La “Vida de Antonio” del obispo San Atanasio de Alejandría (a quien se denominó campeón de la fe nicena), es una de las mayores obras de espiritualidad cristiana de todos los tiempos, y alcanzó fama desde su primera difusión, allá por el siglo IV. San Atanasio compuso esta obra probablemente en el año 357, poco después de la muerte de su protagonista, San Antonio, el gran anacoreta, cuya centenaria vida (251-356) inspiró el modo de vivir la fe de tantos cristianos, hasta el punto que pondría las bases del monacato cristiano posterior. San Atanasio, que conoció personalmente a Antonio, concibió su obra como un paradigma de la lucha ascética a la que todo seguidor de Cristo está llamado en su vida, sea cual sea la vocación o el lugar que el Señor haya dispuesto para él. Pues como queda nítido en las Sagradas Escrituras: “¿No es una vida de milicia el destino de todo hombre sobre la tierra? (Job. 7,1).
Este libro se ha juzgado como una
biografía de héroe según los moldes
literarios del paganismo, pero es en realidad un canto de alabanza a Cristo,
nuestro Señor, en la figura de uno de sus más leales seguidores, este anacoreta,
de cuyo ejemplo han tomado importantes lecciones cristianos de toda época. E intenta transmitirnos un mensaje muy claro: si pretendemos edificar
nuestra vida como una imitatio Christi, fijémonos
en la figura de Antonio, cuya experiencia ascética no fue sino una
configuración con la vida del Señor.
En efecto, tras la muerte de
sus padres (2,1) San Antonio comenzó
a configurarse con Cristo, cuando en una iglesia oyó el pasaje evangélico en el
que el Señor anima a un rico a vender
sus posesiones y a seguirle (Mt. 19,21). Es notable que este pasaje de la “Vida de Antonio” sea recordado por San
Agustín en sus bellísimas “Confesiones”
(VIII, 12), como inmediato prólogo de su conversión. Ello prueba la influencia
que este libro ha tenido en tantos cristianos, cuya lectura les ha llevado a fijar
como el fin único de su vida el seguimiento de Cristo y la renuncia a los
placeres del mundo.
Es de destacar, igualmente,
que la “Vida de Antonio” muestra de manera
constante el indestructible vínculo entre la perseverancia y la indispensable
ayuda de la Gracia (5,7, final) -no
a nosotros, Señor-, pues la vida ascética es atacada desde el principio por
el diablo, que “cual león rugiente anda
alrededor, buscando a quien devorar” (1 Ped. 5,8). Para vencerle, Antonio “sometía su cuerpo y lo reducía a
servidumbre, para que habiendo vencido en algunos combates, no sucumbiese en
otros. Y decidió así acostumbrarse a una gran austeridad” (7.4).
La necesidad de una ascesis
continuada, sin cesión ni vacilación en circunstancia alguna, es una de las
claves de este libro. Al igual que a San Pablo, la fe garantizaba a Antonio la
convicción de que “cuando soy débil es
cuando soy fuerte”, y ello a pesar de las posibles penurias por su escasa
alimentación (el trigo que cultivaba o el agua del que bebía). En este sentido,
es especialmente interesante lo que nos dice San Atanasio acerca de que las
rigurosísimas costumbres alimenticias y vitales de Antonio no hacían mella en
su organismo, pues como indica claramente “el
estado de su alma era puro” (14.3).
Más aún, la santidad de Antonio contribuía, según nos indica uno de los pasajes
de la obra, a que hasta las fieras dejasen de molestarle, evocando así la
armonía original del hombre en el Paraíso (50.8).
El otro elemento esencial del
libro en el que debemos incidir es la presencia amenazante del diablo,
ejerciendo como tentador, pues a nadie odia más el diablo que al asceta
(como dice el Padre Fortea). En ese sentido, la obra parece ser una
advertencia al cristiano, de ayer y de hoy, para que, como señalaba el Apóstol,
asumamos que nuestra lucha no es “contra
la carne y la sangre, sino contra los principados, las potestades, contra los
dominadores de las tinieblas de este mundo, contra los Espíritus del mal que
están en las regiones celestes” (Ef. 6,12) (21,3). Aclaremos que la
intervención insidiosa del diablo a lo largo de esta obra no es una metáfora y
que conviene traer a colación aquello que ya en nuestro tiempo aseveró el papa
San Pablo VI: “Se sale del cuadro de la
enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia” (Audiencia
15 noviembre de 1972). Para cualquiera que haya leído alguna biografía de San Pío
de Pietrelcina (1887-1968), se asombrará del parecido de muchas de las escenas
de lucha –incluso física- de Antonio, con episodios su asombrosa vida. Nihil novum sub sole.
La guerra contra las fuerzas
diabólicas es, por lo tanto, uno de los nervios de esta excepcional obra. El
diablo comenzó atacando a Antonio inspirándole, primeramente, recuerdos de
cosas que había abandonado (5,2); luego
con pensamientos obscenos, los situados
en el ombligo del vientre (5,3), y
finalmente –hasta la conclusión de su vida- con palizas reales, ruidos
persistentes e imágenes de animales repugnantes y agresivos (8 y 9). De todos esos ataques salió
victorioso, incluso en los momentos de noche
oscura en que pensaba que el Señor le había abandonado, pues el Señor jamás
deja de proteger a sus hijos: “Antonio,
yo estaba aquí, pero quería ver tu lucha, y porque has resistido y no has sido
vencido, seré siempre tu defensor y haré que seas recordado en todo lugar” (10,3). Su huida, primero a un sepulcro
(8.1) y más adelante, con treinta y
cinco años, al desierto –el lugar bíblico donde moran por excelencia los
demonios- (11.1), (concretamente a
una fortaleza abandonada) (12.1), reactivaron
los ataques del diablo, a los que siempre vencía con la oración y la señal de
la cruz (13.5).
Es importante destacar cómo se
propagó la fama de Antonio, de modo que muchos años después numerosos monjes,
que habían imitado su ejemplo,
peregrinaban para verle y oírle. En una amplia sección de la obra (16 a 46), encontramos sus exhortaciones
a los monjes, que van desde la necesidad de vivir
cada día como si se fuera a morir, la doctrina católica sobre los demonios
–sobre todo no temerles, pues su poder está muy limitado por el triunfo de Cristo-
y, en definitiva, prestar mucha más
atención al alma que al cuerpo.
En el paralelismo que el autor,
de manera consciente, pretende hacer entre Antonio y Cristo, la obra nos
relatará algunos milagros que el Señor hizo por mediación de él, destacando
sobre todo la sanación de endemoniados. Y tanto si el Señor le escuchaba en sus
oraciones como si no, estaba convencido de que “la curación no procedía de él ni de ningún hombre, sino sólo de Dios,
que obra cuando quiere y como quiere” (56.1).
Con gran entusiasmo, Atanasio dirá que “Dios
le concedió ser el médico de Egipto” (87.3),
y asimismo ponderará sus facultades de “discernimiento de espíritus” (38.5) así como la capacidad de prever
el futuro, (como se puso de manifiesto cuando envió una carta a Balacio,
profetizándole el castigo que sobre él llegaría por su impiedad, como así
sucedió) (86.1-7).
“Poseía
una gran sabiduría y, lo que es admirable, sin haber estudiado era un hombre
sagaz e inteligente”, apunta Atanasio (72.1). Nos presenta así el inmenso contraste entre la profunda
sabiduría de Antonio y su escasa formación intelectual, pues cuando “se hizo un niño y (…) no quiso aprender las
letras, porque quiso estar lejos de la compañía de otros niños” (1.2). Sin embargo, confundía a todos
aquellos que acudían a él para burlarse por ser iletrado, pues demostraba
claramente que “el que tiene la mente
sana no necesita las letras” (73.3).
Desde el capítulo 72 al 79, las sabias palabras de Antonio a los paganos no
parecen sino una brillante glosa a los dos primeros capítulos de Primera
Corintios, reafirmando el poder de la fe frente a las trampas de los
razonamientos de los filósofos (78.1), de
tal modo que “nosotros nos apoyamos en la
fe en Cristo, pero vosotros confiáis en discursos sofistas” (78.2). Con gran agudeza, destacará
cómo el mundo alaba la religión pagana, mientras que persigue la religión
cristiana, produciéndose la paradoja de que “nuestra religión, sin embargo, florece y crece más que la vuestra” (79.3). Un gran argumento en favor de
la Verdad de nuestra fe.
Sin embargo, a diferencia de
sus disputas con los paganos, Antonio cumplía a rajatabla el mandato
establecido en 2 Jn. 10, y nunca quiso tener trato con los herejes de su
tiempo, los melecianos, los maniqueos y, sobre todo, los arrianos. De hecho, en una ocasión vinieron a
verle unos arrianos y él “los expulsó
violentamente de la montaña, pues decía que sus palabras eran peores que las
serpientes” (68.1-3).
Al igual que su biógrafo
Anastasio, Antonio consideraba al arrianismo una “herejía precursora del Anticristo” (69.2). En relación con esta grave desviación profetizará aquella
desdicha que también lamentó San Jerónimo: “el
mundo se despertó con un llanto cuando se descubrió arriano”. Vuelto a su
montaña interior, Antonio tuvo una visión y anticipó la catástrofe doctrinal
que supuso para la iglesia del siglo IV el error arriano: “La ira dominará a la Iglesia y será entregada a hombres semejantes a
bestias irracionales. He visto la mesa de la Casa del Señor y alrededor de
ella, por todas partes, mulas que daban coces a los que estaban dentro, como
dan las bestias que no están domesticadas. Habéis visto cómo me lamentaba, pues
oí una voz que decía “Mi altar será corrompido” (82-6-8). No obstante, profetizará también el futuro triunfo de la
verdad, pues “la fe religiosa se
extenderá por todas partes segura y en plena libertad” (82.12).
Las últimas instrucciones
sobre su muerte, nos permiten testar una vez más la grandeza y el temple de este
anacoreta. Reitera una vez más el consejo capital de “vivir como si fuesen a morir cada día” (19 o 89). Y añadirá: “No temáis los demonios”; “Respirad siempre a
Cristo y creed en Él” y “no tengáis
trato con los cismáticos, y menos con los herejes arrianos” (91.3-4), pues como el mismo San Pablo,
era consciente de que “Si Cristo está con
nosotros, quién contra nosotros” (Rm. 8,31). E insistirá finalmente en que
se le dé un entierro cristiano –sin las costumbres paganas de los egipcios (90.1-5)-, pidiendo con gran humildad que se esconda su cuerpo bajo tierra y que no dé
razón del lugar de entierro (91.7), pues
“en el día de la resurrección de los
muertos, yo lo recibiré incorrupto del Salvador” (91.8). Finalmente, con un sencillo retrato de Antonio y su fama (93), y el consejo de la lectura de su
vida, el obispo de Alejandría concluirá esta obra (94).
En definitiva, es muy
recomendable la lectura de esta biografía, porque recuerda a todo lector cristiano
el carácter de milicia, día a día, de su vida. Sin necesidad de llegar a los
extremos que nos muestra este bellísimo libro, sí puede extraer del mismo la
centralidad de Cristo en su vida; poner su confianza en Él más que en sus
propias fuerzas, pero sin olvidar que, como dice la Escritura, “Si te acercas a servir al Señor, prepárate
para la prueba” (Sir. 2,1). Para
ello es indispensable la ascesis, el esfuerzo espiritual permanente en el
cristiano (aspecto lamentablemente relegado hoy día, incluso en ámbitos
eclesiales). Esa ha sido el motivo del éxito permanente de este libro en el
pasado, pues siempre ha inspirado a generaciones de cristianos para desear ser
dignos del inmerecido don de la fe que han recibido. Y esa es la razón, a mi
juicio, por la que debe volver a ser leído, meditado e imitado por los cristianos
de nuestro tiempo (siempre en el estado que el Señor nos haya dado a cada uno),
pues quién duda que asumir e implementar su sabiduría perenne ayudaría a frenar
y hasta revertir el retroceso dramático de la fe en nuestro mundo occidental.
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