viernes, 24 de mayo de 2024

Sobre la "Vida de Antonio" de San Atanasio.



Recensión sobre el libro "Vida de Antonio" de San Atanasio de Alejandría. Biblioteca de Patrística. Editorial Ciudad Nueva. Introducción, traducción y notas de Paloma Rupérez (1995) (2ª edición, 4ª impresión, octubre 2023).


La “Vida de Antonio” del obispo San Atanasio de Alejandría (a quien se denominó campeón de la fe nicena), es una de las mayores obras de espiritualidad cristiana de todos los tiempos, y alcanzó fama desde su primera difusión, allá por el siglo IV. San Atanasio compuso esta obra probablemente en el año 357, poco después de la muerte de su protagonista, San Antonio, el gran anacoreta, cuya centenaria vida (251-356) inspiró el modo de vivir la fe de tantos cristianos, hasta el punto que pondría las bases del monacato cristiano posterior. San Atanasio, que conoció personalmente a Antonio, concibió su obra como un paradigma de la lucha ascética a la que todo seguidor de Cristo está llamado en su vida, sea cual sea la vocación o el lugar que el Señor haya dispuesto para él. Pues como queda nítido en las Sagradas Escrituras: “¿No es una vida de milicia el destino de todo hombre sobre la tierra? (Job. 7,1).   

Este libro se ha juzgado como una biografía de héroe según los moldes literarios del paganismo, pero es en realidad un canto de alabanza a Cristo, nuestro Señor, en la figura de uno de sus más leales seguidores, este anacoreta, de cuyo ejemplo han tomado importantes lecciones cristianos de toda época. E intenta transmitirnos un mensaje muy claro: si pretendemos edificar nuestra vida como una imitatio Christi, fijémonos en la figura de Antonio, cuya experiencia ascética no fue sino una configuración con la vida del Señor.

En efecto, tras la muerte de sus padres (2,1) San Antonio comenzó a configurarse con Cristo, cuando en una iglesia oyó el pasaje evangélico en el que el Señor anima a un rico a  vender sus posesiones y a seguirle (Mt. 19,21). Es notable que este pasaje de la “Vida de Antonio” sea recordado por San Agustín en sus bellísimas “Confesiones” (VIII, 12), como inmediato prólogo de su conversión. Ello prueba la influencia que este libro ha tenido en tantos cristianos, cuya lectura les ha llevado a fijar como el fin único de su vida el seguimiento de Cristo y la renuncia a los placeres del mundo.

Es de destacar, igualmente, que la “Vida de Antonio” muestra de manera constante el indestructible vínculo entre la perseverancia y la indispensable ayuda de la Gracia (5,7, final)  -no a nosotros, Señor-, pues la vida ascética es atacada desde el principio por el diablo, que “cual león rugiente anda alrededor, buscando a quien devorar”  (1 Ped. 5,8). Para vencerle, Antonio “sometía su cuerpo y lo reducía a servidumbre, para que habiendo vencido en algunos combates, no sucumbiese en otros. Y decidió así acostumbrarse a una gran austeridad” (7.4).

La necesidad de una ascesis continuada, sin cesión ni vacilación en circunstancia alguna, es una de las claves de este libro. Al igual que a San Pablo, la fe garantizaba a Antonio la convicción de que “cuando soy débil es cuando soy fuerte”, y ello a pesar de las posibles penurias por su escasa alimentación (el trigo que cultivaba o el agua del que bebía). En este sentido, es especialmente interesante lo que nos dice San Atanasio acerca de que las rigurosísimas costumbres alimenticias y vitales de Antonio no hacían mella en su organismo, pues como indica claramente “el estado de su alma era puro” (14.3). Más aún, la santidad de Antonio contribuía, según nos indica uno de los pasajes de la obra, a que hasta las fieras dejasen de molestarle, evocando así la armonía original del hombre en el Paraíso (50.8).

El otro elemento esencial del libro en el que debemos incidir es la presencia amenazante del diablo, ejerciendo como tentador, pues a nadie odia más el diablo que al asceta (como dice el Padre Fortea).  En ese sentido, la obra parece ser una advertencia al cristiano, de ayer y de hoy, para que, como señalaba el Apóstol, asumamos que nuestra lucha no es “contra la carne y la sangre, sino contra los principados, las potestades, contra los dominadores de las tinieblas de este mundo, contra los Espíritus del mal que están en las regiones celestes” (Ef. 6,12) (21,3). Aclaremos que la intervención insidiosa del diablo a lo largo de esta obra no es una metáfora y que conviene traer a colación aquello que ya en nuestro tiempo aseveró el papa San Pablo VI: “Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia” (Audiencia 15 noviembre de 1972). Para cualquiera que haya leído alguna biografía de San Pío de Pietrelcina (1887-1968), se asombrará del parecido de muchas de las escenas de lucha –incluso física- de Antonio, con episodios su asombrosa vida. Nihil novum sub sole.

La guerra contra las fuerzas diabólicas es, por lo tanto, uno de los nervios de esta excepcional obra. El diablo comenzó atacando a Antonio inspirándole, primeramente, recuerdos de cosas que había abandonado (5,2); luego con pensamientos obscenos, los situados en el ombligo del vientre (5,3), y finalmente –hasta la conclusión de su vida- con palizas reales, ruidos persistentes e imágenes de animales repugnantes y agresivos (8 y 9). De todos esos ataques salió victorioso, incluso en los momentos de noche oscura en que pensaba que el Señor le había abandonado, pues el Señor jamás deja de proteger a sus hijos: “Antonio, yo estaba aquí, pero quería ver tu lucha, y porque has resistido y no has sido vencido, seré siempre tu defensor y haré que seas recordado en todo lugar” (10,3). Su huida, primero a un sepulcro (8.1) y más adelante, con treinta y cinco años, al desierto –el lugar bíblico donde moran por excelencia los demonios- (11.1), (concretamente a una fortaleza abandonada) (12.1), reactivaron los ataques del diablo, a los que siempre vencía con la oración y la señal de la cruz (13.5).

Es importante destacar cómo se propagó la fama de Antonio, de modo que muchos años después numerosos monjes, que habían imitado su ejemplo,  peregrinaban para verle y oírle. En una amplia sección de la obra (16 a 46), encontramos sus exhortaciones a los monjes, que van desde la necesidad de vivir cada día como si se fuera a morir, la doctrina católica sobre los demonios –sobre todo no temerles, pues su poder está muy limitado por el triunfo de Cristo-  y, en definitiva, prestar mucha más atención al alma que al cuerpo.

En el paralelismo que el autor, de manera consciente, pretende hacer entre Antonio y Cristo, la obra nos relatará algunos milagros que el Señor hizo por mediación de él, destacando sobre todo la sanación de endemoniados. Y tanto si el Señor le escuchaba en sus oraciones como si no, estaba convencido de que “la curación no procedía de él ni de ningún hombre, sino sólo de Dios, que obra cuando quiere y como quiere” (56.1). Con gran entusiasmo, Atanasio dirá que “Dios le concedió ser el médico de Egipto” (87.3), y asimismo ponderará sus facultades de “discernimiento de espíritus” (38.5) así como la capacidad de prever el futuro, (como se puso de manifiesto cuando envió una carta a Balacio, profetizándole el castigo que sobre él llegaría por su impiedad, como así sucedió) (86.1-7).

“Poseía una gran sabiduría y, lo que es admirable, sin haber estudiado era un hombre sagaz e inteligente”, apunta Atanasio (72.1). Nos presenta así el inmenso contraste entre la profunda sabiduría de Antonio y su escasa formación intelectual, pues cuando “se hizo un niño y (…) no quiso aprender las letras, porque quiso estar lejos de la compañía de otros niños” (1.2). Sin embargo, confundía a todos aquellos que acudían a él para burlarse por ser iletrado, pues demostraba claramente que “el que tiene la mente sana no necesita las letras” (73.3). Desde el capítulo 72 al 79, las sabias palabras de Antonio a los paganos no parecen sino una brillante glosa a los dos primeros capítulos de Primera Corintios, reafirmando el poder de la fe frente a las trampas de los razonamientos de los filósofos (78.1), de tal modo que “nosotros nos apoyamos en la fe en Cristo, pero vosotros confiáis en discursos sofistas” (78.2). Con gran agudeza, destacará cómo el mundo alaba la religión pagana, mientras que persigue la religión cristiana, produciéndose la paradoja de que “nuestra religión, sin embargo, florece y crece más que la vuestra” (79.3). Un gran argumento en favor de la Verdad de nuestra fe.

Sin embargo, a diferencia de sus disputas con los paganos, Antonio cumplía a rajatabla el mandato establecido en 2 Jn. 10, y nunca quiso tener trato con los herejes de su tiempo, los melecianos, los maniqueos y, sobre todo, los arrianos. De hecho, en una ocasión vinieron a verle unos arrianos y él “los expulsó violentamente de la montaña, pues decía que sus palabras eran peores que las serpientes” (68.1-3).

Al igual que su biógrafo Anastasio, Antonio consideraba al arrianismo una “herejía precursora del Anticristo” (69.2). En relación con esta grave desviación profetizará aquella desdicha que también lamentó San Jerónimo: “el mundo se despertó con un llanto cuando se descubrió arriano”. Vuelto a su montaña interior, Antonio tuvo una visión y anticipó la catástrofe doctrinal que supuso para la iglesia del siglo IV el error arriano: “La ira dominará a la Iglesia y será entregada a hombres semejantes a bestias irracionales. He visto la mesa de la Casa del Señor y alrededor de ella, por todas partes, mulas que daban coces a los que estaban dentro, como dan las bestias que no están domesticadas. Habéis visto cómo me lamentaba, pues oí una voz que decía “Mi altar será corrompido(82-6-8). No obstante, profetizará también el futuro triunfo de la verdad, pues “la fe religiosa se extenderá por todas partes segura y en plena libertad” (82.12).

Las últimas instrucciones sobre su muerte, nos permiten testar una vez más la grandeza y el temple de este anacoreta. Reitera una vez más el consejo capital de “vivir como si fuesen a morir cada día” (19 o 89). Y añadirá: No temáis los demonios”; “Respirad siempre a Cristo y creed en Él” y “no tengáis trato con los cismáticos, y menos con los herejes arrianos” (91.3-4), pues como el mismo San Pablo, era consciente de que “Si Cristo está con nosotros, quién contra nosotros” (Rm. 8,31). E insistirá finalmente en que se le dé un entierro cristiano –sin las costumbres paganas de los egipcios (90.1-5)-, pidiendo con gran humildad que se esconda su cuerpo bajo tierra y que no dé razón del lugar de entierro (91.7), pues “en el día de la resurrección de los muertos, yo lo recibiré incorrupto del Salvador” (91.8). Finalmente, con un sencillo retrato de Antonio y su fama (93), y el consejo de la lectura de su vida, el obispo de Alejandría concluirá esta obra (94).

En definitiva, es muy recomendable la lectura de esta biografía, porque recuerda a todo lector cristiano el carácter de milicia, día a día, de su vida. Sin necesidad de llegar a los extremos que nos muestra este bellísimo libro, sí puede extraer del mismo la centralidad de Cristo en su vida; poner su confianza en Él más que en sus propias fuerzas, pero sin olvidar que, como dice la Escritura, “Si te acercas a servir al Señor, prepárate para la prueba” (Sir. 2,1).  Para ello es indispensable la ascesis, el esfuerzo espiritual permanente en el cristiano (aspecto lamentablemente relegado hoy día, incluso en ámbitos eclesiales). Esa ha sido el motivo del éxito permanente de este libro en el pasado, pues siempre ha inspirado a generaciones de cristianos para desear ser dignos del inmerecido don de la fe que han recibido. Y esa es la razón, a mi juicio, por la que debe volver a ser leído, meditado e imitado por los cristianos de nuestro tiempo (siempre en el estado que el Señor nos haya dado a cada uno), pues quién duda que asumir e implementar su sabiduría perenne ayudaría a frenar y hasta revertir el retroceso dramático de la fe en nuestro mundo occidental.

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