (prestigio desde luego que no), soy católico y pienso que el asunto es demasiado grave como para callar. Hablaré, pues, de aquello de lo que mi experiencia como cristiano, mis estudios teológicos, mis apasionadas lecturas de la Biblia y mis oraciones me han enseñado, “salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia a los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas” (Canon 212 in fine). Estimo que ésta es una de esas ocasiones en la que cada católico, amparado en lo que ha recibido de los que le precedieron (2 Tes. 2,15-2 Tim. 2,2), no sólo debe decir “no” a determinadas comunicaciones desafortunadas de la autoridad competente, sino sobre todo argumentar y “dar razones de su esperanza” (1 Ped. 3,15).  

Humildemente pido el auxilio del Espíritu Santo, pues “a pesar de que somos débiles, viene en nuestra ayuda” (Rm. 8,26), y me pongo bajo la protección  de mi bendita madre del Cielo, que jamás ha negado y jamás negara aquello que le pida un cristiano en alabanza de su Hijo. Porque no nos confundamos: reconocer la corredención mariana, no rebaja la perfecta y definitiva obra salvífica de Cristo, sino todo lo contrario. Que Cristo haya asociado a su bendita madre a su redención, honra más al Hijo de Dios que a la Bienaventurada Virgen María, pues se revela así de manera sublime "la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la Ciencia de Dios" (Rm. 11,33).

En consecuencia, expondré dos convicciones que he madurado en mi vida cristiana:

a).- La mediación del cristiano en general.- 

La primera es que el término “corredención”, a mi juicio, ciertamente no es el adecuado para explicar la cooperación de cualquier cristiano en gracia a la salvación de otros (en virtud de la impresionante comunión de santos), aunque sí refleja en cierto modo esa idea. Efectivamente, si en el cristiano en gracia inhabita el Espíritu Santo y solicita fervorosamente a Cristo que no permita la perdición de un hermano, es razonable pensar que, en muchos casos (si el Señor ha querido acoger nuestra súplica desde su eterna Providencia), podemos ayudar a salvar su alma; es decir, lograr que ésta acoja en el último instante la misericordia de Cristo, si se encuentra a una pulgada del infierno. Por eso es tan necesario rezar por los moribundos (y también por los difuntos, para Dios no existe el tiempo), tengamos o no la duda razonable de si se han salvado. Puede ser que no logremos su salvación, pero en todos aquellos supuestos en los que aquel hombre la alcance -si Jesús atiende nuestra oración, porque tuviera previsto hacernos caso desde antes de los tiempos-, podríamos afirmar que hemos sido, en cierto modo, "corredentores". En cualquier caso, no me parece correcta esta palabra aquí, y deberíamos usar mejor los términos bíblicos de oración de mediación, y de eficacia de la oración del justo. Los cristianos hemos nacido en pecado y hemos sido redimidos. Y sabemos "por tal nube de testigos" (Hb. 12,1), que el título corredentor sólo es exclusivo de María, quien a diferencia de nosotros nunca tuvo pecado porque fue redimida preventivamente." "Mientras la Beatísima Virgen alcanza ya la perfección, los fieles aún se esfuerzan por crecer en santidad" (Lumen Gentium 65). 

b).- La corredención de María por voluntad de su Hijo.- 

La segunda convicción es esa que acabamos de anotar: María es la única "corredentora" (sólo Cristo es el Redentor). En el caso de la Bienaventurada Virgen María, sí podemos y debemos emplearlo. Aquí el término adquiere una dimensión mucho más real e intensiva porque, siendo ella poderosísima mediadora (como los cristianos en estado de Gracia) a la que podemos acudir además por su condición maternal,  su intercesión es -de hecho, es decir, por la experiencia de los cristianos de todos los siglos- infalible (en el sentido de siempre eficaz y segura). Repito para que nadie se escandalice, es una verdad de hecho; lo que significa que, aunque no es una Verdad de fe (de momento), es Verdad con mayúsculas. Y no creo que ningún cristiano -incluido Víctor Fernández- se atreva a negarla como tal, pues en tal caso debería por ejemplo, anatematizar como herético el Acordaos de San Bernardo y el sentido de la fe del pueblo cristiano. Pero si es infalible (en sentido fáctico) como creemos los cristianos, debemos concluir que María no sólo media, no sólo intercede sino que, al hacerlo, alcanza la redención del intercedido (porque su Hijo la acepta siempre, dado que quiso asociarla a su sacrificio). La mediación de cualquier cristiano en gracia es poderosa pero puede fallar. La de ella, nunca. Por eso es corredentora

A continuación intentaré desarrollar con más detalle -y con la autoridad de la Palabra de Dios- ambas mediaciones. 

II

Lo primero es saber con precisión aquello de lo que hablamos con la palabra “corredención”, y hay un principio esencial que debemos tener siempre presente, y nunca desviarnos del mismo:

Para la fe cristiana, sólo hay un redentor, no dos redentores, y ese redentor es Cristo, Dios y hombre verdadero, que con su sacrificio en la cruz pagó sobreabundantemente la deuda del pecado humano. No necesita nada ni a nadie más. La Escritura es rotunda:

"En ningún otro se encuentra la salvación, pues no se nos ha dado bajo el Cielo otro nombre que el de Jesús para salvarnos" (Hch. 4,12). Y

"Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre" (1 Tim.2,5).

Jesús nos salvó “de una vez para siempre ofreciéndose a sí mismo” (Hb. 7,27), por lo que ya no existen ni existirán nuevas víctimas ni nuevos sacrificios redentores. Consumado el único sacrificio con eficacia definitivamente expiatoria, nuestro deber como cristianos no es otro que vivir en acción de gracias y obedecer la voluntad de la Víctima, que quiso que hiciéramos memoria de Él (1 Cor. 11,24) (en sentido bíblico, no un recuerdo sino un hacerlo presente), para unirnos “como hostias vivas, santas y agradables a Él” (Rm. 12,1). Vivir eucarísticamente en suma. Por eso se actualiza su único y definitivo sacrificio por las manos purificadas del sacerdote, en el memorial a través del cual nos son aplicados sus saludables beneficios. Y lo seguiremos haciendo -como nos lo ordenó durante la última cena (Lc. 22,19)- hasta el final de los tiempos. 

Precisamente en esa oración pública –el Santo Sacrificio de la Misa-, cada cristiano de la Iglesia militante se une en oración con la Iglesia Triunfante del Cielopero "in primis gloriosae semper virginis Marie genitrice Dei (Canon Romano) -en primer lugar, con ella-, para impetrar no sólo su propia salvación. También teniendo la esperanza de poder obtenerla para todos aquellos por los que oramos, en la certeza de fe del “inmenso valor ante Dios de la intensa oración del justo” (St. 5,16).

Esa es una verdad luminosa, recordada por las Sagradas Escrituras como también por los papas: que Dios otorga una poderosa eficacia a la oración fervorosa del hombre que está en su Gracia –sobre todo unido al Sacerdote en el Sacrificio del Altar-, porque le confiere el poder de contribuir a salvar (a redimir) un alma en peligro de condenación. Por ejemplo, Pío XII, en su encíclica Mystici Corporis Christi” de 1943 (numeral 44):

“Misterium sane tremendum (…), quod hominim multorum salus a precibus et voluntaris expiationibus membrorum Corporis mystici Iesu Christi”

“Misterio verdaderamente impresionante que las oraciones y voluntarios sacrificios de los miembros del Cuerpo Místico tengan eficacia salvadora para muchos”

A pesar de todo, reitero que considero inadecuado calificar esa acción mediadora o intercesora del cristiano en estado de gracia como corredención, aun sabiendo que en él inhabita el Espíritu Santo y por tanto está verdaderamente divinizado, ya aquí en tierra. En rigor, como señalé antes, ese término debemos aplicarlo a los mediadores más importantes por infalibles, el mediador original (o como dicen los teólogos clásicos por mérito de condigno, Cristo) y el mediador subordinado por excelencia, mediador por mérito de congruo (la Bienaventurada Virgen María). 

Pero dejemos las distinciones escolásticas anteriores y centrémonos en la convicción de que el Señor escucha nuestras oraciones. Y aunque es verdad que a veces -demasiadas- “no sabéis lo que pedís” (Mt. 20,22) (lo que nunca sucede con la Virgen María, que pide y obtiene, por ejemplo en Caná de Galilea), la insistencia y la perseverancia del justo, tiene su recompensa, pues Dios “¿No hará justicia a sus elegidos que claman a Él de día y de noche? (Lc. 18,7).

Y recordemos además lo que, en el Evangelio de Juan, nos asegura el Señor:

En verdad, en verdad os digo: quien cree en mí las obras que yo hago también las hará él , y mayores que éstas hará, porque yo voy al Padre”. Y cualquier cosa que pidierais en mi nombre eso haré, para que sea glorificado el Padre en el Hijo (Jn. 14,12).

Nunca menospreciemos, por lo tanto, nuestra intermediación y seamos conscientes de la inmensa dignidad -y poder espiritual- que el poseemos como verdaderos hijos de Dios. Y en cuanto a la dificultad de los textos bíblicos citados, especialmente 1 Tim. 2,5, como explica el teólogo Cándido Pozo tras una cuidadosa exégesis, es claro que el redentor, Cristo, es "uno", lo que quiere decir que es "uno solo (es decir, la misma persona) y es mediador respecto a todos". Ello implica que "la palabra "uno" no se opone a la posible existencia de mediadores subordinados, sino a que se limite la eficacia mediadora de Cristo Jesús, pues Él abarca a la totalidad de los hombres en su acción. De este modo, el texto solo afirma que hay un mediador único, es decir, el mismo e ineludible para todos, pero no trata de si esa mediación es compatible o no con la existencia de mediadores subordinados" (Cándido Pozo, María, Nueva Eva, pág. 364).

III

Llegamos al momento de explicar por qué creo con certeza que María es legítimamente "corredentora". Y por qué considero que, siendo un error contra la fe católica colocar su mediación al mismo nivel de la del único redentor, Cristo Nuestro Señor (error en el que, por cierto, nunca he visto caer a ningún católico cabal), es un despropósito intentar desterrar por razones espurias (ecuménicas) este legítimo título mariano, avalado por la tradición católica. Por lo tanto, ni "falsa exageración", ni "excesiva estrechez de espíritu" (Lumen Gentium, 67). Por exceso o por defecto no podemos equivocarnos y, por ello, conviene asegurarse con la Verdad de las Sagradas Escrituras, tal y como las ha entendido siempre la Tradición Católica, único camino por el que estamos exentos de equivocarnos. 

Y un atento y constante lector de las Sagradas Escrituras percibe algo crucial: tanto Jesucristo como María (hombre-Dios el primero y criatura creada la segunda), son los únicos personajes bíblicos que aparecen y de manera simultánea: al principio de la historia de la salvación, en el momento cumbre de esa redención, y finalmente (a través de figuras simbólicas) en su consumación. Es decir, siempre están vinculados a la salvación del hombre caído. 

Ambos personajes son el nervio que atraviesa toda la Biblia, desde el Génesis al Apocalipsis, para transmitir la luz de la salvación. Ellos, y ninguno más. No hace falta destacar un acto puntual de asociación, cuando la Biblia los ha asociado en cada hito salvífico determinante. Madre e Hijo, surgen al inicio, al medio y al término de la historia sagrada, y aparecen comprometidos, más allá de su vínculo materno-filial, por una absoluta enemistad con una siniestra figura que ha arruinado la vida de los hombres y deseará destruir la obra de redención, el demonio. Es decir, como veremos a continuación, toda la historia de la salvación está relacionada con los dos (incluso cuando María no existía), lo que es un fuerte indicio de que quiso Cristo claramente asociar a su bendita madre en su obra redentora. Examinamos esos tres momentos:

(1).-  Al principio del Libro Sagrado.- 

Bereshit, En el principio...Admiramos el Logos que crea la luz, pero también, muy  pronto, se mencionará a la mujer enemiga mortal de la serpiente -del pecado-. En efecto, podemos encontrar a Nuestro Señor Jesucristo en la primera Palabra que se oye en la Biblia, una orden performativa en medio del caos: Haya luz. Y ésta no se identificaba tanto con una realidad física como con la Sabiduría (Sab. 7,26) y con la Vida (Jn. 1,4), las mismas aspiraciones que llevaron a la perdición a nuestros primeros padres, pues en esos dos concretos bienes les tentó el demonio: "conoceréis y no moriréis" (Gen. 3,4-5). Gravísima mentira. Sin Cristo no hay vida (Jn. 13,6), no hay sabiduría (1 Cor. 1,24) y no hay salvación (Hch. 4,12). 

Por eso Cristo es la figura central de toda la Biblia, desde el principio hasta el final. Crea, da la vida, y nos redime.

Pero el hombre cae. Y entonces -primera esperanza de la humanidad- se anuncia una mujer a la que Dios le ha otorgado el don de tener una perpetua enemistad con la serpiente, y de suya simiente surgirá quien pisará la cabeza del reptil (es decir, lo matará), aunque éste le hará daño y llagará su talón (Gn. 3,15). 

Es el Protoevangelio, que no sólo menciona el triunfo de Cristo al aplastar la cabeza de la serpiente tras un inmenso sacrificio -kenosis y una muerte de cruz (Fil. 2, 7-8), simbolizado en la herida del talón-, sino asimismo, misteriosamente, a la mujer de la que surgirá la simiente que la destruirá. Utilizo ese adverbio porque si el escritor inspirado quería aludir a la acción redentora del fruto de esa mujer, de Cristo, le bastaba haber dicho: "la simiente de una mujer te pisará la cabeza, mientras tú le herirás el calcañar", dando por supuesta esa enemistad.  Pero apunta en realidad mucho más, expresa una radical enemistad serpiente-mujer, de modo que ella es citada en la Escritura incluso antes que la simiente redentoraLa enemistad de Gn. 3,15 no se trata, por tanto, de una antipatía ceñida a un determinado momento, sino más bien a una animadversión absoluta y permanente, desde el principio hasta el final de la aventura humana. Sencillamente porque esa incompatibilidad es algo que le confiere Dios, el Santo de los Santos; no es algo que brote/brotará de la bondad natural de esa mujer: Enemistad pondré, con lo que aquí hablamos de Gracia, de Don sobrenatural, que la reflexión cristiana desde muy antiguo interpretó como la exención de toda mancha de pecado desde el primer instante de la concepción. María participa, como criatura, de la santidad ontológica de Dios, y participa desde que sólo era la más hermosa idea del Creador desde toda la eternidad. Pero participa para una finalidad muy específica, que no es otra que nuestra redención.  La ausencia de pecado original de María, con lo que implica de problemática excepción a la regla universal (Rm. 5,12 y ss.), no tiene sentido si no es en orden a nuestra salvación. Ella fue redimida preventivamente, porque Cristo quería asociarla a la redención del género humano. 

Es importante, por último, destacar que en la traducción literal del texto Hebreo Masorético, de la Septuaginta y de la Vulgata de San Jerónimo, la "simiente" de la mujer es el actor que aplasta la cabeza del reptil, mientras que en las primeras copias de la Vulgata -probablemente por un error del copista- es esa misma mujer la que realiza la acción. Ese equívoco providencial, que tanto ha influido historicamente en la piedad, la iconografía y la pintura católicas, confirma la fortísima vinculación entre ambos. Una vez más Dios escribe recto con renglones torcidos. 

En cualquier caso, si queremos profundizar en esa cooperación debemos trasladarnos al momento decisivo de la madre, del Hijo y de la historia de la humanidad: el santo sacrificio del Calvario.  

(2).- En la fase cenital de la historia de la salvación: la pasión y muerte del Hijo de Dios.-

Cantan los Salmos: "Pero mucho le cuesta a YWHW la muerte de sus santos" (Sal. 115,15). El calcañar herido de Jesús crucificado cumple la dramática profecía del Génesis. Junto a Él  (como señala el Evangelio de Juan) su bendita madre, la bienaventurada Virgen María, la mujer enemiga de la serpiente. Cristo está crucificado y ella está de pie delante de su Hijo en el Monte Calvario. En cierto modo también crucificada: Traspasada.

Porque a esa mujer, de un modo oscuro, le había sido anunciado el drama sacerdotal del Calvario, por un profeta de los viejos tiempos -el anciano Simeón-. Éste le refirió una enigmática -y terrible- profecía justo en el instante en el que acaba de anunciarle que su Hijo sería "bandera discutida" (Lc. 2,34). Interpretar esta dramática profecía, "la espada que atravesará tu alma", como una mera metáfora del dolor de una madre que ve morir cruelmente asesinado a su Hijo, es tener escasa idea del sentido de la profecía bíblica. Corrijo, es no tener ni la menor idea. 

Como han explicado los mejores teólogos, la profecía judía no busca tanto anticipar hechos futuros, como anunciar o explicar un evento de salvación, transmitir la Palabra de Dios al pueblo, interpretar la historia a la luz de la fe de Israel y en último término, ser un signo de esperanza en momentos históricos difíciles. Y que María fuera traspasada espiritualmente, a la vez que su Hijo lo sea -además de espiritual, materialmente- es algo que exclusivamente se dice de ellos; de nadie más que estuviese en el Calvario en la hora de nuestra redención; ni de María Magdalena o del discípulo amado. Ellos sufren por Jesús al que aman apasionadamente; María sufre con Jesús al que ha engendrado en su vientre. María y Jesús crucificado comparten lo mismo: un sacrificio por la redención del hombre. El de María, derivado y subordinado al de Jesús. Ella muere espiritualmente con su Hijo, para pasar a ser la madre de todos los pecadores, la madre de cada uno de nosotros. De madre de Dios a madre de los pecadores, la kenosis de María, solidaria con la de su Hijo. María, refugio de pecadores. 

En el Antiguo Testamento, el profeta Isaías previó los padecimientos del Siervo de YWHW, todos ligados a un concreto fin de sanación, de salvación. El Siervo:

"Ciertamente llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él fue traspasado por nuestros pecados, molido por nuestras culpas; el castigo, precio de la paz fue sobre él, y por sus heridas fuimos curados(Is. 53,4-5).

Que Simeón haya augurado a la Bienaventurada Virgen María ese mismo y dramático evento de su traspaso en el monte calvario  (y significativamente tras el rito de la circuncisión de su Hijo, su primera sangre derramada), es la constatación de Dios quiso vincular los sufrimientos de ambos para la misma finalidad salvífica: Pasión de Cristo en la cruz, Con-pasión de María al pie de la cruz, ambos traspasados. La Pasión de Nuestro Señor fue y es el sacrificio perfecto, pero por su sobreabundante caridad -por la "anchura, longitud, altura y profundidad de su amor" (Ef. 3,18)-, era muy conveniente que nos regalase a María, la hija de Sión, a fin de que con su Con-pasión, fuera corredentora, cooperando así, con su poderosa intercesión (tan poderosa que es infalible), a redimir al hombre pecador. Y como señalé al principio y repetiré una y otra vez, la corredención mariana no quita ni añade nada a la redención de Cristo, más bien la ilumina,  manifestando su eficacia. ¡A Él la única gloria por quererlo y por hacerlo! Y como diría Duns Scoto: "quiso hacerlo, pudo hacerlo y lo hizo". 

Finalmente, la circunstancia de que el mismo Cristo haya entregado a su madre al discípulo amado (Jn. 19,26-27), tampoco puede interpretarse de manera plana como una preocupación doméstica del Señor ante la futura soledad de María. Ella nos es dada como madre de todos y de cada uno de los cristianos, porque el Señor sabe que la necesitamos como pecadores que somos. La conmovedora frase "y el discípulo la acogió en su casa", solo puede entenderse de una manera: quien acoge a María en su hogar, en su vida y en su corazón, y escucha su dulcísima voz que nos pide: "Haced lo que Él os diga" (Jn. 2,5)no debe temer por su salvación. 

Pero hay algo más relevante poco después de ese episodio. María quedará constituida como madre de la Iglesia. La prueba es inequívoca: la siguiente ocasión en la que la encontramos en las Sagradas Escrituras es en el cenáculo junto a los discípulos -la primera Comunidad cristiana-, "perseverando unánimes en la oración" (Hch.1,14), a la espera de la poderosa efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Ella, desde la eternidad, fue proclamada Madre del Verbo Encarnado; desde el calvario, Madre de los pecadores, y desde la resurrección de Cristo, Madre de la Iglesia. Y como tal desempeñará su última misión intercesora y mediadora -corredentora- junto con su Hijo en esta admirable historia de nuestro rescate hasta que el Señor vuelva y recapitule todo para gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 

(3).- Al cierre de las Escrituras y de toda la historia humana, donde se culmina el destino celestial de los redimidos. 

Tras la muerte terrenal de ambos, siguen operando nuestra salvación desde el Cielo. Cristo triunfó en la cruz, "pues quitó de en medio el acta de acusación por nuestros pecados, clavándolo consigo en la cruz" (Col. 2,14). Y tras su sepultura, fue "exaltado a la diestra de Dios" (Hch. 2,33), y "el Cielo tiene que retenerlo hasta el tiempo de la restauración universal que anunció Dios desde antiguo por medio de los profetas" (Hch. 3,21). 

En cuanto a la bienaventurada Virgen María "cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste" (Bula "Munificentisimus Deus", Pío XII, 1950). 

Desde el Cielo y durante toda la historia de la Iglesia, Cristo ha ofrecido y sigue ofreciendo al Padre -a través de la Santa Misa celebrada en cada lugar de la tierra- su mismo y único sacrificio para la redención de los pecados y para la reconciliación del hombre caído con Dios. Y junto a Él, su madre -como hizo la reina Ester con el Rey Asuero (Est. 8,4-6)- intercede por los pecadores y consigue obtener para nosotros cuanto de bueno desea, como poderosísima mediadora que es. Hasta que su Hijo vuelva.

Porque volverá. Y lo hará como monarca de un Reino que no tendrá fin y" someterá todo a sus pies", a todos sus enemigos, incluida la muerte, que será la última derrotada (1 Cor. 15, 26-27, Ap. 21,4). Un tiempo y un Reino que anhelamos, pero que todavía no podemos comprender con claridad (pues "vemos oscuramente" (1 Cor. 13,12), aunque tenemos la certeza de fe de que se implantará. E incluso ciertos indicios de nuestra época, a mi humilde juicio, apuntan a que esos tiempos últimos o finales no quedan muy lejanos. 

Y como no podía ser menos, en ese último trecho existencial que desembocará en el tiempo glorioso donde habrá "nuevos cielos y tierra nueva donde more la justicia"  (2 Ped. 3,13), madre e Hijo seguirán unidos como desde el principio han estado, en la misión de derrotar a la serpiente/diablo -el pecado-. Pero ya no son sólo figuras de la historia, sino personas íntegramente glorificadas por lo que su unitaria intervención en la etapa conclusiva de los anales de la humanidad debe expresarse proféticamente a través del símbolo. Y así lo hace magistralmente Juan en el libro que cierra con un broche de oro las Sagradas Escrituras. 

En efecto, el Cristo glorioso del Apocalipsis aparece mediante tres alegorías, que significan su triple carácter profético, real y sacerdotal: un Hijo de Hombre, que anuncia el destino de las siete Iglesias (siete épocas de la cristiandad (Ap. 1,13 y ss.);  el Jinete regio sobre el Caballo Blanco, el cual derrotará al anticristo y al falso profeta, y encadenará al diablo  (Ap. 19, 11-21) y, finalmente,  un Cordero Degollado pero rebosante de sabiduría y poder, cuyo sacrificio redimió a los hombres (Ap. 5, 6-14). Una impresionante paradoja, pues parece vencido y, sin embargo es el único digno de recibir los títulos exclusivos de Dios: "Potencia, Fuerza, Gloria, Sabiduría y Bendición" , y recibir Adoración (Ap. 5, 12-14).

Y la misma paradoja -fortaleza/debilidad- la encontramos la poderosa imagen simbólica de la bella mujer vestida de sol, que representa, a la vez, a la Bienaventurada Virgen María y al Israel de Dios o la Iglesia cristiana (Ap. 12,1). 

Su triunfo se acredita al ceñir su corona de doce estrellas (la realeza sobre el Viejo y el Nuevo Israel, es decir, sobre todos los santos), y su pie sobre la luna, pisando el paradigma por excelencia de lo mudable y efímero (el mundo, "la tierra primera y el mar que desaparecerán" -Ap. 21,1-). Su flaqueza, sin embargo, es su doloroso estado de parto y la presencia amenazante de un siniestro dragón rojo que la obliga a huir al desierto (Ap. 12,2-3), pero que, en todo caso, no prevalecerá contra ella (Ap. 12,6-7). Son los tiempos dramáticos de la última batalla contra el mal, de una Iglesia vuelta a las catacumbas y del efímero reinado de tres años y medio del Anticristo, antes de la venida del Señor.  

La Iglesia sufrirá y mucho. Pero paradójicamente el cristiano sólo es fuerte en la debilidad (2 Cor. 12,10). De la mano de María deberá ascender al mismo Calvario, para configurarse con ella en la fe, en la obediencia y en la fortaleza de ánimo ante el Hijo inmolado. Las estaciones del Jueves y del  Viernes Santo de Cristo tendrán que ser recorridas por su "cuerpo místico", por su Iglesia, en los tiempos escatológicos, pero siempre en la ferviente espera del Domingo de Resurrección. Y cuando la Iglesia -el resto fiel que quede de ella-, esté plenamente identificada con la fe, la obediencia y la fortaleza espiritual de María, vislumbrará en el horizonte al jinete regio que la salvará de sus enemigos. Sólo así "se presentará a Él (a Cristo) esplendorosa, sin tener mancha ni arruga, sino santa e inmaculada" (Ef. 5,27). 

Derrotados para siempre todos los enemigos de Cristo y del hombre -el último será la muerte (1 Cor. 15,26)-, el Apocalipsis empleará la metáfora bíblica por excelencia para describir el tiempo de felicidad imperecedera: la dicha de unas nupcias y el festín de los invitados (es decir, la salvación de los elegidos). Recordemos al profeta Oseas: 

"Y te desposaré conmigo para siempre;

sí, te desposaré conmigo en justicia y derecho, en piedad y clemencia"

                                                        (Os. 2,21).

Lo que se prefiguró en las bodas de Caná -la alianza de amor de Cristo con su Iglesia-, se instaura ya para siempre, y quedará el mejor vino, la gracia sobreabundante de Cristo en la fiesta del Cielo (Jn. 2,10).  Y entonces contemplaremos a la Iglesia como Jerusalén celeste, como novia engalanada que baja a recibir a su esposo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y a cuyos eternos festejos de boda, a su celebración celestial, estamos invitados todos los creyentes. "Aguas caudalosas no podrán apagar el amor, ni los ríos extinguirlo" (Ct.8,7).

En definitiva, de todo lo visto, cuatro son los hitos fundamentales de la colaboración corredentora de María en nuestra salvación: (1).- la Mujer del Génesis como profecía; (2).- la Maternidad divina de María como hecho histórico; (3).- la identificación plena de la Iglesia de los últimos tiempos con María en el Calvario, como premisa de la gloriosa venida de Cristo, y (4).- los esponsales de la Iglesia y del Cordero como metáfora de la futura y eterna unidad indisoluble de María y Jesús con su pueblo. Todos ellos apuntan inequívocamente a la misma conclusión soteriológica: Jesucristo y María -ella por decisión amorosa de su Hijo-, realizaron juntos nuestra salvación. 

Para concluir, qué irónico es el hecho de que muchos padres del Concilio Vaticano II por tonteras ecuménicas  rechazaron el esquema independiente sobre la Bienaventurada Virgen María, para ubicar su tratado como un mero apéndice de la Constitución sobre la Iglesia, Lumen Gentium, cap.VIII. pesar de todo, la misericordia de Dios -no exenta a veces de fina ironía- concede el don profético a los "sumos sacerdotes", por descreídos que sean (véase Caifás, Jn. 11,51). Y, sin saberlo, estos anunciaron un decisivo signo escatológico: abrieron probablemente la última etapa de la historia salutis -como captamos en el Apocalipsis-, en la que, como hemos visto, nuestra madre y corredentora se identifica plenamente con la Iglesia cristiana, que sufre pero que triunfará. Es la Iglesia de Cristo que se presentará engalanada a sus eternas nupcias, tan hermosa como una novia enjoyada, y tan resplandeciente como la Jerusalén celeste que baja del Cielo para sus fastuosas bodas con el Cordero de Dios (Ap. 21,2). Ojala todos nosotros seamos convocados y nos veamos felices allí. Ojalá.

¡Que el Señor nos cuente en el número de sus elegidos!

¡Y que su bendita y dulce madre, corredentora con Él, y que también es madre nuestra, asegure nuestra elección! A ti te lo imploramos los cristianos; a ti te lo imploro, madre:

"pues jamás se oyó decir que todo aquel que ha acudido a vos, impetrando vuestro auxilio y pidiendo vuestro socorro haya sido abandonado de vos. Con esa esperanza a vos acudo, oh virgen de las vírgenes, y aunque gimiendo por el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana. No deseches mis súplicas, antes bien escúchalas y atiéndelas benignamente, Amen".

A.M.D.G

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