viernes, 5 de julio de 2024

Lecciones de Ben Sira y de los Macabeos para comprender las causas de la crisis litúrgica.



I

La "Sabiduría de Jesús, hijo de Sira" (también titulado Libro de Ben Sira, Siracida o Eclesiástico) es un hermoso e interesante libro bíblico que presenta varias características específicas en relación a los restantes textos sapienciales del Antiguo Testamento. 

1º.- Su autor está plenamente identificado, pues el prologuista del libro nos dice que sobre el 38 del rey Evergetes (año 132 a.C.) tradujo al griego en Egipto el libro que fue escrito en hebreo por su abuelo Jesús, probablemente entre los años 190 y 180 a.C. 

2º.- A diferencia de los demás sapienciales como los Proverbios, algunos Salmos o la Sabiduría de Salomón, su traductor nos explica la finalidad que buscaba tras "muchas noches sin dormir", a causa del duro trabajo de verter el hebreo en un lengua tan diferente como el griego. Su objetivo no es otro que servir de "utilidad de aquellos que, residiendo en el extranjero, desean y están dispuestos a ordenar sus costumbres y vivir de acuerdo a la ley" (Prólogo).

3º.- Es probablemente el libro del Antiguo Testamento que más incida en la responsabilidad personal, con acerva crítica a la cobarde tendencia de atribuir nuestros errores y caídas a terceros, sobre todo al mismo Dios por "haberme hecho así" o -como dirá el apóstol Santiago "por darme la tentación" (St. 1,13). Ben Sira defenderá que nadie obra el mal por obligación sino por el pésimo uso de su libertad. Los versículos que a continuación transcribo son muy claros:

"No digas: "Él me hizo errar",

pues no tiene necesidad del pecador.

El Señor detesta toda abominación

y no es posible que la amen los que le temen.

Él hizo al hombre desde el principio

y lo dejó en manos de su albedrío.

Si quieres, guardarás los mandamientos

para cumplir fielmente su beneplácito.

Puso ante ti fuego y agua;

a donde quieras extenderás tu mano.

Ante los hombres están la vida y la muerte;

lo que apetezca a cada uno se le dará"

                                     (Sir. 15, 12-17).

4º.- Finalmente -y es el aspecto en el que vamos a detenernos aquí- la importancia que da este libro a la Liturgia, al Culto y al Sacerdocio (algo nada habitual en la literatura sapiencial). Buscaremos, por tanto, el "sentido que intentó expresar y expresó el hagiógrafo en cada circunstancia según la condición de su tiempo y su cultura"  (Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación, Dei Verbum (1965)(III,12). Hemos subrayado esas referencias del último documento del Concilio Vaticano II porque para lo que vamos a explicar es decisivo tener presente el contexto histórico, dado que en el tiempo pacífico en el que Jesús Ben Sira escribe el original hebreo -190 o 180 a.C.-, había suficientes tinieblas en el horizonte como para temer una crisis radical -y hasta revolucionaria- del sacerdocio judío y del culto. De hecho los temores se confirmaron con las catástrofes que sobrevinieron, no sólo la genuina Abominación de la Desolación del año 167 a.C, evocada en el Nuevo Testamento (Mc. 13,14), sino con otra, mucho más discreta pero con efectos más devastadores a la larga como fue el cambio de la dinastía sacerdotal, acaecido en el año 152 a.C.  Todo ello transcurrió en vida del nieto del autor hebreo y quedó impronta en su traducción al griego cincuenta o sesenta años después, como veremos.  

Quiero recalcar que no estamos describiendo un evento con unas coordenadas culturales o  espirituales absolutamente ajenas a nuestro tiempo. Como sucede con otros textos tan poco leídos del Antiguo Testamento, su reflexión nos permite olfatear los malos caminos de nuestra época para abandonarlos e intentar retornar a aquellos que nunca debimos dejar. En definitiva, la reflexión sobre esa desolación que vivió Israel en el siglo II a.C. nos ayuda a comprender la dimensión de la actual crisis litúrgica (a la que infructuosamente quiso el Papa Benedicto XVI poner remedio), para aplicar el cauterio necesario, si es que todavía estamos a tiempo.

II

Y puesto que la Dei Verbum estima necesario para determinar el sentido del texto sagrado atender "la condición de su tiempo y su cultura", debemos fijarnos primeramente en el contexto histórico en el que se redactó y tradujo este Libro. Y en síntesis diremos que desde las conquistas de Alejandro Magno hasta el año 200 a.C, la administración del territorio judío fue realizada por los Tolomeos y bajo ese mandato, las relaciones de los judíos con los griegos fueron excelentes, hasta el punto en que a mediados del siglo III a.C. comenzó en Alejandría la traducción de la Biblia hebrea al griego koiné (los LXX) con el apoyo del rey Ptolomeo II. Sin  embargo a la entrada del nuevo siglo, los Seléucidas de Siria derrotaron a los Ptolomeos en la batalla de Panión (198 a.C.), y Judea quedó bajo el control de Antíoco III. En principio, el rey seléucida realizó una política de atraerse a los judíos, a los que necesitaba para la campaña que se avecinaba contra Roma, y de este modo otorgó exenciones fiscales al Templo y privilegios a sacerdotes, escribas y al Consejo de Ancianos. En este entorno de bonanza comenzó la redacción del Siracida, y en el Capítulo 50, Jesús Ben Sira realizará un emotivo elogio del sumo sacerdote Simón II (220 a.C.-185 a.C.) al que describirá ejerciendo, con profunda unción y solemnidad, el culto del Templo de Jerusalén. Como veremos, la melancolía que trasluce su lectura prueba que el autor era consciente -sin duda por el don de profecía-, de que esa gloria estaba a punto de desvanecerse. 

En efecto, con la muerte de Antíoco III, y la llegada al poder de Seleuco IV (187-175 a.C.), las cosas comenzaron a torcerse. Para el año 177 a.C. había fallecido Simón II y le sucedió su hijo, el Onías III, (el "ungido" mencionado en Dn. 9,26, figura de Cristo), que sería asesinado sobre el año 174 a.C. durante el impío mandato del sucesor de Seleuco, el criminal monarca Antíoco IV Epífanes (175-164 a.C.). Su salvaje política de helenización es descrita con crudeza en los libros de los Macabeos, y contaba con la imprescindible colaboración de los aggiornados Sumos Sacerdotes que sucedieron a Onías, Jasón y Menelao. Lo primero que hizo Jasón fue construir un gimnasio en la Ciudad Santa, como pistoletazo de salida para el "florecimiento del helenismo y el incremento de lo extranjero" (2 Mac. 4,12-13). En toda Judea:

"Mandaban construir altares, templos y capillas para el culto idolátrico, así como sacrificar cerdos y otros animales impuros, dejar de circuncidar a los niños y mancharse con toda clase de cosas impuras y profanas, olvidando la ley y cambiando todos los mandamientos. Cualquiera que no obedeciera las órdenes del rey, sería condenado a muerte" (1 Mac. 1, 47-50).



Y en Jerusalén, en el mismo templo, se implementó la Abominación de la Desolación, colocándose una estatua idolátrica sobre el altar del sacrificio: 

"El rey cometió un horrible sacrilegio pues construyó un altar pagano encima del altar del holocausto (...) Destrozaron y quemaron los libros de la ley que encontraron y si a alguien se le encontraba un libro del Pacto de Dios o simpatizaba con la ley se le condenaba a muerte (...). El día veinticinco de cada mes se ofrecían sacrificios en el altar pagano que estaba sobre el altar de los holocaustos. De acuerdo al Decreto (del rey) a las mujeres que habían hecho circuncidar a sus hijos las mataban con sus niños colgados al cuello y mataron también a sus familiares y a los que hicieron la circuncisión (...) Fueron días de terribles calamidades para Israel" (1 Mac. 1, 54-64). 

Y el mismo Antíoco IV con sus sucias manos laicas profanó los utensilios sagrados que sólo pueden ser tocados por sacerdotes:

"No contento con esto, el rey se atrevió a penetrar en el templo más sagrado de toda la tierra (...) Con sus manos impuras tomó el rey los vasos sagrados y robó las cosas que otros reyes habían ofrecido para el engrandecimiento, la gloria y la dignidad del templo" (2 Mac. 5, 15-16) 

Ese espantoso estado no podía implementarse sin la cooperación de indignos sacerdotes, los cuales, viendo la corrupción de la cabeza sacerdotal, olvidaban su oficio de ofrecer el Sacrificio para dedicarse a otros menesteres profanos, como nos muestra 2 Macabeos:

"Así los sacerdotes dejaron de tener interés por el servicio del Altar, y ellos mismos, despreciando el Templo y descuidando los sacrificios, en cuanto sonaba la señal se apresuraban a ayudar a los luchadores a entrenarse en los ejercicios prohibidos por la ley" (2 Mac. 4,14).


Y de este modo:

"El templo era escenario de actos desenfrenados y fiestas profanas, organizadas por paganos que se divertían con mujeres de mala vida y tenían relaciones con prostitutas en los atrios sagrados. Además llevaban al templo objetos que estaba prohibido introducir en él y el altar se veía lleno de animales que la ley prohibía ofrecer (2 Mac. 6,4-5).


El clímax de estos episodios se alcanzará con el conocido relato de la brava madre judía, asesinada tras ver morir uno tras uno a sus siete hijos después de terribles torturas (2 Mac. 7).

Con los sacerdotes sumisos al ecumenismo pagano y entregados a todo tipo de actividades menos el ofrecimiento del Santo Sacrificio, sería el pueblo el que reaccionaría. Las barbaries de los seléucidas provocaron la revuelta de Matatías y sus hijos, los hermanos Macabeos (Judas, Jonathan y Simón), iniciándose una época de durísimas guerras concluidas sobre el año 140. Simón Macabeo logró definitivamente una cierta independencia de la nación judía y se dio origen a la dinastía asmonea. Pero hubo un suceso decisivo que producirá una inmensa conmoción en el judaísmo, y fue que Jonathan Macabeo, sin ser de la familia sacerdotal descendiente de Sadoc, "únicos entre los levitas que pueden acercarse a YHWH para servirle" (Ez. 40,46 o 44,15), se irrogó la condición de Sumo Sacerdote. Muchos judíos pensaron que llegaban los tiempos escatológicos y huyeron al desierto, junto al mar muerto, donde organizaron la comunidad de Qumran (1 Mac. 2,29 probablemente aluda a ello). La dinastía asmonea se consolidó con el hijo de Simón, Juan Hircano (135-104 a.C), y sus sucesores heredarían el cargo de Sumo Sacerdote, lo que llevaría a una degeneración progresiva de su función sacra y que llegaría hasta la época de Nuestro Señor, con personajes siniestros tan bien conocidos como Anás y Caifás. Al principio de este periodo -afortunadamente de paz-, sobre el año 132 a.C., el nieto de Jesús Ben Sira realizó la traducción de este libro, y como veremos, no olvidó estos amargos episodios al realizar la versión griega del libro de su abuelo. 

III

El Libro de Ben Sira, a partir del capítulo 44 y hasta epílogo del capítulo 51, elabora en tono hagiográfico unas semblanzas de los principales personajes de la historia sagrada, desde Adán hasta concluir con el elogio de sumo sacerdote Simón II (+185 a.C.), a quien el autor casi seguro conoció y vio oficiar. Es llamativa la extensión que le dedica a este contemporáneo suyo como también a los históricos Aarón y Finees (Sir. 45, 6-24), iniciadores de la dinastía sacerdotal legítima (Num. 25,13) (frente a la relación más bien esquemática con que describe los grandes antepasados judíos). Al mencionar a Aarón, el hermano mayor de Moisés, hace una exacta relación de los deberes de todo sacerdote, un varón especialmente elegido por Dios para ofrecer el el Sacrificio e impetrar el Perdón de los Pecados

"Dios lo escogió entre todos los hombres

para que ofreciera holocaustos y grasa,

quemará ofrendas olor agradable

en memorial para expiar por el pueblo"

                                             (Sir. 45, 16).

Pero también la función docente, la instrucción del pueblo en la Ley del Señor:

"Dios le confió sus mandamientos

y le dio autoridad con pactos y disposiciones

para enseñar la ley al pueblo

e instruirlo en sus decretos"

                                                (Sir. 45,17).

En el capítulo 50 se describe con detalle a Simón ofreciendo el Sacrificio, y a diferencia del tratamiento de las demás figuras citadas anteriormente, el tono del narrador se desborda y se vuelve elegíaco:

       Qué gloria llevaba al andar por el templo,

y cuando salía de la casa del velo!

Como astro de la mañana en medio de una nube,

como luna llena en los días de fiesta.

Como sol radiante sobre el templo del Altísimo,

como arco iris que resplandece en nubes de gloria..."

                                                  (Sir. 50, 5-7). 

La detallada narración del Sacrificio que ofrece a continuación -así como de la profundísima impresión que suscita en el pueblo-, nos trae a la mente la plenitud del Sacrificio de Cristo, ofrecido por el Sacerdote "Ad orientem",  el "Sacrificio de la Misa". Comienza con las oraciones al pie del Altar:

"Cuando se ponía vestidos de gala

y se revestía de soberbia perfección,

al subir al Altar santo

llenaba de gloria el recinto del Santuario"

                                 (Sir. 50, 11).


Luego, el Ofertorio:

"Todos los hijos de Aarón en su gloria,

y la ofrenda del Señor en sus manos,

ante toda la asamblea de Israel 

para completar el culto sobre el Altar

y ordenar la ofrenda del Altísimo todopoderoso" 

                                                    (Sir. 50, 13-14).


Y culmina el Sacrificio, ofrecido al Todopoderoso

"Extendía su mano sobre la libación

y libaba con sangre del racimo,

la derramaba en la base del altar

como grato olor para el Altísimo, rey del Universo" 

                                                (Sir. 50,15).



Consumado el Sacrificio, la adoración unánime de los fieles y los cantos de acción de gracias (eucarísticos):

"Los cantores alababan con sus voces

y en medio del gran sonido se hacía grande la melodía.

El pueblo suplicaba al Dios Altísimo 

con plegarias ante el misericordioso

hasta que se concluía el culto del Señor

y terminaban su servicio litúrgico"

                                                        (Sir. 50, 17-19).

             

Finalmente la bendición del sacerdote al pueblo, que volvía a postrarse:

"Entonces, descendiendo, elevaba sus manos

sobre toda la asamblea de los hijos de Israel,

para darles con sus labios la bendición del Señor,

y gloriarse en su Nombre. 

Y por segunda vez se postraban

para recibir la bendición del Altísimo"

                                              (Sir. 50, 20-21).


Pero al leer los versículos que siguen a esa emotiva descripción, captamos con claridad que tanto el autor de la obra, Jesús Ben Sira como su nieto traductor, rebajan ese tono exultante y lo convierten en una coda melancólica: el primero, porque intuía que la gloria de ese sacerdocio iba a cambiar en escasísimos años como así sucedió y de manera dramática; el segundo, porque llegará a alterar un versículo original escrito por su abuelo, como confirmación de que, aunque buena parte de los problemas se resolvieron tras las guerras macabeas, quedará una herida que supurará continuamente hasta el final del segundo templo, cuando éste fue arrasado por los romanos. 

Jesús Ben Sira, el autor hebrero, pedirá a sus correligionarios que "ahora" bendigan al Señor de todas las cosas. E impetrará a Dios varias gracias: que "nos conceda la alegría del corazón" y sobre todo:

"Que haya paz en nuestros días 

y en Israel por los días de la eternidad" 

                                         (Sir. 50, 23).

La sombra de un periodo de guerras verdaderamente diabólicas, una era martirial del pueblo leal a las leyes de los antepasados, se cernía sobre un Israel que vivía tranquilo con los Tolomeos, hasta que irrumpieron los Seléucidas. Jesús Ben Sira captó a la perfección ese sombrío ambiente, y pide la paz eterna para Israel. Y después de implorarla, y en su último ruego al Señor, suplicará algo que puede parecernos hoy irrelevante, pero que tenía una carga espiritual impresionante para el judaísmo desde la época de Moisés: que se mantuvieran las promesas del sacerdocio eterno para Finees y sus descendientes de la casa de Sadoc:

"Que el Señor mantenga su lealtad a Simón

y le cumpla las promesas que le hizo a Finees;

que no deje de cumplirlas a él y a sus descendientes

mientras el cielo exista"

                                (Sir. 50,24, original hebreo).

Así consta en la copia en hebreo que se conserva en parte. Ben Sira escribe en la década del 190 al 180 a.C. Pero en el año 134 a.C. , que es cuando su nieto traduce la obra, al llegar a este punto se da cuenta de que el deseo de su abuelo se había frustrado desde el asesinato de Onias III (+174 a.C.), último y legítimo sacerdote sadoquita. La dinastía asmonea, sin vínculo alguno con Finees y Sadoc, detenta ahora tanto el poder político como el Sumo Sacerdocio. Jonathan Macabeo fue investido  con las vestiduras sacerdotales en el año 152 a.C. (1 Mac. 10,21) y a partir de entonces el sacerdocio judío se contaminará cada vez más con los intereses políticos de sus detentadores, los asmoneos. Una degeneración sin freno que, como ya dijimos, conducirá primero al Sanedrín de Anás y Caifás y, finalmente, a la destrucción del segundo templo. La aparente liberación lograda por los Macabeos estará contaminada por un veneno pútrido y mortal: los intereses de la política. Tras la explícita  tragedia de la época de Antíoco IV Epífanes, sobrevendrá un drama silencioso pero con mayor poder destructivo a la larga. 

Por eso, el nieto de Ben Sira eliminará en su traducción al griego esos versículos hebreos arriba citados, y los sustituirá por los siguientes de su propia cosecha: 

"Que su misericordia permanezca siempre con nosotros

y nos rescate (o nos libere) en nuestros días"

                            (Sir. 50,24, traducción griega).

Obsérvese el cambio y su profunda carga profética. Se altera el desiderátum original, por una súplica de redención. ¿Intuía el nieto de Ben Sira que la sustitución de la dinastía sacerdotal  iba a generar a la larga más perjuicios que los que dejaron los paganos griegos, hasta el punto de pedir al mismo Dios la liberación? ¡Quién sabe! Pero sin la menor duda, el cielo atendió la petición del nieto de Ben Sira y regaló a Israel (y a todos los hombres) la redención que anhelaba. Pero no en sus días sino años después, pues será entonces cuando  llegue a Israel quien "salvará al pueblo de sus pecados" (Mt. 1,21), el que vendrá "a dar su vida en rescate de muchos" (Mc. 10,45).         

IV

En conclusión, de los episodios narrados en estos estos textos bíblicos, creo que la enseñanza más importante es la obediencia a Dios -a su Palabra- en todo tiempo y circunstancia. Ello exige un reverendísimo respeto a todo aquello que se ha recibido como sagrado, tanto palabras como acciones. Y mantener vivo el espíritu de fidelidad recia de los Macabeos.

Es verdad que hoy sabemos que el sacerdocio judío era provisional hasta la llegada de Nuestro Señor pues "si en verdad estos (los sacerdotes) hubieran podido hacer perfectos a los que seguían la ley, no habría sido necesario que apareciera otro sacerdote, ya no de la clase de Aarón sino de la clase de Melquisedec" (Hb. 7,11). Pero aun siendo una venerable institución destinada a ser superada, sólo el único Dios podía fijar los tiempos en que esa mutación debía producirse, nunca los hombres y menos por intereses espurios. En el haber de Jonathan Macabeo encontramos el ser un judío celoso de la ley por la que luchó hasta morir, pero en el debe, cometió el terrible error (por no decir algo peor) de caer en la trampa/tentación del rey pagano, Alejandro Epífanes, que le ofreció el Sumo Sacerdocio:

"Por eso te confiero hoy la dignidad de Sumo Sacerdote de tu nación y el derecho de llamarte "amigo del rey" para que apoyes mi causa y me conserves tu amistad. Con la carta, Alejandro le envió un manto de púrpura y una corona de oro. Jonatan se puso las vestiduras sagradas..." (1 Mac. 10, 20-21). 

Jonathan debía muy bien conocer la Torá (Num. 25,13) y los profetas (Ez. 43,19), que excluían a su familia de ese solemne cargo, pero se subyugó a los cantos de sirena y no desechó vestirse de púrpura y coronarse de oro. Esa terrible acción, como vimos, costará muy cara a los judíos. 

Este triste episodio nos demuestra que no hay razón alguna para alterar profundamente lo que hemos recibido del pasado como "obra de Dios" (una tradición sólida que se inicia en la voluntad del Altísimo). Y que resultan irrelevantes los motivos que aleguemos los mortales para hacerlo, sean moralmente malos (la ambición en el caso de Jonathan) o pastoralmente buenos (Pablo VI buscaba mayor comprensión, mayor ecumenismo, mayor simplicidad y facilidad cuando cambió la Misa en 1969). Es indiferente, porque el resultado en un supuesto o en otro siempre es nocivo para la fe del pueblo. Cualquier rebaja de misterio y sacralidad supone cuestionar los fueros divinos ad mayorem homini gloriam (y sabemos muy bien que "Él no cede su gloria a ningún otro" (Is. 42,8). El gran secreto del mysterium fidei reside en su carácter irreductible; en el hecho de que si pretendemos hacerlo accesible, abajando a Dios a nuestras cortas entendederas en vez de elevar al hombre por el combate espiritual y la Gracia (es mucho más fácil lo primero que lo segundo), lo único que logramos es deconstruirlo, y ensamblar sus elementos al modo humano. Dicho de modo evangélico: facilitamos que el cristiano entre por la puerta ancha, que no por la estrecha, con decisivas repercusiones psicológicas, vivenciales, doctrinales y morales. Por mucho que se invoque que la nueva liturgia correctamente ejecutada no da pie a abusos litúrgicos o a los actos aberrantes, irreverentes e idolátricos que hoy realizan tantos cristianos (y que piensan que con ello alaban a Dios), la realidad es tozuda y nos demuestra lo contrario. Al haber rebajado conscientemente el misterio y la sacralidad, alterándose lo que se creía intangible, se propicia que la criatura herida por el pecado original pierda el reverendo amor y temor que todo ámbito sagrado produce en el hombre religioso y mezcle con éste su mundo profano (en muchos casos vulgar, hortera y blasfemo; en todos inadecuado, véase Ez. 44,23). No dudo que realicen esos actos de buena fe, pero de buenos propósitos está empedrado el infierno, y el daño para lo Santo, y desde ahí para la credibilidad de la fe es inmenso: todo es ya posible, con intensidad variable. Es una consecuencia inevitable, pero también un castigo divino por la osadía de querer  reducir el mysterium fidei a la psicología del hombre moderno. Y causa, en definitiva, como se lamentaba Oseas, de que  "Mi pueblo perece por falta de conocimiento" (Os. 4,6).

Concluyo ya. Hemos visto que una correcta y piadosa realización del Novus Ordo con estricta fidelidad a sus rúbricas no resuelve el problema, que es mucho más de fondo. Y por otro lado, Roma está por restringir al máximo la Misa Tradicional, y a día de hoy se oyen preocupantes rumores de "solución final". Restaurar íntegramente "los hitos que nuestros padres pusieron" (Prov. 22,28) parece imposible. 

¿Qué se puede hacer? La Biblia, como siempre, parece alumbrarnos el camino tras leer 1 Mac. 2,29. Quizás debamos imitar a aquellos judíos de mitad del siglo II a.C. que sintieron en sus almas la ruptura del vínculo del sumo sacerdocio con la casa de Sadoc, y que buscaron refugios seguros para esperar los tiempos escatológicos que acertadamente intuían. Acertadamente, porque siglo y medio después seguía existiendo Qumran y llegó Jesucristo, el Mesías y el Señor, pero en la debilidad de la carne. Y como dice el Eclesiastés "lo que fue, eso será, y lo que se hizo, eso se hará, pues nada hay nuevo bajo el sol" (Ecle. 1,9). En esa confianza y dado el paralelismo de ambas crisis, el destino de los cristianos será asumir que "al final (el Señor) dejará un pueblo pequeño y humilde que invocará su nombre" (Sof. 3,12). Un pueblo que se agrupará en pequeñas comunidades para preservar hasta que vuelva un patrimonio litúrgico, que no es de los hombres sino de Dios. Y lo harán con la esperanza de que, al igual que sucedió con los judíos, algún día verán venir de nuevo al Señor, sólo que no en la humildad de un pesebre sino como rey, en la gloria de la majestad. 

Y entonces el Señor recordará que había dos puertas, una ancha y otra estrecha. Y seremos juzgados según hayamos querido entrar por una o por la otra. 

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