Resumen de la Segunda Parte del libro "Antropología teológica fundamental" de Alejandro Martínez Sierra.
“Cuando tus cielos miro, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas
que fijaste,
¿qué
es el hombre (me digo) para que de él te acuerdes
Y
el hijo de Adam para que de él te cuides?
(Sal.
8, 4-5).
INTRODUCCION.-
La segunda parte del Manual de Teología “Antropología Teológica Fundamental” del filósofo y teólogo Alejandro Martínez Sierra se dedica a un tema tan sugestivo como misterioso: el hombre. Y como todo buen tratado teológico no puede menos que comenzar con el dato revelado en las Sagradas Escrituras.
En el Antiguo Testamento se utilizan numerosos términos que
quieren referirse a tal o cual aspecto del hombre: Basar, la parte visible del cuerpo para señalar su relación con el
cosmos; Nefes, anhelo, alma, que
indica su apertura a lo alto y trascendente; Ruaj, viento, fuerza vital, aliento de YHWH, relación del hombre
con Dios; Leb, corazón, entraña, sede
de los sentimientos que evoca su capacidad de relacionarse libremente con su
creador…
Como sabemos son dos los
relatos que encontramos en el Génesis sobre la creación del mundo y del hombre: el relato sacerdotal (Gn. 1,26-2,4a),
más solemne y esquemático, y el relato
yavista (Gn2,4b-25), lleno de vida y colorido. Las discrepancias, que son
fáciles de reconocer en ambos relatos, se explican por el hecho de que el
redactor final (pese a ser consciente de las diferencias con el sacerdotal) quiso
incluir el relato yavista, por motivos teológicos, para explicar el origen de
la dramática entrada del mal y la muerte en el mundo.
Del relato sacerdotal se ha destacado la clara ruptura del ritmo de la creación a la hora de narrar la creación del hombre. Dios entra en un debate consigo mismo (¿Cómo interpretarlo?, ¿restos de politeísmo primitivo, imagen aún muy borrosa del Dios uno y trino, que por cierto, también encontramos en el solemne inicio de la Biblia –Gn. 1,1-3-?…):
“Entonces
dijo Elohim ¡Hagamos al hombre a imagen nuestra, a nuestra semejanza…”!
(Gn. 1,26). El hombre está creado a imagen de Dios, y al crearlo lo hace como macho y hembra (Gn. 1,27), subrayando el
escritor sagrado la igualdad esencial entre los dos sexos, que cooperarán con
el creador a desarrollar su obra.
El relato yavista, por su parte, quiere apuntalar los dos elementos esenciales
del hombre: el polvo del suelo (adamah) y
el aliento de Dios que le insufla la
vida. Se ha querido buscar paralelismos y precedentes en los relatos de
Gilgamesh o el mito de Prometeo (los etnólogos suponen que los pueblos primitivos
creían que los vivientes procedían de la tierra), pero en el relato del Génesis
se destaca con singular belleza que el hombre es criatura de Dios, hecha a su
imagen, si bien de materia deleznable. Y también en la creación de Eva
(procedente de la costilla de Adam), se oyen ecos de los mitos de aquellos
pueblos con los que convivía Israel, por ejemplo el de Enki y Ninhursag, pero desde luego no pueden compararse el texto bíblico. Basta leer la emocionada exclamación de
Adán cuando contempló por primera vez la belleza de la mujer ¡Carne de mi carne! Por ella, el hombre abandonará a su padre y a su
madre, se unirá a ella y serán una sola carne. La igualdad en dignidad de
ambos sexos es una constante en el relato Yavista.
Al igual que en las Escrituras judías, tampoco hay una explicación
antropológica explícita sobre el hombre en el Nuevo Testamento. Aquí se pondera sobre todo su relación
nueva con Dios, una vez redimido por Cristo. El Nuevo Testamento sigue
ofreciendo, al igual que el viejo, una visión unitaria del hombre, pese a
ciertos textos (Mt. 10,39 por ejemplo) que podrán dar una imagen dicotómica
propia de la cultura helénica. No obstante, sí parece que en los escritos
paulinos se observa una clara concepción dualista, especialmente en la
contraposición sarx-neuma. En
cualquier caso, los autores del Nuevo testamento, tienen interés por el hombre
no tanto desde un punto de vista ontológico sino histórico-salvífico.
VISIÓN
UNITARIA o DUALISTA del HOMBRE.-
Y ya que hemos aludido a ello, debemos indicar en línea de principio que esa visión unitaria del hombre, propia del judaísmo, chocará con las concepciones dualistas de la filosofía pagana.. Este aspecto quizás sea el punto conflictivo más importante de la antropología de todos los tiempos.
Pese a que algunos textos
tardíos del Antiguo Testamento, como el libro deuterocanónico de la Sabiduría
(8,19-29,9,15) parecen asumir un esquema dualista sobre el hombre, del examen
íntegro de la Biblia judía se deduce clarísimamente una concepción unitaria del mismo, así como una esperanza (sobre todo en los últimos libros) de un juicio
final y una resurrección de todo el hombre.
En cuanto a la Tradición cristina, los primeros Padres Apostólicos y Apologetas (Justino, Ireneo, Tertuliano) observaron, según señala A. Orbe “una antropología escrituraria. No basan sus reflexiones en las nociones filosóficas, sino en la Palabra revelada”; sobre todo en el contexto de una lucha sin cuartel con el dualismo gnóstico. Sin embargo la tradición neoplatónica y dualista está también presente con Clemente de Alejandría, Orígenes o San Agustín, que consideraba el alma la parte principal del hombre por su cercanía a Dios, mientras que el cuerpo es la fuente de pecado. Esa concepción dualista, con reminiscencias gnósticas, fue definitivamente desterrada por el genio del Doctor Angélico, por Santo Tomás de Aquino que defendió la unidad radical e íntima del compuesto humano formado de alma y cuerpo, así como la no consideración del cuerpo como inferior al alma o cárcel de ella. Además, defiende que el alma no existe con anterioridad al cuerpo porque éste es la condición de existencia de aquél.
El magisterio de la Iglesia, muy apoyado en santo Tomás,
ha rechazado errores como la preexistencia de las almas (Orígenes), afirmando la
individualidad de una para cada hombre y la creación inmediata del alma
por Dios, en el momento de la concepción. La visión católica, por lo tanto, no
es ni dualista ni hilemorfista (pese a que se hayan usado términos y expresiones
de ese claro sabor por teólogos católicos, como el mismo Santo Tomás).
EL HOMBRE, IMAGEN de DIOS.-
Son muchos los significados
dados a la sublime idea judeocristiana del hombre como Tzelem Elohim o imago Dei, pero
todas ellas tienen de común denominador el dominio, en nombre de Dios,
que aquél debe ejercer en la tierra. Se deja clara, a la vez, la trascendencia e
inmanencia de Dios en la existencia humana: ser imagen no significa ser aquello
de lo que se es imagen. En un precioso texto bíblico (Sab. 2,23), se da a
entender que es en razón de la inmortalidad a que el hombre está vocacionado por lo que se le
considera imagen de Dios.
Por su parte, de otros textos, ya del Nuevo Testamento (1 Cor.11,7, Sant. 3,9, 2 Cor. 4,4 o Hb. 1,3…), deducimos también que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, pero sobre todo que Cristo ha hecho visible la imagen del Padre, porque Él es su imagen más perfecta. Por eso se puede afirmar sin complejos que el hombre ha sido creado a imagen de Cristo. Ese es uno de los puntos más interesantes de la cristología de San Ireneo. Por otro lado San Agustín ve en todas las cosas semejanzas con Dios por su metafísica de la participación y ejemplaridad, pero hace una diferencia esencial: las criaturas son vestigios de Dios; sólo el hombre es imagen de Dios. Finalmente, el Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes, sin tratar directamente del tema, se hace eco de él, al afirmar que el hombre es imagen de Dios en cuanto es capaz de conocer y amar a Dios, y en su señorío sobre el mundo (12).
EL HOMBRE COMO PERSONA y SER SOCIAL.-
Si el concepto de hombre, como indicamos al principio, plantea problemas al definirlo con exactitud, más aún los genera el de persona. De hecho, con este término se produce una curiosa paradoja, pues no es objetivable, de modo que cuando nos acercamos a ella –a la persona- con intención de contemplarla desaparece de nuestra vista. Si es objeto ya no es persona.
Aparte de lo anterior, es
incomprensible este término entendiéndolo aisladamente, pues la persona nunca se
entenderá aislada, sino sólo en comunicación creadora y amorosa con otra. Por lo tanto, su noción oscila indefinidamente entre los dos polos de un sustancialismo
des-relacionado y de una relación des-sustancializada.
Pero más decisivo es aclarar que este concepto no existía en la antigüedad, hasta el punto de que parece no
encontrarse fuera del campo de la revelación. Sólo desde el judeocristianismo los hombres pasan a ser personas. Son las discusiones teológicas
cristológicas y trinitarias contra el modalismo de Sabelio, las que dieron
origen a tal término en virtud de la teología de los Padres Capadocios
(Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa). Fueron ellos, en efecto, quienes dieron el correcto sentido a las expresiones ousia e hipostasis (que en Nicea se entendieron sinónimas, pudiendo
tener un fuerte marchamo unitarista o monarquiano), con la sencilla y sublime
fórmula una ousía, tres hipostasis, entendiendo este último término como persona/s. Una naturaleza divina, Tres
Personas divinas.
Boecio en el siglo VI dio la
primera definición canónica de persona con la clásica expresión: Naturae rationalis individua substantia (sustancia individual de
naturaleza racional), expresión que sin embargo aparece como truncada por no
reflejar un aspecto esencial de ella: su comunicabilidad.
Más adelante, Ricardo de San Víctor, Santo Tomás de Aquino o Duns Scoto
intentarían mejorar la definición de Boecio, abriéndola a la comunicación.
Por último, debe incidirse
también en la dimensión social de la persona. Por su naturaleza espiritual
necesita de la sociedad (como del seno materno en su biología), para formar su
personalidad. La vida social, por tanto, no es para el hombre una sobrecarga accidental.
Como dice la Gaudium et Spes del
Concilio Vaticano II: “A través del trato
con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos,
la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para
responder a su vocación”.
EL HOMBRE, CREADOR CREADO. LA ACTIVIDAD HUMANA.-
Siendo el hombre colaborador
en la obra creadora de Dios, debe desarrollar desde el primer instante de su existencia, las fuerzas escondidas
de la naturaleza. El mandato de ELOHIM es rotundo: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y dominadla; mandad
sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y en todo animal que serpea
sobre la tierra” (Gen. 1,28). Ahora bien, el hombre debe siempre tener
presente que no es sino un mero
administrador, un jardinero de un vasto parterre, y como señala Pannemberg “el abuso autosuficiente por parte del hombre del encargo divino de
dominio se vuelve contra él mismo y lo sume en la ruina”. De ahí la
importancia que algunos papas recientes han dado a la conciencia ecológica, desde San
Juan Pablo II hasta nuestro actual Santo Padre Francisco en su encíclica “Laudato si”. Tres cosas nunca debe olvidar el hombre: tener
en cuenta la naturaleza de cada ser; ser consciente de la limitación de
recursos naturales (no todos son renovables) y conciliar el desarrollo con la dignidad de la vida humana, sobre todo cuando se genera contaminación.
La misma idea –el dominio
sobre el mundo por el trabajo- encontramos en el relato yavista. “Tomó, pues, YHWH DIOS al hombre y lo dejó
en el jardín del Edén para que lo labrase y cuidase” (Gen. 2,15). Dios
descansó, pero al hombre le dejó las herramientas del trabajo: inteligencia,
corazón, inventiva, tesón, manos, ansia de trabajar. Todo lo que mueve y
estimula al hombre para realizar los ideales que brotan de su alma. Con ello
queda claro que el trabajo en modo alguno se concibe (al menos inicialmente) como
una maldición, sino más bien es una bendición del cielo que permite al
individuo realizarse y ofrecer un servicio a la sociedad. El mismo Cristo
trabajó durante su larga vida oculta con
sus manos, un ejemplo para todo cristiano que debe configurarse necesariamente con Él.
Finalmente, no podemos olvidar
que el trabajo va acompañado de fatiga y dolor. Y ese efecto hay que
atribuírselo al pecado del hombre. “Maldito
sea el suelo por tu causa; con fatiga te
alimentarás de él todos los días de tu vida (…) y comerás el pan con el sudor
de tu frente” (Gen. 3,17-19). Pero en cualquier caso, la reflexión
cristiana sobre el dolor alcanza una dimensión nueva tras Cristo crucificado.
En efecto, Cristo no ha desvelado tal
vez del todo el misterio del dolor (sobre todo el que brota de las injusticias
humanas), pero ha indicado con el suyo, fruto de las mismas injusticias, que el
sufrimiento, asumido en amor al Padre y a los hombres, se convierte en el ara
del propio sacrificio, que da gloria a Dios y fructifica en favor de la
humanidad.
EL ORIGEN DEL HOMBRE.-
I
Martínez Sierra concluye su tratado sobre el hombre, llevándolo a sus orígenes. La aparición de las hipótesis
científicas evolucionistas a partir de la obra de Lamark (1744-1829) y sobre todo
de Charles Darwin (1809-1882), obligó a partir de entonces a la búsqueda de
nuevos planteamientos no sólo en el área de la ciencia sino también de la
teología. Darwin había afirmado que el mecanismo de la evolución –desde los
organismos más rudimentarios hasta los más complejos- radica en lo que él llamaba
selección natural, la supervivencia
de los más aptos. Desde esta perspectiva no
finalista y mecanicista, la diferencia entre el psiquismo del hombre y el
del animal no es más que de grado.
Ese nuevo punto de vista, que
revolucionó la ciencia natural como dijimos, chocó al principio con la teología
cristiana, pues muchos aún hacían una lectura historicista y radicalmente literal de los relatos del
Génesis, especialmente en el ámbito evangélico o protestante (pero, todo hay que decirlo, también desde San Agustín se proponía una lectura alegórica de los primeros capítulos del Génesis). En el terreno católico,
un concilio celebrado en Colonia (1862), condenó el transformismo absoluto,
aunque no concretó la acción de Dios, que se supone inmediata, a la hora de crear
al hombre. Prudentemente, el Concilio Vaticano I (1869-1870) no condenó el evolucionismo, pero sí el materialismo y
afirmó que Dios creó al hombre en el alma y en el cuerpo. Algunos teólogos de
finales del siglo XIX (Mivart y Leroy) propusieron que Dios sólo crea
inmediatamente el alma (por lo tanto, ésta
no puede provenir por evolución), pero el cuerpo o sustrato material sí podría
tener origen en ella. Roma no acogió estos novedosos puntos de vista
teológicos, pero tampoco manifestó una condena formal al evolucionismo. Finalmente,
y con el ínterin de la Respuesta de la
Pontificia Comisión Bíblica de 1909, la encíclica de Pío XII Divino Afflante Spíritu dejó claro que las cuestiones que aún no habían sido
resueltas deben dejarse a la investigación de los exégetas y cientificos. En 1950 la
encíclica Humani Generis diferenció
entre las hipótesis y los hechos, debiendo aceptarse los segundos y examinarse
con cautela las primeras, de modo que si se oponen a la doctrina revelada se
rechazan de plano. Y establece los siguientes principios nucleares ante las
hipótesis evolucionistas: competencia, cada uno en su ramo, de profesionales científicos y
teológicos; la evolución sólo puede afectar al cuerpo (provenga o no el cuerpo de
materia orgánica preexistente); las almas son creadas inmediatamente por Dios;
el juicio de la Iglesia debe ser acatado y, finalmente, queda abierta la puerta
a la investigación sobre el origen del cuerpo del primer hombre.
Estos criterios se han mantenido
por papas posteriores como San Juan Pablo II, que señaló la plausibilidad de las
teorías evolucionistas sobre el cuerpo, pero afirmó asimismo que el alma, por
ser espiritual no puede proceder de la materia.
II
Tradicionalmente se consideró
que el hombre salía íntegramente de las manos del creador por una acción
directa e inmediata sobre la totalidad del compuesto humano, entendido como
alma y cuerpo. Sin embargo, con el desarrollo de las teorías evolucionistas,
para muchos científicos el hombre es un producto de la evolución genética del
mundo animal. Selección natural mas alteraciones genéticas aleatorias darían como resultado el hombre tal y como lo conocemos hoy. Es el llamado neodarwinismo, que es el paradigma científico
más admitido en la actualidad.
Ahora bien, esa teoría anterior
no termina de explicar la naturaleza del nuevo ser, dotado de razón y albedrío.
El cambio de un animal irracional a racional, que a Darwin le parecía una
cuestión de grado, tiene una verdadera dimensión ontológica, y tratar de
explicarlo por una mera evolución mecanicista y aleatoria resulta insuficiente.
La naturaleza humana es irreductible por su dimensión intelectiva a la especie
animal. No sólo es grado. Es algo más.
Muchos teólogos diferenciaron la
creación directa del alma por Dios, y la evolución admitida para la humanización
del cuerpo, pero esta teoría hoy se ha abandonado por su extrincesismo, ya que no se acomoda a la concepción actual del
hombre como una unidad íntima que exige para su creación una acción plenamente única.
Desde el punto de vista teológico
debemos aceptar los datos ciertos que nos propone la fe: (1).- Unidad del
hombre, formado por cuerpo y espíritu, siendo éste la forma de aquél. (2).- Dualidad
de realidades en el hombre, que no son reducibles la una a la otra, y (3).- El
alma es la forma sustancial del cuerpo humano; es espiritual, simple, e
inmortal. Tiene origen en un acto creador de Dios, no es producto de lo que le
precede ni surge por evolución de la materia; el alma no existe fuera del
cuerpo, sino que comienza a existir como forma de él.
En definitiva, la teología católica afirma que, entre el primer hombre y el animal, su antecesor, hay un hiato, una separación que no explican las solas fuerzas de la materia evolucionante.
III
¿Cómo explicar entonces, desde la teología, la aparición del hombre de modo que podamos conciliarlo con los datos que nos proporciona la ciencia empírica? Hoy se intenta explicar esa
evolución desde una continuidad
discontinua. Por una parte, en los animales irracionales, la evolución
produce las formas corporales e incluso la psique del nuevo animal: la
transformación es la causación efectora de
su morfología y psique. Por otra, en el caso humano, su capacidad intelectiva
marca una discontinuidad, que no sólo
es una diferencia de grado. Podemos decir que la aparición del hombre, en su
unidad total, está determinada por la
transformación del homínido, pero no está
efectuada o causada, como lo estaba la del animal, por ella. Hasta tal
punto que podemos afirmar que la nueva psique, la humana, es efecto de una
creación ex nihilo; una creación que
supera la capacidad operativa de lo ya existente y, consiguientemente, demanda
otro factor causal, amén del empíricamente detectable: la acción creadora de
Dios.
Eso no significa que la psique
humana nada tenga que ver con la determinación de las estructuras germinales de
la materia. La psique humana, ni es adición
ni es creación ab extrínseco o
desde fuera. Podríamos decir, en definitiva, que la acción creadora precede al
mecanismo de la evolución. Es el cumplimiento intrínseco de la exigencia de
transformación germinal. En conclusión, el espíritu no aparece como un epifenómeno de la materia, sino como una
efloración de la misma. No epifenómeno, porque no es producido por
ella sola. Y sí efloración, porque la
acción del Creador no es exterior sino interior a la acción de las criaturas.
La acción de Dios en la naturaleza se podría calificar como concurso natural. En el hombre, concurso creativo.
En definitiva, Dios colabora con
la causa secundaria, a la que trasciende y eleva haciéndola que se autosupere.
IV
Finalmente, concluye Martínez Sierra esta parte
del tratado antropológico sobre el hombre con una reflexión acerca del monogenismo y del poligenismo.
Fundándose en la mera lectura
bíblica, el pensamiento tradicional católico era monogenista. Sin embargo, la
aparición de las teorías evolucionistas y un nuevo acercamiento a las Sagradas
Escrituras, ha hecho que se considere por algunos que no hay fundamento en el
texto inspirado para defender en exclusividad el monogenismo. Para esta línea
de interpretación, el Adán de Gen. 1,26 no es un individuo concreto, sino la
humanidad en la que quedarían englobados todos los hombres.
No obstante, dificultaría esa
comprensión el segundo relato, donde Adán sí parece ser un hombre concreto. Aunque,
como ya recordamos, aquí parece que el autor usa un ropaje literario para
afirmar una verdad trascendente como es la entrada del pecado en el mundo, por
lo que no puede tomarse como afirmación directa del autor la creación inmediata
y exclusiva por Dios.
En definitiva, considerar el monogenismo como una verdad revelada que se explicita en ambos relatos bíblicos
parece excesivo a juicio de muchos teólogos. Cierto es que el pensamiento del
narrador sagrado es monogenista, pero no podemos aceptar que cualquier
categoría cultural desde la cual escribe pueda erigirse en verdad de fe. Hay
otros textos bíblicos que se invocan para defender el monogenismo (Eclo. 17,
1-14, Hch. 17,26 o Rm. 5,12), y el Concilio de Trento, acerca del pecado
original, consideró que es “uno en su
origen” y que “se contrae por
generación”, afirmaciones que muchos teólogos no consideran objeto de
definición por ser afirmaciones que están hechas no directa sino
indirectamente.
Pío XII en su encíclica Humani Generis admitió como hipótesis, como vimos, el
evolucionismo (con la condición de que no se cuestionara la creación inmediata
de las almas por Dios). Y en relación con el poligenismo, afirma algo que ha
hecho correr ríos de tinta: “no se ve en
modo alguno cómo puede conciliarse esta sentencia con lo que las fuentes de la
verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia proponen sobre el
pecado original, que procede del pecado cometido verdaderamente por un solo Adán
y que, transfundido a todos por generación, es propio de cada uno”.
¿Indica dicho texto que, si
existiera la posibilidad de conciliación futura, podría admitirse el poligenismo? Así lo afirmó el gran teólogo recientemente fallecido José Antonio Sayes. Lo cierto es que Pablo VI en 1966, en un simposio de la Pontificia Universidad Gregoriana
sobre el pecado original, claramente no concedía luz verde a las teologías que lo
defendieran.
En conclusión, mucho camino hay
todavía que recorrer. Para la ciencia, para la exégesis y para la teología.