Hoy, Jueves Santo, es
un día muy adecuado para meditar en Quién es verdaderamente Cristo para
nosotros. Y unidos a la Iglesia que fundó sobre Pedro y su confesión de fe, creemos en Él, en su
doble condición de Señor de todo lo creado y, a la vez, esclavo de cada uno de
nosotros. Porque siendo Dios, hoy lo vemos lavándonos
los pies con extrema humillación. Y si asumimos de verdad las consecuencias de tal imagen es imposible
que nuestra vida pueda seguir siendo la
misma. ¿Comprendéis lo que he hecho?, nos
preguntó a continuación.
La humildad de Cristo es tan infinita como su poder, y por
eso es muy difícil conciliar ambos aspectos que tantos errores y quebraderos de
cabeza provocó en los teólogos en el
pasado (y en algunos del presente). El
gran error de la predicación, antes y ahora, es omitir, desequilibrar o
minimizar alguno de ellos, que deben ir siempre radicalmente unidos: el
Pantocrátor y el esclavo. El Señor de todo, y el más humilde servidor, que se
arrodilla ante nosotros para limpiarnos nuestros pies sucios (y nuestras almas,
más sucias aún), como hizo un día como hoy en una casa de Jerusalén.
El pasado se centró en el Dios todopoderoso y humanizado que
nos juzgará, pero hoy la teología suele desplazar ese rasgo y destacar al
hombre excepcional que pasó por el mundo sirviendo y haciendo el bien, con su predicación y con sus actos. Pero ambos
elementos son inescindibles y hay que tenerlos presentes siempre, en la cabeza
y en el corazón. No hay un Jesús y un Cristo, no hay dos personas como pensaba
erróneamente Nestorio. Sólo uno, un solo Señor Jesucristo, con una doble
naturaleza, divina y humana, como recuerda el símbolo de nuestra fe.
Precisamente por integrarse en su única Persona ambas
naturalezas podemos comprender por qué debemos amarle como le amamos. Con un
solo amor, cierto, pero tan inmenso como
el profesado a Dios, y a la vez tan intenso
como el que podemos entregar a una persona humana, al hombre que hizo lo
que ningún otro de la historia pudo hacer: darnos la más sublime sabiduría,
salvarnos con su obra y su palabra, y elevarnos a su condición divina por el amor.
Por eso, cuando vaya a juicio, allí estará Él como juez de mis
acciones, y lo primero que veré será al Pantocrátor, porque Él es Dios (y sentiré temor ante su justicia,
precisamente porque sé que será absolutamente justa). Pero en un instante mi
corazón me dirá que quien me juzgará murió precisamente para que mis pecados no
se me imputasen ante Él. Entonces ¡bendita sea su misericordia y su amor! veré
al humilde Señor, que me abrirá la puerta de la sala donde celebra su eterno
banquete, y se ceñirá –como aquel emotivo jueves en Jerusalén- para servirme.
Como si yo fuera el señor y Él el esclavo.
Esto es una locura,
pero también es la quintaesencia de nuestra fe, como reconoció con franqueza y
emoción San Pablo. Y ante la belleza y magnitud de tal inmenso misterio divino,
sólo podemos callarnos y alabar en el corazón. O acaso usar las palabras que de
manera insuperable escribió en su Carta a los cristianos de Roma:
"Pues estoy seguro de
que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni
lo futuro ni las potestades ni la altura
ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro". (Rm. 8, 39)
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