viernes, 3 de febrero de 2023

El teólogo, el carbonero y la resurrección de Cristo.

Qué hace falta para ser teólogo? - Cursos.com


NOTA: Los hechos, circunstancias y personajes de este relato satírico son íntegramente ficticios. Pero las ideas que expone el protagonista principal han sido espigadas por su autor entre diversos escritos de mediáticos teólogos católicos (al menos cuatro están citados literalmente). Dejo a la sagacidad del lector identificar a éstos, y para facilitar esa tarea daré una pista: las hipótesis de cada uno de ellos sobre cómo se produjo la creencia en la resurrección del Señor son más ficticias aún que este mismo relato, para que vuestra fe dependa más del poder de Dios que de la sabiduría de los hombres (1 Cor. 2, 5).

I

El famoso "teólogo", que escribe habitualmente en los más importantes periódicos y digitales progresistas, es noticia de rabiosa actualidad. Nuestro pensador de frontera va a dar una conferencia en un teatro del centro de la ciudad. El motivo es la presentación de su libro, recientemente publicado, de sugerente título: "La resurrección de Jesús: mito o hecho". Las más importantes terminales informativas del país han destacado, en su sección cultural (no religiosa), el magno evento, y merced a tan intensa publicidad el teatro está a rebosar. Muchos se han quedado a las puertas del recinto, sin poder acceder, lo que es aprovechado por un joven cura invitado (reconocible por el alzacuellos), sentado en la primera bancada junto al Vicario General de la Diócesis, para hacer una pía broma entre risas: "muchos han sido los llamados y pocos los elegidos". En fin, que todo aquí suscita júbilo.

La conferencia, de una hora y media aproximadamente, se desarrolla en un ambiente casi familiar, debido a la buena disposición del entregado público y al gracejo del escritor/teólogo al exponer tan dificultoso tema. Los espectadores escuchan en riguroso silencio, pero en ocasiones ríen y aplauden a rabiar. Y muy a menudo se emocionan. Y eso que se trata de un asunto grave que hay que estudiar seriamente  -afirma el teólogo al principio-, pues la resurrección de Cristo es el dogma central de la fe cristiana y es imprescindible  tratarlo con objetividad, pero partiendo de una base metodológica bien asentada: no puede ser conceptuado como empírico ni histórico un hecho sobrenatural;  por tanto, su admisión desde esa perspectiva sólo puede producirse por la fe. El teólogo, en fin, va sintetizando las ochocientas y pico páginas de su libro (a las que se añaden cien más de selecta bibliografía), y desarrolla brillantemente esa idea central.

Hablemos claro -afirma con convicción-, no podemos admitir hoy el hecho material de que el cadáver de Jesús desapareciera físicamente de su sepulcro, rompiendo o abriendo la losa, violando las leyes biológicas; esa idea es infantil, mítica y debe ser descartada por el hombre moderno. Pero ese reconocimiento desmitificador no debe ser doloroso sino luminoso; no debe frustrarnos, al contrario, reactivar nuestra fe, hacerla adulta. Asimilemos que los discípulos -sobre todo las mujeres que amaban a Jesús-, llegaron a la feliz conclusión de que ese lóbrego lugar -un sepulcro a escasos metros de un horrendo lugar de ejecución- no podía ser el cierre definitivo de su vida y su acción salvadora, pues la entrega y muerte de Jesús (ya) es resurrección, es un morir al interior de Dios. Pero no sólo las mujeres. El mismo Pedro y los demás discípulos necesitaban que el Señor estuviese vivo para que les fuese perdonada su cobardía, luego debieron interiorizar ese evento asombroso: Jesús les ofrece de nuevo la salvación; ellos lo experimentan en su propia conversión; por tanto Jesús tiene que estar vivo. No hay engaño, por supuesto. Hay "iluminación". Retengan esa palabra, recalca el teólogo a cada momento con su encantadora sonrisa. 

El público casi levita al oír una y otra vez ese taumatúrgico vocablo. Muchos y muchas derraman lágrimas; todos y todas tienen una gozosa impresión ser muy inteligentes, de entrar en un mundo nuevo y liberarse de viejos esquemas periclitados; asumen que la fe debe evolucionar y no atascarse en lo milagroso, porque hoy sabemos perfectamente -recalca silábicamente el conferenciante- que los-mi-la-gros-no-e-xis-ten. "No se trata, pues, de milagros sino de experiencias especialmente vivas que, rompiendo la rutina de lo normal, abren los ojos y dejan caer en la cuenta". 

Para concluir, nuestro conferenciante resume las cien últimas páginas de su libro, dedicadas a analizar con meticulosidad dos posibilidades: una, que José de Arimatea hubiera sacado el Cuerpo de la tumba al término del Shabat -pues era impropio que un crucificado yaciera en su sepulcro hereditario-, y dos, que las mujeres, tan nerviosas y asustadas, hubieran confundido el sepulcro la mañana del domingo, pues todavía había tinieblas como recalcan los cuatro evangelistas. No descarta esto último, y piensa incluso que ese error involuntario -fijarse providencialmente en una tumba abierta y vacía, cercana a aquella en la que seguía reposando el Cuerpo del Maestro- puede y debe combinarse coherentemente con una convicción de fe pura: no puede sujetarse a la muerte quien nos ha traído una salvación tan poderosa.

"Esa certeza activó todo lo demás, y como cristianos eso nos basta y no cuentos de hadas", concluyó. 

La totalidad del público, como un resorte, se puso en pie, y durante varios minutos sonaron atronadores aplausos y abundantísimos "bravos".

II

Con regocijo se abalanzan los espectadores hacia el pupitre del orador, previo paso por una antemesa, en la cual, por un no módico precio, se puede adquirir el voluminoso y deseado ejemplar. Mientras firma libro tras libro, va recibiendo efusivos elogios y hasta confesiones íntimas de algunos oyentes sobre la ceguera en la que estaban sumidos hasta que su conferencia les iluminó. Desgraciadamente -como suele ocurrir en estas ocasiones- aparece algún recalcitrante, algún tradicionalista carca, algún refractario, algún pepinillo en vinagre..., uno que había comprado, leído y subrayado el libro antes de la presentación, y que lo trae, no para que el autor se lo dedique, sino para comentarle unas incómodas observaciones anotadas a pie de página. Éste le escucha mientras sigue firmando los libros que le presentan sin alterar su sonrisa,  y así continúa hasta que prácticamente se queda a solas con tan picajoso interlocutor. Entonces, el teólogo, molesto, adopta al principio un tono defensivo y hostil:

- Pero vamos a ver, señor mío. ¿Qué le pasa a vd.? ¿No le ha gustado mi obra? Se han hecho de ella  positivas reseñas en las más importantes universidades de teología europeas. 

- No es eso. Sólo quiero que me aclare una cosa. Porque tras estudiarlo detenidamente y asistir a su conferencia no me queda claro si vd. cree en la resurrección, tal y como la propone la Iglesia.

- Pues claro que sí, querido amigo. Soy cristiano como vd. ¿Cómo no voy a creer que Cristo vive? Los católicos aceptamos los artículos del Credo. ¿Para qué he escrito un libro de más de ochocientas páginas y he dado esta conferencia? Se lo respondo sin reservas: para explicar e iluminar, como un teólogo en permanente diálogo con los grandes filósofos y científicos, este difícil artículo de fe. Y para hacerlo comprensible a un mundo como el nuestro que, gracias a los avances de la ciencia, ya no cree en magias ni milagros. Afortunadamente.

- Ya, ya...pero sinceramente -replica el interlocutor en un tono resignado- pienso que lo que vd. ha contado nada tiene que ver con lo que nos narran los Evangelios o San Pablo.  

El teólogo -percibiendo ese ademán de retirada de su pesado interlocutor-, se atreve a exponerle con paciencia y cariño sus más íntimas convicciones.

- Mire, mi caro amigo. Dedico un capítulo completo a tratar de los géneros literarios. En la bibliografía encontrará estupendas obras, sobre todo alemanas, que se ocupan de ese fundamental problema de la génesis y los estratos de la redacción de los Evangelios. Y se lo digo con franqueza: comprendo perfectamente que si los discípulos de Cristo hubiesen usado un lenguaje que describiese con precisión lo que sucedió (o mejor "les sucedió), hoy probablemente no existiría el cristianismo. Gracias a Dios, esas deliciosas narraciones que nos han legado dieron forma, materia y universalidad a una experiencia que, por subjetiva, era inefable e intransmisible. Y hoy, merced a esos relatos, tanto vd. como yo creemos en Jesús de Nazaret. ¿No es estupendo? Y ambos sabemos que esa experiencia nos salva ¿A que sí?  ¡Venga! ¡Madure en la fe, no se quede en mantillas, no sea un carbonero! -dijo, recuperando su encantadora sonrisa. 

El interlocutor -ahora carbonero-, algo confuso con la palabrería del teólogo, se rasca la cabeza durante unos instantes, pero al cabo le dice:

- ¿Sabe lo que le digo? Que tiene razón. Si los discípulos hubieran contado la resurrección de Cristo como vd. dice que les sucedió, sería una verdadera tragedia. Pero a la vez una maravilla.

El teólogo eleva las cejas con sorpresa y pregunta expectante:

- ¿Y eso por qué?

- Pues porque si las mujeres, Pedro y los otros discípulos hubiesen narrado la resurrección tal y como vd. afirma que les sucedió, el cristianismo es verdad que no existiría....

- Y eso sería una tragedia -se anticipó el teólogo sonriendo.

- Efectivamente, sería una tragedia inmensa. Pero tampoco existirían teólogos. Y eso sería maravilloso -concluyó el carbonero.     



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