I
Un reciente "Decreto" del arzobispo de Barcelona, Monseñor Juan José Omella, ha desacralizado en su totalidad la iglesia de L,Espirit Sant de la Travessera de Gracia a fin de ser derribada y erigir en su lugar una "Facultad de Ciencias de la Salud". Con esa medida se ha generado una agria polémica en la que se condimentan ingredientes tan heterogéneos como intereses urbanísticos (recordemos que el terreno fue donado por fieles laicos exclusivamente para la erección de la iglesia), suspensiones a divinis y vidrieras tan merecedoras de protección como si fuesen las bellísimas de la Saint Chapelle de París. Añadamos el hecho de que en aquella iglesia se adoraba diariamente, durante veinticuatro horas, al Santísimo Sacramento, pero ese "inconveniente", a pesar de la actitud nada colaboradora del párroco ahora defenestrado, se resolvió, enviando presurosamente a aquel lugar en trance de desacralización a un representante del Arzobispado a fin de consumir ipso facto la Hostia exhibida en su ostensorio. He visto ese momento en un vídeo que circula por Internet, y es penosa la irreverencia del cura, un señor mayor que ni se ha revestido adecuadamente, ni se ha arrodillado ni ha adorado al Señor. En fin, ¡ojalá nuestra jerarquía tuviese esa misma determinación, audacia y rapidez para la misión de evangelizar que nos encomendó Cristo!
Esta triste historia me evocó en cierto modo uno de los pasajes más sugestivos de todo el Antiguo Testamento, un evento que acaeció en tiempos de Ezequiel -sobre el año 597 a.C.-, cuando el profeta se encontraba desterrado en Babilonia, a cientos de kilómetros de Jerusalén. Me refiero a la espectacular descripción que Ezequiel, por visión, hace del momento en que la gloria de Dios abandona el templo construido por Salomón. Como veremos más adelante, un aspecto no menor es que esa Gloria, tras salir del Tabernáculo y antes de subir al Cielo, se detiene en el Monte de los Olivos, en la parte oriental de la ciudad, al este del templo (Ez. 11,23): el mismo lugar donde Nuestro Señor profetizó el segundo abandono de la Gloria de Dios -la de Él- por parte de su pueblo (Lc. 19,42-44). Vaciados de la Presencia de Dios, del Padre en el primer caso, del Hijo en el segundo, el destino de ambos templos -el de Salomón y el de Herodes-, erigidos sobre el monte en el que Abraham iba a sacrificar a Isaac, quedó fatalmente sellado: "un montón de ruinas y una guarida de chacales" (Jer. 8,11). Jesús morirá fuera de la muralla de Jerusalén, de espaldas a la ciudad santa de los judíos, y su mirada desde la cruz se dirigirá hacia el horizonte de un nuevo pueblo, porque como anunció días antes: "se os quitará a vosotros el Reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos" (Mt. 21,43).
II
No cabe duda de que la causa por la que la Gloria de Dios abandona el Templo es la idolatría, tanto de laicos como de consagrados. Nos narra el Cap. 8 del Libro de Ezequiel que la mano de fuego de YHWH le agarró por el cabello, mientras rezaba con los ancianos de Israel, y le transportó extáticamente hacia Jerusalén, ciudad en la que contempló la Gloria de Dios (Ez. 8,4). Pero la luz de esa Gloria le fue desvelando las diversas idolatrías de la ciudad, desde el ídolo del celo, situado a la entrada misma junto a la puerta norte, hasta las implementadas en el mismo templo "las grandes abominaciones que la casa de Israel comete aquí para alejarme del Santuario" (Ez. 8,6). Vio en la ciudad a mujeres que plañían a Tammuz (ídolo fenicio de la fecundidad ligado a los ciclos de la vida) y a hombres que, vueltas las espaldas al templo, adoraban al sol... El pueblo judío se había pervertido porque como veremos a continuación el sacerdocio se había corrompido.
El profeta fue luego trasladado al Templo y por un agujero en la fachada pudo reconocer a sacerdotes que incensaban secretamente "imágenes de reptiles y bestias repugnantes", (probablemente un guiño a Egipto por parte de Sedecías -último rey de la casa de David (597-587 a.C.)- que se había aliado con la nación del Nilo para protegerse de Babilonia). Lo más llamativo, sin embargo, no es tanto esa idolatría sino el hecho de que los sacerdotes "lo hacían en la oscuridad, cada uno en su respectiva cámara, repleta de imágenes, y afirmaban YHWH no nos ve; YHWH ha abandonado el país" (Ez. 8,12). No hablamos de idolatría pública, sino de apostasía secreta. Frente al Dios único y trascendente -que había ordenado bajo pena de muerte "no tendrás otros dioses fuera de mí" (Ex. 20,3)- sacerdotes y pueblo adoraban imágenes idolátricas, pero con una diferencia fundamental: el pueblo lo hacía a plena luz del día; los sacerdotes de manera oculta (pues formalmente se seguían realizando los sacrificios mosaicos, cara a la galería). Sólo con carácter privado usaban las dependencias del lugar sagrado para rendir homenaje a criaturas ínfimas. El pueblo, por su parte, por la mañana acudiría al sacrificio del Templo, y por la tarde se postraba ante sol que se escondía por el occidente, o incensaba al ídolo de turno. Por lo tanto, junto a este politeísmo o sincretismo del pueblo (consentido por autoridades laicas y religiosas), latía la apostasía hipócrita del sacerdocio, que en secreto practicaba lo contrario de lo que predicaba en público.
En definitiva, dos lecciones actuales podríamos sacar de ese impresionante capítulo octavo del Libro de Ezequiel. La primera es que esa pérdida de conciencia del sacerdote de la gravísima función a la que Dios le ha destinado -ofrecer el único sacrificio grato al Señor y salvar las almas del pueblo- sólo puede conducirle a desentenderse de los cada vez más graves errores religiosos del pueblo (incluso a justificarlos y/o aprobarlos), y a desvalorizar los ritos y los elementos sagrados -materiales e inmateriales- que debe custodiar por su divino oficio. La segunda no es menos importante: el ungido del Señor que realiza con mayor desidia los mandatos divinos, no puede permanecer mucho tempo sin alguna pasión idolátrica que le dé un nuevo fundamento a su vida. Pero, al igual que el culto idolátrico de los sacerdotes de Jerusalén era realizado con sigilo, también el sacerdote descreído de nuestro tiempo debe mantener en silencio ese nuevo sentido que da a su misión, pues es vergonzoso y contradictorio con su estado religioso. De ahí que, por ejemplo, la codicia se oculte hipócritamente tras excusas organizativas.
III
Nos queda, por último, atender el aspecto más impresionante de estas visiones de Ezequiel, el itinerario de la Gloria de Dios, desde Templo del que parte hasta el Monte de los Olivos adonde llega. Pero antes debemos precisar que la Gloria de Dios acompañaba a Israel desde su misma constitución como pueblo, mucho antes del grandioso edificio del rey Salomón. Así, durante el éxodo, "YHWH marchaba al frente de ellos, de día en una columna de humo y de noche en una columna de fuego para alumbrarlos" (Ex. 13,21), y se hacía presente en el Tabernáculo móvil que Moisés mandó fabricar en el desierto (Ex. 40, 34-35). Años después de la conquista de la tierra prometida, e implementada la monarquía, Salomón edificó el Templo como morada del Señor, y era tal la fuerza de la presencia divina que "los sacerdotes no pudieron mantenerse prestando servicio por causa de la Nube, pues la Gloria de YHWH había llenado la casa de YHWH" (1 Rey. 8, 10-11). Sin embargo, el desastroso final del reinado de Salomón, la división de los judíos en dos reinos y la deriva idolátrica de Israel, seguida por Judá, pondrá fin a la paciencia de Dios con su pueblo, y poco antes de la destrucción de Jerusalén saldrá su Gloria de su morada en la tierra. Quedará el templo como una hermosa construcción pero muerta, un cadáver sin vida ni alma, pronto a descomponerse. Como una iglesia a la que se le ha retirado el Sagrario.
Ezequiel había admirado desde las orillas del río Kebar en Babilonia la sublimidad de la Gloria Divina, misterio inefable que, sin embargo, nos pudo describir con las imágenes más asombrosas y extravagantes de toda la Biblia, de una fuerza y un dinamismo sin igual (incluso atreviéndose a espigar figuras mesopotámicas, es decir, paganas que él observaba día a día durante su exilio (Ez. 1). Más adelante, tras el capítulo octavo que hemos examinado anteriormente, nos mostrará la Gloria del Dios de Israel sobre los ángeles situados encima del Propiciatorio que cubría el Arca de la Alianza (Ez. 9). Esa Gloria, sin embargo, debido a los gravísimos pecados de la casa de Judá, se desplazó desde esa última estancia del templo, llamada Santo de los Santos, y marchó hacia el umbral de la puerta pero sin salir todavía del recinto sacro, como si sintiese dejar vacío el lugar en la tierra donde había decidido poner su morada entre los hombres (Ez. 9, 3). Tampoco abandonará en un segundo momento el templo, sino que se desplazará hacia la puerta oriental: "Luego paráronse (los querubines) a la entrada de la puerta oriental de la Casa de YHWH, y la Gloria del Dios de Israel estaba sobre ellos en la parte superior" (Ez. 10,18-19).
Por último, desde esa puerta oriental, la Gloria de Dios se retiró definitivamente del Templo y marchó hasta el Huerto de los Olivos, en la zona este de la ciudad: "Y elevóse la Gloria de YHWH, se alejó de la ciudad y se detuvo sobre el monte que está al oriente de la misma" (Ez. 11, 22-23).
Es curioso que Ezequiel deja como aparcada esa Gloria en las laderas del Monte de los Olivos, y no nos relata su elevación al Cielo (Ez. 11,23). Inmediatamente después de esa visión "El Espíritu de Elohim, me trasladó a Caldea, cerca de los cautivos. Y desapareció la visión y comuniqué a los cautivos todas las cosas que YHWH me había comunicado" (Ez. 11,24). Puede explicarse ese corte abrupto en el hecho de que el Señor quiso que su visión culminara en el Nuevo Testamento, y que el profeta veterotestamentario dejase paso al evangelista Lucas, que coronó esa historia narrándonos la ascensión de Jesucristo Resucitado desde el Monte de los Olivos (Hch. 1,9-13). Y no precisamente como signo de desamparo sino todo lo contrario: para que los discípulos pudiesen recibir el Espíritu Santo, y difundir la Buena Noticia de Jesús "hasta lo último de la tierra" (Hch. 1,8), a la espera de que Él vuelva, reine, derrote a sus enemigos y lo restaure todo (1 Cor. 15, 23-25). Mientras rezamos por su venida gloriosa, el verdadero templo de adoración no será aquel del que salió Dios en Jerusalén -un templo fabricado por manos de hombres (Hch. 17,24)- sino "el Santuario de su Cuerpo" (Jn. 2,21), en definitiva, el Santísimo Sacramento del Altar. ¡Qué inmenso honor, qué divino don se nos ha regalado a los cristianos!
Es verdad que Ezequiel, al final de su Libro (Ez. 40-47) nos describe un Templo renovado con Israel retornado a la tierra y distribuido por tribus en el territorio (Ez. 48). Pero basta la lectura detenida de esos complicados capítulos para captar en seguida que no se trata de una profecía de restauración histórica tras la liberación de los judíos de la cautividad babilónica gracias a Ciro (539 a.C.) y la posterior reconstrucción del templo (520-515 a.C.). La bellísima descripción que hace en el Capítulo 47 del río de agua viva que brota del lado oriental del templo, que fecunda los campos por donde transcurre con vegetación y árboles frutales, y que se vierte en el Mar muerto, saneando sus aguas y llenándolas de peces, remite al Paraíso recuperado, es decir, a tiempos finales y escatológicos inaugurados por Cristo, a nuestro tiempo. De hecho, aquí sólo puedo ver un símbolo de la Eucaristía.
Sólo la Eucaristía -la única y verdadera Gloria de Dios hoy en nuestra tierra- reúne en torno a sí esas poderosísimas imágenes bíblicas: la glorificación de Jesucristo, sentado a la diestra del Padre tras su ascensión en el Monte de los Olivos (Mc. 16,19); la Gloria de Dios sobre ese mismo lugar al este de Jerusalén, y el río vivificador que sale de la puerta oriental y genera la vida donde sólo hay muerte. Cuando el sacerdote, ad orientem, eleva la Hostia, por virtud del don de la fe vemos al Señor -su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad-; la divina Persona que, a la vez que asciende al Cielo junto al Padre, nos deja lo mejor de Él, su mismo Ser. Pero también evocamos toda una historia de salvación que comienza en la elección de Israel, y que concluye en el nuevo Pueblo de Dios. Y aunque pensemos que ellos, los judíos, han sido rechazados -ya no tienen Templo, y si algún día lo reconstruyeran, sería sólo una cáscara vacía (pues como nos contó Ezequiel Dios no lo habita)-, la realidad es que al final "mirarán al que traspasaron" (Za. 12,10), y "no será en Jerusalén donde adorarán al Padre", pues "adorarán al Padre en espíritu y en verdad" (Jn. 4,21-23). No hay, por tanto, ruptura en la historia de la salvación sino continuidad, del templo de piedra al Templo de su Carne. Finalmente, en relación a la cascada incesante de bienes que la Eucaristía deja al mundo, es verdad que sólo podremos comprenderlo íntegramente en el Cielo, pero ya tenemos la certeza de que la misma Palabra del Señor nos asegura: "Yo soy el pan vivo que bajó del Cielo; si alguno come de este pan, vivirá eternamente" (Jn. 6,51). Tan poderoso es este Sacramento -la única garantía de vida para siempre-, que el profeta, en visión, lo comparó con el milagro de la vivificación del mar muerto y de sus orillas, merced a a un río de agua viva que emergía de la parte oriental del Templo.
En definitiva, cada vez que entremos en una Iglesia ojalá que lo primero que veamos sea la luz encendida de la vela del Sagrario, y a ser posible al mismo Señor sobre el Altar principal en ostensión, para que adoremos al Dios que se humilló hasta la muerte para limpiarnos de nuestros pecados y salvarnos. Por eso no le arrinconemos en capillas laterales, no cerremos los templos y suprimamos los sacramentos por causas de pandemias y, por favor, no desacralicemos las Iglesias donde aún se le adora perpetuamente. Porque por muchas excusas razonables que aleguemos, todo desplazamiento de la Gloria de Dios -como el que nos narra dramáticamente el profeta Ezequiel-, aparte de privarnos de la única garantía de vida y salvación, es un signo cierto del castigo que caerá sobre un pueblo pervertido por la infidelidad de sus sacerdotes.
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