viernes, 29 de diciembre de 2023

La amnistía de Dios y los simulacros del diablo.


I

Si uno se fija atentamente, el cristianismo es ante todo la historia de una amnistía universal que Dios ha regalado a la humanidad. Amnistía anunciada vigorosamente por los profetas del Antiguo Testamento, y que fue establecida solemnemente al comienzo de la vida pública de Nuestro Señor Jesucristo, cuando la proclamó en la sinagoga de Nazaret, ante el pasmo de los que le escuchaban. En efecto, el Señor leyó entonces unos sublimes versículos de Isaías, aplicándolos a su Persona:

"El Espíritu del Señor está sobre mí

porque me ha ungido para proclamar a los pobres la Buena Noticia,

me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos

y la vista a los ciegos,

para dar la libertad a los oprimidos

y proclamar un año de gracia del Señor"

                          (Lc. 4, 18-19).

El sentido de este último e impresionante versículo debemos encontrarlo en aquella otra promesa de Dios a su pueblo, en virtud de la cual: 

"Yo Soy, Yo Soy quien borra tus delitos por Mí Mismo, y no me acordaré de tus pecados"

                                                            (Is. 43,25).

Idéntica reflexión encontramos en el profeta Miqueas, que profetizó sobre el siglo VIII a.C:

"¿Qué Dios hay como Tú, que quite la iniquidad

y pase por alto la prevaricación al resto de tu herencia?

No mantendrá por siempre su cólera

porque gusta de la compasión.

Volverá a compadecerse de nosotros,

hollará nuestras iniquidades

y arrojará a la profundidad del mar

todas nuestras iniquidades"

                                                     (Miq. 7, 18-19). 

El día de Pentecostés, Pedro y los demás apóstoles anunciaron la llegada del Espíritu Santo -el inicio del perdón y sus condiciones-, usando una preciosa expresión trinitaria:

"A ese Jesús lo resucitó Dios, cosa que de la que todos nosotros somos testigos. Así pues, una vez que ha sido elevado a la derecha de Dios, y ha recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado, que es esto que vosotros veis y oís"   (Hch. 2,32-33).

La promesa del perdón absoluto de las prevaricaciones no sólo abarcaba al pueblo judío, sino a la humanidad entera, y requería el bautismo en el nombre de Jesucristo, a fin de que el Espíritu Santo operase en el hombre una radical transformación, que el mismo Jesús resumió en la poderosa palabra "conversión" (Mc. 1,15):

"Pedro les dijo: Arrepentíos, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para obtener el perdón de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo, pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, a cuantos convoque el Señor nuestro Dios" (Hch. 2, 38-39).  

La amnistía, cuyo principal efecto era el perdón de los pecados y el comienzo de una nueva vida, tenía sin embargo un tiempo fijado -el año de gracia del Señor-; en sentido bíblico un periodo indeterminado (1 Ped. 3,8) que concluirá con la segunda venida de Jesucristo para una restauración universal. 

"Así que arrepentíos y convertíos a fin de que se borren vuestros pecados , para que así vengan, desde la presencia del Señor, tiempos de alivio y envíe a Jesús, el mesías destinado a vosotros, a quien el cielo tiene que recibir  hasta el tiempo de la restauración universal , del que habló Dios por boca de sus santos profetas de antaño" (Hch. 3, 19-21).

La humanidad entera -aunque no lo sepa hoy porque no se predica- sigue viviendo bajo los los efectos de esa generosa amnistía, que concluirá cuando venga el Señor, restaure todo y juzgue a cada uno de los hombres por su acogida personal a ese don inmerecido que recibimos de Él.  A los que decidieron cobijarse bajo ella y aceptaron sus requisitos, les serán perdonados sus pecados y entrarán a ese reino restaurado; pero a los que insensatamente despreciaron esa inmerecida bondad del Creador, sólo les quedará oír de Él un terrible: "No os conozco" (Mt. 7,23). 

Por todo ello, como nos exhorta la Epístola a los Hebreos, "Así pues, no perdáis vuestra confianza, para que después de hacer la voluntad de Dios, consigáis la promesa (...). Nosotros no somos de los que se echan atrás cobardemente y terminan sucumbiendo, sino de aquellos que buscan salvarse por medio de la fe" (Hb. 10, 35 y 39).

II

Dios fijó esta bondadosa amnistía al inaugurar con su Hijo una nueva etapa de la historia de la humanidad,  del tiempo de la ley de Moisés al tiempo de la Gracia y la Verdad (Jn. 1,17), pues toda amnistía presupone el paso de una época antigua a otra nueva, la definitiva:

"No recordéis las cosas pasadas,

no penséis en lo antiguo.

Mirad, voy a hacer algo nuevo,

ya está brotando ¿No lo notáis?

                                               (Is. 43, 19).

Y es muy importante incidir en esto. La amnistía, por esencia, es única e irrepetible cuando se implementa en una nueva época histórica, sea política o espiritual. Es decir, no puede darse una segunda amnistía tras un tiempo iniciado con un perdón general después de una etapa histórica ya cancelada. Y no se puede porque supondría una desvalorización no sólo de la amnistía concedida, sino también -con mayor intensidad- de esa segunda, convertida en farsa. Repetir una amnistía implica asumir el fracaso de la primera, y es una blasfemia juzgar como fracaso la bondad de Nuestro Señor al traernos el perdón de nuestros pecados. La amnistía cristiana no es un juego, sino algo muy serio, pues "canceló el acta de acusación por nuestros pecados con sus cláusulas adversas a nosotros, lo quitó de en medio". Y lo hizo, nada más y nada menos, "clavándolo en una cruz" (Col. 2,14). La oportunidad que nos da Cristo es de una vez para siempre (Hb. 9,12), y la razón de su amnistía fue su amor inmerecido, en consideración a que con su Vida entre nosotros, hoy "estamos en la última hora" (1 Jn. 2,18). No hay, pues, otra alternativa que "conversión o muerte" y no habrá segundas oportunidades, no habrá posteriores amnistías, pues: 

"Si después de recibir el conocimiento de la verdad, pecamos deliberadamente ya no queda otro sacrificio por el pecado sino la espera angustiosa de un juicio y el fuego voraz que consumirá a los rebeldes" (Hb. 10,26-27). 

La amnistía por lo tanto es irrepetible, y se vincula directamente a un nuevo tiempo y a un "hombre nuevo" (Ef. 4,24), fruto de la conversión, de la metanoia, de un cambio de mente en el que debe permanecer siempre pese a los obstáculos. Porque se nos da la promesa de que "el que persevere hasta el final se salvará" (Mt. 24,13).  Sin segundas oportunidades. 

III

Ahora bien, si bajamos del Cielo de la Salvación y examinamos detenidamente el presente de nuestro país, uno observa que esta bonita palabra "amnistía", se ha deformado hasta tornarse irreconocible. Concretamente, en el terreno político pretende aplicarse -por segunda vez en nuestra actual historia constitucional- a sujetos que han cometido recientemente graves delitos contra la nación y el erario público. Gente muy soberbia y desagradecida que, tras conocer que van a ser amnistiados, se reafirman con arrogancia en el "ho tornarem a fer". A cuenta de ello, hay acalorados debates en periódicos, radios y televisión sobre si esa ley es o no constitucional, o si la cuestión de fondo es el peaje que un gobernante paga a los probados enemigos de la patria para no salir del poder (en román paladino, un acto de felonía), o sobre muchas más cosas conexas. Especialmente llama la atención los bruscos cambios de opinión de tantos políticos y periodistas acerca de este tema y, en definitiva -hablemos claro-, la miseria moral de al menos la mitad de nuestro parlamento nacional; unos diputados que han certificado con su voto favorable que son de la estirpe de Esaú, que vendió su primogenitura por un plato de lentejas. En fin, parece incomprensible que cada mañana se puedan mirar al espejo sin sentir vergüenza de sí mismos, aunque probablemente sean de aquellos que piensan ande yo caliente y ríase la gente. 

Por todo ello, creo que en esta chusca historia nos encontramos con una clarísima performance de ese ser al que Chesterton definió genialmente como el mono de Dios. Alguien a quien le gusta imitar el proceder del Altísimo, por ejemplo vendiéndonos amnistías disparatadas -sin las mínimas condiciones jurídicas y éticas para ello- a través de títeres humanos como el ególatra presidente de nuestro gobierno, de cuyo nombre no quiero acordarme. En cualquier caso -y como apuntamos anteriormente al tratar de la historia de la salvación-, llevado al ámbito político de nuestro país, el admitir una segunda amnistía (tras la de 1977) implica asumir el fracaso sin paliativos de nuestro periodo constitucional pues significa una impugnación abierta al sistema de 1978. Si es necesario transgredir burdamente los principios de legalidad y seguridad jurídicas para garantizar una presunta paz social en una región levantisca de nuestro país, se reconoce implícitamente que esa ley es mala; ergo la norma que en teoría debe garantizar la armonía entre los españoles -la constitución de 1978- es inútil. En última instancia -aunque suene fuerte- el objetivo es implementar un procedimiento para socavar nuestro actual Estado de Derecho, y abrir un túnel tenebroso de discordia nacional. Es decir, diabólico por los cuatro costados. Estoy convencido de que la mayoría de los diputados que han apoyado este dislate, aparte de cobardes y apesebrados, son bastante cortitos y cortoplacistas como para alcanzar las últimas consecuencias de sus actos. Sin embargo, respecto del presidente innombrable y del ser espiritual que le ha instigado, no tengo la menor duda de que conocen al dedillo el destino de esa siniestra hoja de ruta.

En fin, a qué seguir...; muchos han hablado de este tema en los últimos meses con mejores argumentos y no quiero continuar generándome bilis a causa de la repugnancia de contemplar cómo se deshacen delante de mis ojos los muros de la patria mía, por lo que lo dejo aquí.

IV

Y concluyo. Como hemos visto, el caso español apunta a una deformación diabólica de nobles y viriles conceptos como el perdón y la generosidad, pero eso es un síntoma local de una enfermedad universal y global que hoy podríamos denominar en sentido amplio buenismo, y que ha afectado gravemente al único administrador universal de esa amnistía divina, la Iglesia Católica.  A excepción de aquellos sitios  donde abiertamente se persigue a los cristianos, ya no luchamos por "la fe que los santos recibieron de una vez para siempre" (Jd. 3), sino por otros objetivos mundanos como la paz, la ecología, la tolerancia,..., cosas que no son malas en sí mismas, pero inútiles para procurarnos la salvación, si no se ligan "al buen combate de la fe" (1 Tim. 6,12). Ya no aspiramos a que el cristiano viva en un estado de "vela" (como nos exigió Jesús -Mc. 14,38-), consciente de que su existencia cristiana es una milicia sin cuartel contra el pecado. Ahora deseamos que pase su vida cómodamente, sin la menor tensión escatológica y que pueda ser bendecido -¿y por qué no amnistiado?- aunque viva y permanezca por sus pecados apartado de la Gracia de Dios (véase fiducia supplicans). Se busca, en fin, la convergencia de los eternos principios cristianos con los valores que el mundo occidental impuso hace tres siglos, pero se produce el nocivo efecto de deformar los nuestros -los eternos- y confirmar los otros -los caducos-; de diluir los primeros en los segundos. 

En consecuencia ¿nos puede extrañar que el Señor dijese que cuando vuelva no encontraría fe en la tierra? ¿Nos sorprende que se nos advierta en las Sagradas Escrituras que "si uno se ha alejado de la inmundicia del mundo por el conocimiento de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo y de nuevo se deja enredar y se rinde su final es peor que su principio" (2 Ped. 2,26)? ¿Comprendemos hoy aquella parábola que narró el Señor en la que un demonio abandonó a una persona, pero luego volvió a ella con varios demonios más y "el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero" (Lc. 11, 24-26)?

Si no la comprendemos, deberíamos avanzar un poco más en la lectura del pasaje para darnos cuenta de que el Señor no sólo hablaba a sus discípulos sino preferentemente a nosotros hoy. Y para advertirnos, -sin buenismo alguno, con la fuerza de su Palabra performativa- que "así acontecerá también a esta mala generación".

En suma, la amnistía de verdad, la que el Padre regaló a todos con su Hijo Jesucristo, dejará fuera a muchos de esta generación nuestra, porque definitivamente ha sido juzgada como mala al preferir los simulacros del diablo.


   

viernes, 20 de octubre de 2023

La Epístola de Plinio el Joven a Trajano sobre los cristianos.




SOBRE EL AUTOR Y SU ÉPOCA

Plinio Cecilio Segundo, llamado comúnmente Plinio el joven, fue un escritor y político latino, sobrino del famoso naturalista Plinio el viejo, quien murió víctima de su curiosidad científica al acercarse a contemplar la erupción del Vesubio que cubrió Pompeya y Herculano en el año 79 d.C. Nació en Como sobre el año 61 d.C. y murió hacia el año 114 d.C, poco después de componer la carta objeto de nuestro comentario, cuando ejercía el cargo de gobernador de Bitinia, zona del imperio romano situada en el norte de la península de Anatolia (Asia menor). De su obra destacamos un Panegírico a Trajano y sus Epístolas publicadas en diez libros, donde siguiendo la cadencia estilística de Cicerón, nos narra con elegancia hechos de interés público y privado de la época en la que le tocó vivir.

La carta que vamos a comentar se ubica en el último libro de su Epistolario, siendo por tanto de las últimas que compuso durante su vida y se dirige al emperador Trajano, que gobernó desde el 98 d.C hasta el año 117 d.C, y bajo cuyo mando el Imperio Romano alcanzó su máxima extensión territorial con su victoria sobre Decébalo y la conquista de la Dacia (actual Rumanía), y la exitosa empresa frente a los Partos a los que venció en el año 116 d.C.

La Epístola se redacta sobre el año 112 d.C., en un periodo de paz de Roma, tras la conquista de la Dacia (101-106 d.C.), y poco antes de iniciarse la exitosa campaña del emperador de Itálica contra Partia.   

I

La Epístola puede datarse entre finales del año 111 d.C. y enero del 112 d.C. y suele considerarse el primer testimonio escrito de un escritor pagano sobre el cristianismo y la misma existencia de Cristo, cuatro años anterior a aquel texto de los Anales de Tácito (55-120 d.C.) y ocho a la referencia de Suetonio a Chrestus en su Vida de Claudio. El libro de Tácito refiere la primera persecución romana contra los cristianos en tiempos del emperador Nerón (cuya redacción podemos situarla en el año 116 d.C.) y el de Suetonio alrededor del 120 d.C (1).

Nos encontramos ante carta oficial de un gobernador local a la máxima autoridad del imperio romano, y cuyo tema es la aplicación del derecho punitivo romano sobre el grupo emergente de cristianos. Es confirmada la naturaleza pública del documento por la respuesta que envió el emperador a Plinio en misiva posterior con reglas normativas para abordar estos asuntos.

El motivo de la carta es solicitar a la máxima autoridad imperial unas instrucciones sobre el modo de tratar jurídicamente las numerosas denuncias que se interponían contra cristianos. La carta comienza con las dudas del gobernador, que no distingue bien por qué hechos o en qué medida deben ser castigados los cristianos. Dudas, por tanto, de hecho y de derecho, dado que, como Plinio reconoce, nunca ha participado en investigaciones sobre los cristianos. La cuestión más interesante que plantea es si la mera circunstancia de ser cristiano el denunciado (o su obstinación tras el interrogatorio) era en sí algo punible, o si se requiere además otras actividades o acciones contrarias al derecho de Roma (aunque no se hayan cometido hechos reprobables). Igualmente, si se debe juzgar de manera diferente por razón de edad de los acusados.

El gobernador expondrá al emperador su proceder en esos casos, a fin de que éste ratifique o corrija su manera de actuar. Eso prueba que en aquella época no había edictos que específicamente castigasen el hecho de ser cristianos, más allá de ser considerada una supersticio ilícita dentro del imperio y ante la cual los gobernadores locales –que poseían el ius gladii- poseían un amplísimo margen de maniobra legal (desde la plena tolerancia hasta el castigo severo).

Si los cristianos son ciudadanos romanos, los remite al juicio del emperador (como encontramos en el caso de Pablo, Hch. 25,11-12). Si no son ciudadanos, esto es, si entran dentro de su jurisdicción, les interrogaba sucesivas veces sobre si eran o no cristianos, y en el caso de obstinación en su respuesta afirmativa -aun después de ser amenazados con suplicios-, los condenaba a muerte, por tal pertinacia y obstinación inflexible, “atrapados por la misma locura” de esa “superstición irracional desmesurada”.

Si negaban ser cristianos directamente, si invocaban dioses paganos según una fórmula que se les ofrecía ad hoc, si ofrecían sacrificios a la imagen de Trajano y si, además, maldecían a Cristo, los ponía en libertad.

II

Sin embargo, el problema había alcanzado tal magnitud que prudentemente Plinio decidió suspender la investigación y solicitar el consejo del emperador dado el gran número de denuncias (muchas anónimas) y de denunciados –de toda clase social, edad y sexo, en ciudad, aldea y campo-. Esa relevancia nos confirma algunos datos fundamentales de naturaleza sociológica:

·       Primero, la gran implantación del cristianismo en Asia menor, región evangelizada por San Pablo sesenta años antes (aunque curiosamente no en la región de Bitinia de donde procede la carta pues, como nos dicen los Hechos de los apóstoles (Hch. 16,1), Pablo, Silas y Timoteo intentaron dirigirse a Bitinia pero no lo consintió el Espíritu Santo); implantación que también tendría repercusiones socioeconómicas como veremos.  

·       Segundo, el hecho de que la verdad de Cristo fuese permeable a todo tipo de personas, fuese cual fuese su espectro social, lo que será ratificado algo más de un siglo después por el apologista cristiano Tertuliano, en su Apología.

·       Tercero, también podemos intuir que algunas de las conversiones al cristianismo –ya a inicios del siglo II- no eran muy auténticas dado que de la carta se deduce que había bastantes apostasías. Como si algunos fuesen cristianos por el gusto de novedades, en concreto por el atractivo de una nueva religión diametralmente opuesta al paganismo reinante, con un amplio servicio de beneficencia pública y que consideraba iguales en dignidad y ante Dios a todas las personas, con independencia de su sexo o posición social (algunos eran esclavos, como cuenta la carta sobre dos esclavas que eran servidoras y que fueron sometidas a tormento (¿diaconisas en el sentido de Rm 16,1 o 1 Tim. 3,11?). Pero ante la persecución y las amenazas, algunos cristianos vacilaban y volvían a sus cultos paganos, lo que un siglo después –bajo Decio- generaría la grave polémica de los lapsi.

·       Cuarto, que las numerosas denuncias contra los cristianos son la prueba no sólo su gran implantación en la sociedad romana sino también del odio que suscitaban a la mayoría de los paganos del imperio, los cuales usaban cobardemente el instrumento de la denuncia anónima, algo propio de personas mezquinas y envidiosas. Así lo confirma el emperador en su carta de respuesta, donde además de alabar el proceder de Plinio  le ordenará que no diera curso a las denuncias anónimas.

III

Desde el punto de vista de la historia del cristianismo la carta es fundamental para entender aspectos importantes de las creencias, el culto y la conducta moral de los cristianos de inicios del siglo II, y su repercusión en la economía imperial:

- Aspecto DOCTRINAL.-  Carmenque Christo quasi deo dicere secum invicem”. Es sin duda el aspecto doctrinal más significativo sobre la religión cristiana que expone Plinio, tras interrogar a algunos cristianos. En primer lugar, como dijimos, es el primer testimonio pagano sobre la existencia de Cristo. En segundo lugar, los cristianos eran conscientes de la divinidad de Cristo, y le rendían homenaje como si fuera Dios. No podemos llegar a más -desde el análisis estrictamente histórico- acerca de cómo era entendida entonces la divinidad de Cristo, bajo qué categorías la explicaban o cómo lo conciliaban con la unicidad absoluta de Dios, cuestión que se plantearía con fuerza dos siglos después tras la irrupción del arrianismo. Por tanto estamos ahora muy lejos de las polémicas cristológicas que suscitó Arrio en el siglo IV y que se resolvieron en el Concilio de Nicea (325). Ahora bien, en ningún caso queremos insinuar con los matices anteriores que la fe de aquellos primitivos cristianos fuese deficiente o imperfecta, pues esta referencia de Plinio es un indicio claro de que creían firmemente en la divinidad de Cristo y que aquellos cristianos tenían la misma fe católica plena transmitida por los apóstoles. Además, aquí podemos apreciar cómo a través del culto, de la liturgia, se preservaba dicha fe.

- Aspectos CÚLTICOS y MORALES.- Muy interesante, aunque somera, es la relación que hace Plinio del culto cristiano, aludiendo en primer lugar al determinado día en que solían reunirse, “antes de salir el sol”, con lo que nos remite al domingo, dies solis, dies Dominicus, el primer día de la semana en el que resucitó Jesucristo, donde tenemos constancia desde la época apostólica que solían efectuarse las reuniones litúrgicas (1 Cor. 16,2) (Hch. 20,7). Como decimos, Plinio no entra en los pormenores de la celebración litúrgica, pero sí se destacan los himnos a Cristo “como si fuese Dios” (que vimos anteriormente) y los serios compromisos mutuos de una vida santa (“con juramento”). Percibimos aquí que el fuerte nivel de exigencia moral de las primeras comunidades cristianas, en el que insistía constantemente San Pablo en sus Cartas, se extendía en el tiempo. Y también el hecho de que la práctica paulina que el Apóstol recuerda en 1 Cor. 11, 20-22, relativa a las fraternas comidas post-litúrgicas, seguía aplicándose en esa comunidad de Bitinia a inicios del siglo II. 

- Aspectos JURIDÍCOS ASOCIATIVOS.- En relación con esas reuniones litúrgicas, se planteaba otra cuestión jurídica por el hecho de que los cristianos se estaban reuniendo en su propio collegia sin tener el permiso previo autorizado por Roma, exigible desde el final de la República (I a.C), por los temores de los gobernantes de ser foros de conspiración contra el gobierno. En ese sentido, los collegia cristianos no fueron legales hasta el Edicto de Constantino. Plinio expresamente alude a un decreto que promulgó que, según indica, fue eficaz en el sentido de que “habían abandonado tales prácticas después del decreto” y, como veremos a continuación, ayudó a que se normalizase el comercio de la carne sacrificada y el retorno a los templos paganos.

- Aspectos SOCIOECONÓMICOS.-  Señala el gobernador que los cristianos se reunían para una comida “por lo demás ordinaria e inocente”. Quizás haya que vincular esa mención a lo que establece al final de la carta en relación a los efectos del Decreto del que hablamos en el punto anterior: que por todas partes se vende la carne de las víctimas –sacrificadas a los ídolos- que hasta ahora tenían escasos compradores.

Es importante señalar que el incremento del número de cristianos, tuvo unas importantes consecuencias socioeconómicas, desde la misma época apostólica. Así, los Hechos de los Apóstoles (19,23 y ss.), nos narran un incidente con los plateros de Éfeso, ya que a causa de las numerosas conversiones se redujeron las ventas de las estatuillas de la diosa Artemisa, siendo el Templo de Artemisa uno de los grandes motores económicos de la ciudad de Éfeso, lo que irritó a los artesanos de esa gran ciudad de Asia Menor: “Esto es muy peligroso porque nuestro negocio puede venirse abajo” (Hch. 19,27). El rechazo de los cristianos de Bitinia a comprar y comer las carnes sacrificadas a los ídolos nos remite a los decretos del llamado Concilio de Jerusalén (49 d.C.), en el que se prohibía la compra para consumo de la carne sacrificada a los ídolos, si bien esa norma se matizó por el propio San Pablo –véase el cap. 8 de 1 Cor-, que insistía más en evitar escándalos ante cristianos poco formados, que en el hecho en sí de esa comida pues “Claro está que el hecho de que Dios nos acepte no depende de lo que comemos” (…) pero si “a causa de mi comida hago yo caer en pecado a mi hermano, mejor será que no coma carne para no ponerle en peligro de pecar” (1 Cor. 8,13). Caridad fraterna frente a rigidez alimenticia.

Deduzco, en definitiva, de esa reflexión de Plinio sobre los problemas de venta de la carne, que en la comunidad cristiana de Bitinia, sesenta años después, se aplicaba escrupulosamente el decreto del Concilio de Jerusalén (sin las matizaciones paulinas), lo que unido al hecho de que había ciertas apostasías (incluso de cristianos con veinte años de fidelidad), probaría de que se trataba de una comunidad aún no muy consolidada (ya hemos dicho que esa zona de Asia Menor no fue visitada por San Pablo). La circunstancia, anotada por Plinio al final de su carta de que, merced a su Decreto, vuelve a frecuentarse los tempos y a normalizarse la venta de la carne de víctimas a los ídolos, nos reafirma en nuestra tesis.     

IV

QUÉ SE PERSIGUIÓ A LOS CRISTIANOS? ¿QUÉ BASE JURIDICA SE UTILIZÓ?

Son cuestiones controvertidas, pues aún existen varias explicaciones en juristas e historiadores que no son concordantes, teniendo en cuenta que no fue hasta el siglo III cuando la persecución a los cristianos se regló por medio de la ley (edictos), coincidiendo con una mayor conciencia de las autoridades acerca de la naturaleza del cristianismo. Ya no sólo se trataba de una supersticio ilícita de individuos, sino de una religión organizada, con dirigentes, servicios sociales y libros sagrados, y que negaba las fundamentales instituciones religiosas de la religión romana y del Estado (muy unidos): los cultos de sus templos y la divinización de sus emperadores.

A mi juicio la mejor explicación de esas persecuciones (realizadas con escasa apoyatura legal hasta el siglo III), la da el gran jurista alemán Theodore Mommsen, que ubicó las mismas dentro del poder coercitivo normal de todo Estado. Es lógico que si hay grupos que se reúnen en secretos collegia, que se niegan a prestar adoración al emperador o incluso perturban gravemente el tráfico socioeconómico, negándose a comprar determinados productos, pueden ser juzgados como contrarios al orden jurídico-religioso, político y económico de Roma, y reprimidos. Hoy día somos muy escrupulosos con el aforismo jurídico "nulla poena sine lege", pero en esa época la discrecionalidad de los gobernadores para perseguir conductas que estimasen contrarias a la estabilidad religiosa y política de Roma era amplísima. La objeción acerca de por qué Plinio acude al Emperador a pedir consejo, a mi juicio, tiene una fácil explicación y es el hecho de que acontecimientos aislados se convierten con el tiempo en un verdadero problema público y generalizado, que requiere prudentemente recabar el dictamen de la autoridad superior (la cual confirmará la praxis del inferior, precisamente porque entra dentro del poder coercitivo de todo Estado).

Menos convincente me parece acudir al expediente del derecho penal romano, primero porque es difícil ubicar las conductas de los cristianos, aparte de sus reuniones ilícitas, en los tipos delictivos propios del derecho punitivo estatal. Y, sobre todo, porque, como reconocen los propios paganos, los cristianos velaban de manera prioritaria por una vida santa (entre ellos y con los demás hombres). Y, además, en sus Escrituras se insistía en la obediencia a las autoridades y hasta legitimaban su poder coercitivo (Rm. 13, 1 y ss., 1 Tim. 1, 8-10 o 1 Ped. 2,13 y ss.), si bien señalando con claridad la obligación de “obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch. 5,29). De los cristianos se decían barbaridades (desde antropofagia hasta incesto), pero cualquier autoridad sensata, con una básica investigación, se daba cuenta enseguida de que eran insidias sin fundamento.

Por último, y aunque defendida por autores católicos, no me convence tampoco la razón de que existieran leyes especiales contra los cristianos, pues sólo hay constancia segura de que esas leyes se promulgaron a partir del siglo III. La primera persecución romana conocida –la de Nerón- no tuvo la más mínima apoyatura legal (al menos no la conocemos, a pesar de un testimonio de Tertuliano que cita un Institutum Neronianum), y sólo se fundó en la conocida imagen del chivo expiatorio, que serviría para ocultar los crímenes de un tirano. Para las siguientes persecuciones no será necesario acudir a una ley especial sino al hecho, que recuerda Mommsen, de que las conductas cristianas cuestionaban el orden religioso-político de Roma, y según la percepción, discreción o crueldad de cada gobernante, se podía ser más o menos severo con los cristianos.  

A mi juicio -y para concluir-, las persecuciones contra los cristianos, tanto las de ayer y las de hoy (mucho más violentas que antaño, recordemos México y España en el siglo XX, o las acciones del Daesh o Al-Qaeda en Siria o Irak en nuestro siglo XXI), sólo se entienden plenamente desde ese impresionante aserto de la Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: “Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas” (Nº 13). El marchamo de una vida auténticamente cristiana es la persecución: "si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros" nos dice el Señor (Jn. 15,20). Y San Pablo recordará que "todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución" (2 Tim. 3,12). Pero esta explicación, sin duda la más verdadera de todas, es la menos demostrable desde el punto de vista de la ciencia histórica (aunque se confirme una y otra vez en nuestro mundo), y sólo podemos percibirla y aceptarla con certeza a la luz de la fe.  

 (1)Algunos citan como texto pagano anterior la carta del filósofo estoico sirio Mara Bar Serapion a su hijo, fechada poco después del año 73 d.C, donde, alude a la muerte de Jesús por manos de los judíos, equiparando su muerte a la de Sócrates y Pitágoras. Sin embargo, lo relevante de la carta de Plinio el joven es su descripción de la vida moral y el culto cristiano, hecha por vez primera por un escritor pagano


viernes, 15 de septiembre de 2023

El Libro de la Sabiduría, el gozne de oro entre el Viejo y el Nuevo Testamento (y II).



 I

En la primera parte del comentario sobre este excepcional libro bíblico, destaqué la importancia doctrinal de muchos de sus versos por acercarnos, en los albores de la venida de Cristo, al inefable misterio del Dios uno y trino que la Iglesia Católica tiempo después definirá dogmáticamente. Ahora me fijaré especialmente en la segunda parte de la obra (capítulos 10 a 18). Parecen los menos relevantes -en principio- al tratarse de una recopilación de hechos históricos de Israel en la misma línea de las que encontramos en otros libros bíblicos como el Sirácida (capítulos 44 a 50) y la Epístola a los Hebreros (capítulo 11).  

Así, el Sirácida -cuyo original hebreo pudo escribirse sobre el año 190 a.C.- pretende con su panegírico exhortar y animar a su pueblo, cuando comenzaba a sufrir las lesivas consecuencias de la progresiva helenización, y que alcanzaría muy poco tiempo después su punto más crítico con la tiranía de Antíoco IV Epífanes y con la rebelión macabea. Su reflexión abarca desde Adán hasta el mismo tiempo de su redacción, la época del Sumo Sacerdote Simeón (220-195 a.C.), unos años antes de aquella rebelión patriótica-religiosa. La Epístola a los Hebreos, por su parte, exhibe poderosos modelos de fe que transcurren en una línea histórica que también principia en Adán, y se clausura en  aquella emocionante historia de fidelidad de una madre y sus siete hijos ejecutados con saña durante el reinado de Antíoco IV Epífanes (2 Macabeos 7), también en el siglo II a.C. 

Sin embargo, el autor de la Sabiduría cerrará su registro histórico y su libro con la conquista de Canaán (siglos XIV-XIII a.C.), y no lo hará de una manera estrictamente lineal, pues volverá a menudo al tiempo de la cautividad egipcia y del éxodo. Y en todo caso, no relatará las siguientes epopeyas de Israel. Parece que quisiera incidir en algo muy específico de esa época, y debemos descubrir qué es. Para ello debemos fijarnos primero en su concepto de salvación, desarrollado en capítulos anteriores, para a continuación abordar el obstáculo principal para alcanzarla y que se desarrolla en esos capítulos recopilatorios.

Antes de iniciar el primero de esos capítulos de evocación histórica, el 10, el autor concluye el anterior con una oración pseudoepigráfica (puesta en boca de Salomón), que es una reflexión conclusiva sobre la naturaleza y acción de la Sabiduría. Lo más relevante, a mi juicio, lo encontramos en el verso con el que la cierra, donde vincula directamente la Sabiduría a la salvación de los hombres:

"Mas de esta forma enderezaron las sendas de los terrenos
y los hombres aprendieron lo que te agrada;
por la sabiduría se salvaron"
                                      (Sab. 9,18).

No debemos entender ese último verso en el sentido de que el hombre se salva por conocer la Sabiduría. Ya hemos demostrado que en este libro ese concepto se asocia a Persona y no a doctrina. Nuestra religión cristiana no es un gnosticismo. Nos salvamos por pura Gracia, por su acción en nuestras vidas, lo que supone -como dijimos al final de nuestro artículo anterior- una inhabitación en el alma de dicha Sabiduría que se identificó, como vimos, con el Dios uno y trino. 

"Y sin salir de sí, todas las cosas renueva, y en todas edades, y transfundiéndose en las almas santas y hace de ellas amigos de Dios y profetas"
                                         (Sab. 7,27). 

Y es básico recordar aquí un principio capital que deducimos de toda la Biblia: Dios no delega la redención del hombre, sino que la realiza Él mismo. Traigamos a colación por ejemplo al profeta Isaías:

"Yo, Yo soy YHWH, y no hay fuera de Mí salvador
                                          (Is. 43,11).

Y también al apóstol San Pedro, con una de las declaraciones más fuertes sobre la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, cuando, delante mismo del Sanedrín judío, sin ningún respeto humano, el primer Papa proclame:

"En ningún otro está la salvación, pues no se nos ha dado bajo el cielo otro nombre que el de Jesús para salvarnos" (Hch. 4,12).

En definitiva, significativamente se cierra esta primera parte citando la salvación, porque vamos a entrar en una nueva sección del libro (capítulos 10 a 18) más oscura y perturbadora, que examinará el principal obstáculo para alcanzar esa patria definitiva que es ver cara a cara al verdadero Dios. No es, como pensábamos al principio, un asunto poco relevante. Se trata de un tema bastante trillado en toda la biblia por ser de una importancia capital para la vida del hombre; un problema intemporal, que afectaba tanto al judío de ayer como nos interpela a todos en nuestro tiempo. Hablamos de la idolatría que, como veremos, está idénticamente tratada en el Libro de la Sabiduría y en San Pablo.

La idolatría es una conducta doblemente siniestra: constituye el principal pecado contra Dios, y a la vez es el que produce las peores consecuencias para la criatura humana, a la que llega a deshumanizar. Ahora bien, la Biblia nos plantea una paradoja: la gravedad de la idolatría es puesta de manifiesto en numerosísimas ocasiones, pero también la biblia desprecia los ídolos como si fueran mera basura. ¿Por qué son realmente tan negativos?

Las Escrituras nos exponen casos de becerros de oro (como el que levantaron los judíos con la complicidad de Aaron en las faldas del Sinaí (Ex. 32) o los que erigió Jeroboán en el reino del norte, en Dan y Betel (1 Rey. 12,28), tras consumar su secesión) y la realidad es que el Libro Sagrado nos deja meridianamente claro con sus sátiras sobre la idolatría que esas esculturas, en sí mismas, son inofensivas. Por ejemplo, Jeremías:

"Los ídolos parecen espantapájaros que en un campo sembrado de melones no pueden hablar, y hay que cargar con ellos porque no caminan. No tengáis miedo de ellos que a nadie hacen mal ni bien".
                                                                                                                (Jer. 10,5).

Y San Pablo, en relación con las viandas sacrificadas a los ídolos, explicará que:

"sabemos que un ídolo nada es en el mundo, y que no hay más que un Dios"
                                                                                                                (1 Cor. 8,4).

En el Libro de la Sabiduría, observamos una cierta gradación. En primer lugar, se muestra cierta piedad por aquellos que vivieron en las tinieblas de la ignorancia y se postraron ante los astros celestes por su belleza y efecto benéfico sobre la tierra:

"A estos hombres, sin embargo.
no se les puede culpar del todo,
porque quizás se equivocaron
en su afán mismo de buscar a Dios
y querer encontrarlo"
                                   (Sab. 13,6).
                                                                    
En segundo lugar, critica con dureza a los que adoran objetos realizados con artificio por los hombres, y aunque en algún momento les echa alguna que otra maldición (Sab. 14,8), en realidad, si leemos atentamente, lo que verdaderamente le indigna es su estupidez:
 
"Desgraciados, llaman dioses a cosas hechas por los hombres,
a objetos de oro y plata artísticamente trabajados,
a figuras de animales, a una piedra sin valor
tallada hace mucho por un escultor,
ponen su esperanza en cosas muertas"
                                          (Sab. 13,10)

Por último, pone en el punto de mira especialmente al tradicional adversario del pueblo judío, a los egipcios, juzgándoles como "los más faltos de inteligencia y peores que niños sin razón", porque encima de ser "los enemigos que oprimieron a tu pueblo", y de "aceptar como dioses a los ídolos de las naciones" (Sab. 15, 14-15):

"Los egipcios adoran , además a los bichos más repelentes
y por lo que toca a su estupidez, son peores que los otros.
No son bellos para que apetezcan como los otros animales
y fueron excluidos del elogio de Dios y de su bendición"
                                            (Sab. 15, 18-18).

Al sabio universalista, al autor de este maravilloso libro le ha brotado su celo judío, y critica a Egipto por rendir homenaje a animales que la ley juzgaba como impuros. Aquí no tuvo la misma audacia y amplia visión que en otros temas; no percibió que muy pronto llegaría un tiempo donde muchos judíos (y muchos paganos egipcios) aceptaron esa salvación a la que él aludía (Sab. 9,18) y considerarían que, en materia de alimentos y animales, ya no hay nada impuro en sí mismo (Rm. 14,14). En cualquier caso, aunque zahiera especialmente al país del Nilo, tampoco observamos en este pasaje la gravedad de esa conducta por el hecho de hacerla. Es un delirio divinizar tales objetos y animales; ignorancia y estulticia, porque en última instancia todos ellos -además de repugnantes en el caso de los insectos-, en realidad son nada

Pero si al fin y al cabo son nada, ¿por qué iba a insistir este inteligente escritor, de esa manera tan obsesiva y reiterativa, en presentarnos el peligro de los ídolos y el pecado de la idolatría? Su libro resuelve esta paradoja de un modo tan sencillo como contundente:

                                                      "El culto a los ídolos, que son nada
es principio, causa y final de todo mal
                                                   (Sab. 14,27).

El autor de la Sabiduría nos está advirtiendo que un acto tan necio y tan irrelevante como arrodillarse ante un dios falso -o, lo que es lo mismo, inclinar el pensamiento ante un error religioso contra la primacía absoluta de Dios y su ley divina y natural-  abre la peor caja de pandora. En efecto, cuando los hebreos al pie del Sinaí y obligaron a Aarón a fabricarles un becerro de oro, la consecuencia inmediata fue "sentarse a comer y beber, y a continuación levantarse a divertirse" (Ex. 32,18) -todo muy lícito según parece-. Sin embargo, quedó el pueblo "desenfrenado (desnudo), expuesto en medio de sus enemigos" (Ex. 32, 25), enemigos poderosos que tenían las mismas ganas de exterminar a los judíos que ellos tuvieron luego con los cananeos. El desenlace -como recuerda la Biblia- fue que nadie de esa generación del éxodo pudo entrar en la tierra prometida. Una generación perdida, cuyos huesos quedaron sepultados entre las dunas del desierto. 

"Ni una sola persona de esta mala generación verá la buena tierra que prometí dar a vuestros antepasados" (Dt. 1,34).

En cuanto al reino del Norte de tiempos de Jeroboan I, -que como recordé, erigió dos ídolos, uno en Betel y otro en Dan-, sabemos que su dinastía fue exterminada hasta el último de los mortales: "Ninguno quedará con vida. Barreré por completo tu descendencia como si fuera estiércol" (1 Rey. 14,9). E Israel -aunque prosperó en los tiempos del segundo Jeroboan (783-743 a.C.)-, pocos años después acabó devorado por las fauces de Asiria, en el 722 a.C. 

Recordemos también un pasaje de Ezequiel relativo al reino del sur, el de Judá. El profeta se encontraba en Babilonia adonde había sido llevado durante el primer destierro, el del 597 a.C., pero pudo apreciar en visión por un boquete del muro del templo cómo los sacerdotes rendían culto a ídolos repugnantes con forma de reptiles (Ez. 8, 10-11), y que también "inclinados hacia el oriente, con la frente en el suelo, adoraban al sol" (Ez. 8,16). Diez años después llegó la respuesta del Cielo: la zarpa de Nabucodonosor destruyó el templo y la ciudad de Jerusalén, y deportó a todos los judíos. 

Y la idolatría -con sus nefastas consecuencias morales, que con tanta precisión diseccionará la Sabiduría, como luego examinaremos- será la causa del castigo terrible que asoló a los pueblos cananeos. La lectura hoy de Deuteronomio, Josué o Jueces nos sigue chocando por su violencia, pese a lo cual nuestro libro asegura que Dios "castigó a los cananeos con bondad y consideración, dándoles la oportunidad de dejar su maldad" (Sab. 12,20).  Sin embargo, ya había rebosado la copa de la paciencia divina, pues "se había colmado la maldad de los amorreos" (Gen. 15,16). Dios no hace acepción de personas (Hch. 10,34) y ante cualquier pecado, sobre todo la idolatría, castiga severamente erga omnes. Porque si bien el hecho mismo de postrarse ante un espantajo de melonar es ridículo e irrelevante, la catarata de graves daños que provoca en el la mente del adorador (y en las almas de los que lo rodean) es pavorosa. 

II


San Pablo comenzará su devastador e implacable alegato fiscal contra la humanidad pecadora en el capítulo 1, versículos 18 en adelante de su Epístola a los Romanos, y el eje de su crítica es la idolatría. No me cabe la más mínima duda de que mientras lo redactaba -o mejor, se lo dictaba a Tercio (Rm. 16,22)-, tenía junto a sí este Libro de la Sabiduría, pues la reflexión del apóstol de los gentiles acerca de los deletéreos efectos de ese gravísimo error religioso, bebe del profundo hontanar del último escritor del Nuevo Testamento. En ambos escritos encontramos idénticos pensamientos, argumentos y hasta palabras y expresiones y, sobre todo, en los dos se atribuye el origen de todo mal a la idolatría. Es más, San Pablo es incluso menos indulgente que el escritor veterotestamentario, pues si bien ambos califican de inexcusable a la humanidad sin excepciones por caer en ella (o en "la nada" (1 Cor. 8,4), la Sabiduría -como vimos anteriormente- matiza piadosamente que "no se les puede culpar del todo, porque quizás se equivocaron" (Sab. 13,6). 

En primer lugar, ambos afirmarán la responsabilidad del hombre que no cree en Dios.

"Lo que de Dios se puede conocer, ellos lo conocen muy bien porque Él mismo se lo ha mostrado, pues lo invisible de Dios desde la creación del mundo puede ser capturado por la inteligencia y llegar a conocerse  gracias a las criaturas,  hasta el punto de no tener excusa.  (...) sus pensamientos acabaron en lo que es nada, y su ignorante corazón se obnubiló" (Rm. 1,19-20).  

Veamos a continuación cómo el Libro de la Sabiduría comparte con el Apóstol la posibilidad cierta de un conocimiento natural de Dios mediante su creación (por cierto, dogma de fe reconocido en el Concilio Vaticano I) y la inexistencia de razones para negarse a adorar a ese Dios escondido tras su colosal obra o buscar sustitutos.

"Faltos por completo de inteligencia son los hombres que vivieron sin conocer a Dios, quienes, a pesar  de los bienes visibles no fueron capaces de conocer al que Existe, ni reconocieron al artífice fijándose en las obras" (Sab. 13,1).

"Pero, por otro lado, ni estos son excusables, ya que, si pudieron ser capaces de saber tanto, que pudieron conjeturar el universo, ¿por qué no descubrieron antes al Señor de todo? (Sab. 13, 8-9).

La contemplación de la belleza del universo no les incitó a buscar con humildad al eterno artífice de tan extraordinaria creación; se ensoberbecieron y dieron a las criaturas el honor sólo a Dios debido; ahí está el origen de la invención de los ídolos, la vanidad humana y el deseo de deificar las más primarias pasiones corporales. Los medios que la naturaleza dio al hombre para su nutrición y reproducción, se convierten en fines absolutos, se transmutan en ídolos, en dioses.

"De la invención de los ídolos derivó la inmoralidad
y su invención, corrompió la vida;
los ídolos no existieron desde el principio, ni existirán por siempre,
sino que por vanidad del hombre entraron en el mundo"
                                                      (Sab. 14, 12-13).

Idéntica reflexión encontramos en el Apóstol:

"asegurando ser sabios acabaron locos, y cambiaron la gloria del Dios inmortal por una imagen representando un hombre mortal, y pájaros, cuadrúpedos y aves. Por eso, por la avidez de su corazón, los entregó Dios a la impureza, tal que llegaron a envilecer sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y veneraron y sirvieron a la criatura y no al Creador. Por eso los entregó Dios a pasiones deshonestas..." (Rm. 1,21-24). 

De la invención de los ídolos derivó la inmoralidad (Sab. 14,12), define con absoluta precisión la Sabiduría, y nos presentará un amplio catálogo de ellas:

"Todo es confusión, muerte, asesinato, robo, engaño,
sobornos, infidelidad, desórdenes, juramentos falsos,
confusión de valores, ingratitud, corrupción de las almas,
inversión de sexos, destrucción del matrimonio, adulterio e inmoralidad"
                                                           (Sab. 14, 25-27),

Lo mismo expresa el Apóstol: ninguna indecencia queda excluida del comportamiento del idólatra:

"Como ni quisieron reconocer a Dios, Él los ha abandonado a sus perversos pensamientos para que hagan lo que no deben hacer. Están llenos de toda clase de injusticia, perversidad, avaricia y maldad. Son envidiosos, asesinos, pendencieros, engañadores, perversos y chismosos. Hablan mal de los demás, son enemigos de Dios, insolentes, vanidosos y soberbios..."  (Rm. 1,28-30).

Ahora bien, ambos escritores sagrados -además de lucidez- poseen una clarísima visión profética cuya luz llega hasta nuestro tiempo pues cada uno recalcará un pecado en particular, el más disolvente a juicio de cada uno.  Dos pecados que, una vez arraigados en la sociedad, nos permiten juzgarla como idolátrica y enemiga de la Sabiduría, y a la larga, la condenarán a la muerte.    

Así, San Pablo, al concretar las inmoralidades a que lleva la vanidad de la idolatría, se centra especialmente en las prácticas homosexuales, tanto de varones como de hembras:

"Por eso, Dios los ha abandonado a pasiones vergonzosas. Incluso sus mujeres han cambiado las relaciones naturales por las que van contra la naturaleza; y, de la misma manera, los hombres han dejado sus relaciones naturales con la mujer y arden en malos deseos los unos por los otros. Hombres con hombres cometen actos vergonzosos y sufren en su propio cuerpo el castigo de su perversidad"
                                                                                            (Rm. 1, 26-27).

Por su parte, en el Libro de la Sabiduría, localizamos el otro pecado sobre el que su autor reflexiona en varios momentos, la matanza de niños. Sin duda, él tenía en mente los sacrificios de infantes a Baal y Moloc que ejecutaban los cananeos antes de la llegada del Pueblo Elegido, aunque su insistencia en referirnos ese crimen nos lleva a pensar en algo más. Observamos que significativamente no acusa a sus gobernantes criminales por ordenar que algunos recién nacidos sean arrojados a una pira bajo un repulsivo ídolo. A quien reprocha es a los padres de esos niños asesinados, porque son ellos los responsables. 

"A los antiguos habitantes de su santa tierra
los aborreciste por sus prácticas odiosas
por practicar la magia y otros actos perversos,
por matar sin compasión a los niños"
(...)
A ellos, que practicaban dichos ritos,
padres asesinos de sus criaturas indefensas,
decidiste eliminarlos por medio de nuestros antepasados"
                            (Sab. 12, 3-6).

Los cananeos son calificados -atención a esta expresión- como enemigos de sus hijos (Sab. 12,20) porque:

" Practican ritos en los que matan a niños
celebran cultos misteriosos
o realizan locas fiestas de extrañas ceremonias,
no respetan ni la vida ni el matrimonio"
                              (Sab. 14,23).

A mi juicio no es casual que ambos escritores sagrados incidan especialmente en esas conductas -las prácticas homosexuales y el asesinato de los hijos (o como se denomina en nuestra época, eufemística y falsamente, interrupción voluntaria del embarazo, IVE), pues si bien todo pecado tiene un condimento de idolatría, esos dos parecen las primicias de cualquier sociedad que se haya encadenado a ella: como el Canaán preisraelita, como la Roma precristana, como nuestra actual sociedad occidental, que vuelve a comerse el vómito del paganismo que expulsó en el pasado, (Prov. 26,11) y que venera a esos ídolos renacidos, hoy rebautizados como ideologías progresistas. E incluso le ofrece un tributo de sangre inocente, considerando cínicamente como positivas tales abominaciones: "¡a tan terribles males llaman paz! (Sab. 14,22). En última instancia, el destino de tales naciones no es otro que la muerte pues el mínimo común denominador de esas dos conductas es cerrarse absolutamente a lo que Dios más ama de su creación, la vida. 

"Amas a todos los seres
y no aborreces nada de lo que has hecho;
si hubieras odiado alguna cosa
no la habrías creado
(...)
Tú tienes compasión de todos
porque todo, Señor, te pertenece
y amas a todo lo que tiene vida"
                               (Sab. 11, 24-26).

Pese a todo, pese a nuestras rebeldías, pese a nuestras idolatrías, el Libro de la Sabiduría y San Pablo insisten en la misericordia de Dios, en su paciencia y en su deseo de que el hombre se arrepienta (Sab. 11,23, 12, 1-2, Rm. 3,21, 1 Tim. 2,4). Dios está siempre haciendo su trabajo en el corazón de la criatura, interpelándole, corrigiéndole, llamándole, amándole aunque no se lo merezca. El hombre, corrompido y soberbio, negará la ley divina, y reescribirá la ley natural conforme a la esclavitud impuesta por sus pasiones más básicas. Aun así, Dios le seguirá esperando -como el Padre que nos reveló Jesucristo-, hasta que exhale el último aliento y se fije para siempre su destino, según haya aceptado o no la Sabiduría:

"El día en que el Señor venga a juzgarnos
los justos resplandecerán como antorchas
como chispas que prenden en el rastrojo.
Juzgarán a las naciones y gobernarán a los pueblos
y el Señor reinará sobre ellos para siempre.
(...)
Los malos tendrán el castigo que merecen sus malos pensamientos,
porque despreciaron a los buenos y se apartaron del Señor.
¡Desdichados los que desprecian la sabiduría y la instrucción!
                                  (Sab. 3, 7-11).


III

Cierro mi comentario sobre este excepcional libro bíblico, leyendo conjuntamente dos de las más hermosas páginas de todo el Antiguo Testamento: el inspiradísimo poema que anticipa la vida y muerte de Cristo (Sab. 2,12-24), y las profecías contenidas en los Cantos del Siervo Doliente de Isaías, sobre su sentido redentor. (42,49,52,53). Es la misma y conmovedora historia, pero desde dos puntos de vista diferentes. El autor de la Sabiduría pone en boca de los malvados las palabras que critican al justo, para luego conjurarse contra él:

"Así piensan los malos, pero se equivocan,
porque su maldad les había cegado"
                                    (Sab. 2,21).

El profeta Isaías, en cambio, describe la mirada de Dios sobre el sufrimiento del Justo y su Palabra revela un misterioso sentido redentor. Por primera vez en toda la Biblia, una verdadera novedad.

"Ya no recuerdes el ayer
no pienses más en las cosas del pasado.
Yo voy a hacer algo nuevo
y verás que ahora mismo va a aparecer"
                                          (Is. 43,18-19)

Omitiré los comentarios, porque es imposible que alguien que lleva a Cristo en su corazón, pueda añadir algo a las palabras que siguen. Con ellas concluyo mis reflexiones sobre el Libro de la Sabiduría,  invitando a los lectores que hayan llegado hasta aquí a descubrir por ellos mismos con qué razón se ha titulado así -con mayúsculas- este libro bíblico.  

SABIDURIA (2,12-15)

"Pongámonos al acecho del justo, porque nos es embarazoso,
y se opone a nuestras obras;
nos reprocha las transgresiones de la ley,
y nos echa en cara que no vivamos según la educación que recibimos.
Presume poseer conocimiento de Dios
y se llama a sí mismo Hijo del Señor.
Se ha convertido en una piedra de toque para nuestro estilo de vida,
y su sola presencia nos molesta.
Su vida es distinta a la de los demás
y distintos sus caminos"

ISAIAS (42,1-4)

"He aquí mi Siervo, a quien sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma.
Infundo mi Espíritu sobre Él, un decreto expondrá a las naciones 
(...)
No descansará ni su ánimo se quebrantará hasta que establezca la justicia en la tierra"

SABIDURIA (2,16)

"Nos rechaza como a moneda falsa,
y se aparta de nuestros caminos como de inmundicia,
proclama feliz el final de los justos 
y se siente orgulloso de tener a Dios como padre"

ISAIAS (50, 10-11)

"¡Quién de vosotros teme al Señor  y escucha la voz de su Siervo!
El que camine en las tinieblas sin un rayo de luz
confíe en el Nombre del Señor y apóyese en su Dios.
Pero todos los que prendéis fuego y preparáis flechas encendidas
caeréis en las llamas de vuestro propio fuego,
bajo las flechas que vosotros mismos encendisteis.
Por mi mano os ocurrirá tal cosa, en tormentos yaceréis".

SABIDURIA (2,17-22)

"Veamos si es cierto lo que dice
y comprobemos en qué va a parar su vida.
Si el justo es verdaderamente Hijo de Dios, éste le ayudará, 
le arrancará de las manos de sus enemigos.
Sometámosle a torturas y ultrajes
para conocer su paciencia
y comprobemos su aguante al mal.
Condenémosle a una muerte vergonzosa
pues según dice hay quien le defienda.
(Esto pensaron los malvados, pero se equivocaron
porque su maldad les había cegado.
No conocieron los planes secretos de Dios,
ni esperaron premio para la santidad
ni creyeron que había un lote para las almas puras").

ISAIAS (53, 4-5 y 11-12)

"Sin embargo, nuestros sufrimientos él ha llevado, nuestros dolores cargó sobre sí,
mientras nosotros le consideramos azotado, golpeadísimo y abatido.
Fue traspasado por causa de nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades;
el castigo, precio de nuestra paz cayó sobre él, y en sus heridas hemos sido sanados"
(...)
"Gracias a tanta aflicción verá la luz y se saciará;
el justo, Siervo del Señor, liberará  a muchos
pues cargará con la iniquidad de ellos.
Por eso le daré parte entre las multitudes, y con los poderosos participará del triunfo,
porque entregó su persona a la muerte
y fue contado entre los malvados,
portando los pecados de muchos, e intercediendo por los pecadores".


viernes, 8 de septiembre de 2023

El Libro de la Sabiduría, el gozne de oro entre el Viejo y el Nuevo Testamento (I).


I

Aunque convencionalmente atribuido al sabio monarca Salomón (965-928 a.C.), el Libro de la Sabiduría es el último libro del Antiguo Testamento y fue escrito probablemente en la segunda mitad del  siglo l a.C. Por ello, desde un punto de vista cronológico, podemos considerarlo como una brillante hebilla que engarza las dos cosmovisiones espirituales del Libro Sagrado (la vieja y preparatoria, y la nueva y plena). Pero no sólo por esa circunstancia temporal; también por el hecho de que es el único libro del Antiguo Testamento (aparte de II Macabeos) que fue escrito originariamente en griego koiné, el mismo idioma de la primera redacción de los libros del Nuevo Testamento (acaso con la única excepción del Evangelio de Mateo, cuyo original pudo ser redactado en arameo, como nos indica el padre de la iglesia Papías en el siglo II)

Ahora bien, ser el último libro redactado del A.T. y el idioma gentil en que se confeccionó son aspectos puramente formales. Cuando iniciamos su lectura intuimos enseguida que su espíritu está mucho más cercano al Nuevo que al Viejo Testamento. Sus capítulos finales, en los que evoca e interpreta con técnicas de Midrash episodios de la historia de Israel, son como una melancólica coda, el crepúsculo de un mundo que exigía ya un nuevo sol, cuyos primeros rayos brotarían en un portal de la ciudad davídica de Belén, muy pocos años después de que su autor tomase la pluma. Y lo más importante, lo que más nos impresiona es  comprobar hasta qué punto el Libro de la Sabiduría influyó en los escritores inspirados del Nuevo Testamento, y en aspectos fundamentales, tanto dogmáticos (Evangelio de San Juan) como morales (Epístola paulina a los Romanos) y hasta proféticos (la narración del sufrimiento del justo, en la que es imposible no ver con emoción a Cristo sufriente). Todo ello lo comentaremos más adelante. 

Respecto de su autor casi nada sabemos. Es muy probable que fuese un judío de la ciudad de Alejandría, buen conocedor de la traducción al griego de los libros de la biblia, la llamada Biblia de los Setenta (LXX) o Septuaginta. Sin duda fue un hombre muy culto, que dominaba el hebreo y el griego -un judío helenizado- y, aunque profundamente convencido de la verdad judaica, se abría con su mente a las bellezas y verdades que nos legó el mundo pagano, siendo además perfectamente consciente de sus graves errores en materia de teología y moral. Precisamente -como luego veremos- escribió la más acerba crítica a la idolatría que encontramos en todo el Antiguo Testamento, vinculando con agudeza y brillantez el error religioso a la degeneración moral, aspecto éste que fue literalmente copiado por San Pablo en su demoledor capítulo 1, versículos 18 en adelante, de la Epístola a los Romanos.

La profundidad religiosa de este Libro favoreció que se considerase inspirado y engrosara el llamado Canon Alejandrino, o canon amplio de la biblia (la Biblia de los Setenta o Septuaginta, a la que antes me referí). Esa traducción de los textos de la biblia hebrea al idioma universal de la época, el griego, se realizó en Alejandría en el siglo III a.C. , durante el reinado del faraón Ptolomeo II, y supuso sin duda el acontecimiento cultural y religioso más importante de su tiempo que, como veremos, contribuiría a la futura propagación del cristianismo. Pero dicha obra quedó abierta, hasta el punto que serían incorporados libros escritos en el siglo II a.C (como el Libro del Sirácida o los Libros de los Macabeos) y hasta del siglo I a.C. (como éste que comentamos, que debió impresionar y mucho a los judíos de la diáspora). Nada extraño, por cierto. 

Sin embargo, es un libro excluido de la biblia judía y de las de los protestantes. Hay que aclarar que en el tiempo en que vivió Nuestro Señor en la tierra (I d.C.)  no estaba aún decidido el canon de libros judíos inspiradosy los distintos partidos judíos, -fariseos, saduceos, y esenios- usaban unos y rechazaban otros indistintamente, entre otras razones porque discrepaban en asuntos esenciales de la fe judía como la inmortalidad del alma (despreciada como doctrina novedosa y pagana para los saduceos, y defendida por los fariseos de ese tiempo). Se vivía, pues, en un verdadero pluralismo escriturístico y textual, e incluso doctrinal. 

En realidad, los judíos no fijaron definitivamente el canon hasta el siglo II de nuestra era -el llamado canon palestinense-, bastante más corto que el alejandrino pues no se incluyó en él el Libro de la Sabiduría y otros libros del A.T. (los demás deuterocanónicos de la biblia cristiana). La razón principal de esa poda, dígase lo que se diga, fue su uso constante por los cristianos durante los siglos I y II, y la obsesión de los judíos por apartarse de los herejes galileos.  Por ello es bastante incomprensible, que las Biblias protestantes adopten el canon judío, el corto o palestinense, y rechacen este prodigioso Libro de la Sabiduría y los demás deuterocanónicos incorporados al Alejandrino. Y los des-califiquen como apócrifos. Como si tuviesen mala conciencia, las Biblias protestantes hasta el siglo XIX los contenían, siendo un apéndice de los libros normativos. Pero en nuestro tiempo los han eliminado por completo de sus ediciones bíblicas.

Está sobradamente probado que los primeros cristianos, antes y durante la redacción completa de sus textos del Nuevo Testamento, consultaban preferentemente el texto griego de la Septuaginta, pues el 70% de las citas del Antiguo Testamento que contiene el Nuevo son tomadas de esa traducción griega (el otro 30% las cogieron del texto en hebreo, llamado más adelante Texto Masorético). Y numerosos expertos han puesto sobre la mesa un hecho verdaderamente crucial: muchas de las palabras hebreas traducidas al griego en ese siglo III a.C,  -y que los judíos fieles al Texto Masorético juzgaron a posteriori como malas traducciones-, anticipan verdades esenciales de la fe cristiana. Por ejemplo la palabra hebrea "Almah" (incluida en la famosa profecía mesiánica de Is. 7,14) cuya traducción genérica es "doncella"; sin embargo, los judíos alejandrinos del siglo III a.C. la vertieron específicamente como "parthenos", "virgen" (y así se usa en el Evangelio de Mateo, 1,23) . O la palabra "fosa" del Texto Masorético, empleada originariamente por el rey David en el Salmo 16 (para indicarnos que el justo no sufrirá la muerte), que en la traducción de los LXX aparece como "corrupción"; en ese nuevo sentido es empleado, nada más y nada menos que por San Pedro cuando, tras Pentecostés, predica la resurrección de Cristo, quien sufrió la muerte y el sepulcro -la fosa- pero no la corrupción de su Cuerpo (Hch. 2,27).  Y hay muchos casos más. Por eso algunos Padres de la Iglesia -en especial San Agustín- consideraron providencial los LXX. Tuviese o no imprecisiones de traducción, juzgaron esta obra como un evento divino para preparar la venida de Nuestro Señor, para la universalización de las verdades del judaísmo y, en definitiva, para la apertura de la salvación a nosotros los gentiles.  

Remito, para quien quiera ampliar este apasionante tema,  a dos deliciosos libritos:  "Septuaginta" (Editorial Sígueme), del filólogo bíblico Natalio Fernández Marcos, y el del Padre Ignacio Carbajosa "Hebraica veritas versus Septuaginta auctoritatem" de la Editorial Verbo Divino (aunque su título lo leamos en latín, tranquilos, que su texto está en castellano). Sólo diré que, tras leerlos, sonreí porque me vino a la mente ese dicho popular:  "Verdaderamente Dios escribe recto con renglones torcidos". 

II

El Libro de la Sabiduría, además de tener una clara voluntad de estilo, es un texto inspirado, con todo lo que ello significa y que merece ser meditado -y rezado- cuidadosamente. De modo similar a los demás libros sapienciales de la Biblia, encontramos en él serias reflexiones sobre la brevedad de la existencia y la inmortalidad del alma -que aquí se defiende con firmeza frente al silencio de Proverbios y el Sirácida o las dudas del Eclesiastés- (capítulo 2 o 7). O sobre el diferente desenlace de la vida de los justos y los injustos (capítulos 3 o 5) y la necesidad de la virtud (capítulo 4), el gobierno de las naciones y la grave responsabilidad de jueces, reyes y autoridades (capítulos 1 o 6). Pero serán a mi juicio tres los temas que con mayor intensidad prefiguren verdades fundamentales del Nuevo Testamento: la Sabiduría como realidad increada, abriendo paso a la futura definición del misterio de los misterios, la Santísima Trinidad; la idolatría como explicación de la corrupción moral de las sociedades de ayer y de hoy; y el esbozo de la vida del justo, de su persecución y de su muerte, en unos versos conmovedores que anticipan y profetizan la pasión de Nuestro Señor.  

En primer lugar, el concepto de la Sabiduría. Los judíos siempre consideraron al Dios único y escondido, sin imagen ni forma como el origen de toda sabiduría. Sin embargo, no sería hasta una época posterior a la destrucción del templo, al destierro del pueblo y al retorno a Israel (siglo VI a.C en adelante)  cuando los escritos judíos comenzaron desarrollar y perfilar ese concepto. Y así fueron redactándose los salmos sapienciales y los genuinos libros sapienciales (Proverbios, Job, Eclesiastés, Sirácida o Eclesiástico y finalmente La Sabiduría). No obstante, debemos aclarar que muchos de los textos que usaron dichos sabios seguramente se remontaban al reinado de Salomón y al de su padre David (siglos XI y X a.C), con lo que en bastantes casos no es descartable hablar de refundición. Algunos añaden  también, como sapiencial, el Cantar de los Cantares, aunque en realidad este maravilloso poema es inclasificable dentro de la riqueza infinita de la Biblia. 

Los libros sapienciales vincularán íntimamente la sabiduría con Dios, dándole un cierto tono universalista (con la única excepción del Sirácida, el cual, en una línea reduccionista y nacionalista, la identificará con la ley de Moisés (Eclo. 24, 23). En todo caso, una lectura atenta de todos estos libros nos permite observar una evolución de este concepto, hasta llegar a su plasmación más profunda, intensa, verdadera y definitiva en el Nuevo Testamento, en el angélico prólogo del Evangelio de San Juan. Hasta ese momento, los narradores sagrados del Antiguo Testamento fueron considerando a la Sabiduría algo creado por Dios, la primera de las obras divinas, el plano arquitectónico de su colosal fábrica del mundo, de las criaturas, y de la más amada de éstas, el hombre. Sólo el Libro de la Sabiduría daría un paso más allá que lo enlazará con la teología del Nuevo Testamento como veremos. 

El Dios escondido concedió a todos los hombres, antes del nacimiento de Nuestro Señor, pequeñas luces que podían vislumbrarse entre densas tinieblas, reflejos de la eterna Sabiduría. Por eso, Juan afirma en su prólogo evangélico que "Existía una luz verdadera que ilumina a todo hombre" (independientemente de su raza, su patria o del lugar del mundo donde estuviese). Todos los pueblos de la antigüedad situados en el ámbito geográfico de Israel -Egipto, Babilonia, Asiria, Ugarit- gozaron de grandes sabios paganos, e incluso hoy sabemos que influyeron -y no poco- en los libros sapienciales judíos, pero todos ellos erraron en lo fundamental. En efecto, la Verdad de la Sabiduría, por decisión divina sólo podía captarla correctamente (aunque con límites) el pueblo judío -y algún que otro extranjero como Job-, pero todos desconocían de qué modo se vinculaba a su origen, que era el Dios único y verdadero, al que exclusivamente adoraban los judíos. El sufriente Job tenía la certeza de que aun en medio de los absurdos y las injusticias que le habían llevado a su desgracia, existía una Sabiduría misteriosa, "cuyo venero no conoce el hombre, ni se halla en la tierra de los vivos" (Job. 28,13). Tenía la convicción de que se trataba de algo divino, de un código usado por Dios:

"al dar peso al viento, al aforar las aguas con medida
al dar a la lluvia ley, y camino al fragor del trueno" 
                                                    (Job. 28,25-26).

Afirma también el justo Job que ni el demonio (Abaddon) ni la muerte supieron de ella; que el único que conoció su camino fue Dios (Elohim) (Job. 28, 22-23), pero con ello no nos quiere decir que fuese una entidad paralela a Dios. Job estaba bien instruido por los conocimientos de los sabios judíos de su tiempo, que afirmaban la excelencia de la Sabiduría -como algo divino-, pero a la vez expresaban rotundamente su naturaleza de ente creado, de primicia, de prólogo, de esquema, de plano de la obra del universo. Así los Proverbios:

"Yahveh me creó al principio de sus obras,
antes de que comenzara a crearlo todo".
                                             (Prov. 8,22).

Del mismo modo, el más tardío libro del Sirácida:

"El Señor en persona la creó, la vio y la contó;
la derramó sobre todas las cosas"
                                                (Sir. 1,7).

Por otro lado, el Eclesiástés o Qohelet, fiel a su tono irónico y escéptico, no entrará en complicadas elucubraciones metafísicas, pero sí nos recordará el mal negocio práctico que es ser a la vez justo (o sabio) y pobre. Todos los libros sapienciales -incluido el desengañado Eclesiastés- nos advierten que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (Sal. 111,10, Prov. 1,7, Sir. 19,18, Ecle. 12, 13-14). Pero hete aquí que:

"El impío, cual sombra, no dilatará sus días pues no teme ante la presencia del Señor. Pero existe otra vanidad que se da sobre la tierra: que hay justos a quienes alcanza lo que corresponde a la obra de los impíos y existen impíos a quienes alcanza lo adecuado a la obra de los justos"
                                                                                                  (Ecle. 8, 14-15).

El Eclesiastés es como una fugaz sonrisa irónica de Dios en medio de la seriedad de su progresiva Revelación, viendo a lo que ha llegado su querida criatura humana por efecto del pecado. Pero enseguida retomará con inmenso vigor su timón hasta conducirnos a las puertas mismas del Nuevo Testamento. Y será precisamente en el Libro de la Sabiduria -el postrer libro de la vieja Alianza- donde se ascienda un verdadero "escalón metafísico". Es el penúltimo peldaño; el ultimo -con el que accederemos a la Revelación Plena y abriremos las puertas del Cielo-, lo subirá y  sobrepasará el apóstol San Juan, el teólogo, en el sublime prólogo de su Evangelio. 

El Libro de la Sabiduría nos enseñará, frente a los anteriores escritores sagrados, que ésta habría que escribirla como Ésta, con mayúsculas, porque ya no es una creación primera de Dios. Se nos presenta ahora como una realidad tan vinculada a Dios como Dios consigo mismo: es el mismo Dios -posee su Pureza, su Gloria y su Bondad-, pero a la vez... algo diferente a Él. ¿Cómo puede ser esto? ¿No será la luz de luz que nos menciona nuestro Credo?: 

"pues es una exhalación de la fuerza de Dios
y una emanación pura de la gloria del Omnipotente:
por eso nada manchado penetra en ella.
Es una irradiación de la luz eterna,
espejo terso de la energía de Dios
e imagen de su bondad.
Y siendo una, todo lo puede"
                            (Sab. 7, 25-27).

¿No nos evocan esos elevados versos a aquella descripción del Hijo de Dios que encontramos en el solemne inicio de la Epístola a los Hebreos, donde además se nos recuerda su misión entre nosotros los hombres?
 
"En estos días finales Dios nos habló por su Hijo, al que constituyo heredero del universo, aquel por cuyo medio había hecho el mundo; que, siendo reflejo luminoso de su esplendor e impronta de su ser, y gobernando el universo con su palabra poderosa, después de que expió los pecados se sentó a la derecha de la divina Majestad en las alturas" (Hb. 1, 2-3).

Pero El libro de la Sabiduría no se queda ahí. También nos dirá:  

"Hay en ella un espíritu inteligente, santo, único, múltiple,
suave, ágil, penetrante, incontaminado, diáfano ,
inofensivo, amante de lo bueno, agudo, sin trabas, 
bienhechor, filántropo, seguro, firme, sin cuidados,
que todo lo puede, todo lo vigila, que penetra todos los
espíritus inteligentes, puros, sutiles"
                                    (Sab. 7, 22-23).

En el corazón de la Sabiduría -tal como la concibe este libro inspirado- parece existir un Espíritu de la misma esencia de Dios, que posee su poder y su bondad (infinitos). ¿Son lo mismo la Sabiduría y el Espíritu de la Sabiduría o, más bien, éste procede de aquélla, y ambos son Dios? La Verdad de un solo Dios y varias Personas Divinas, aun entre sombras y vacilaciones, comienza a vislumbrarse. Antes de que San Juan, en el prólogo de su Evangelio, se acordase de la Palabra creadora del Génesis (Gen. 1,3), el autor de la Sabiduría se había anticipado un siglo antes en su majestuoso libro ¿Podemos dudar que éste fue leído apasionadamente por aquel pescador de Betsaida, tan querido por Jesús?

"Dios de los padres, y Señor de la misericordia
que todo lo hiciste con tu palabra
y con tu sabiduría formaste al hombre"
                                (Sab. 9,1).

Dios, Palabra, Sabiduría... Una llama única en tres antorchas unidas. Casi intuimos ya el alfa y el omega, el principio y el final de todo y de nuestra existencia en particular. Pero será  en el Evangelio de San Juan donde se nos confirmará esa deliciosa paradoja de que la Palabra era el mismo Dios -el Verbo era Dios-, pero a la vez misteriosamente diferente -el Verbo estaba junto a Dios-. Y que esa Palabra se hizo carne, habitó entre nosotros y dos mil años después seguimos por la fe contemplando su Gloria. Y, finalmente, que esa Palabra hecha carne -Jesucristo, Nuestro Señor, el Hijo del Dios vivo-, "enviará el Espíritu de la verdad, que procede del Padre y testificará en su favor" (Jn. 15,26).  Tres personas, como si fueran la Mente, la Sabiduría y la Voluntad del único Dios. 

El único Dios -la Santísima Trinidad-, que tiene el poder de inhabitar el alma del hombre en estado de Gracia y producir una nueva criatura, como también parece declararse en los siguientes versos, que anticipan una de las verdades más profundas de la teología espiritual cristiana:

"Y sin salir de sí, todas las cosas renueva, y en todas edades, y transfundiéndose en las almas santas y hace de ellas amigos de Dios y profetas"
                                         (Sab. 7,27). 

Y aquí nos quedamos. Honestamente hay que decir que, sin la revelación del Nuevo Testamento, muy difícilmente se podía haber captado en este extraordinario libro el misterio de los misterios, la naturaleza una y trina de Dios, la Santísima Trinidad. Pero su superioridad doctrinal y dogmática en relación con los otros libros sapienciales, queda probada por esta mejor comprensión de lo que los anteriores textos bíblicos apenas balbuceaban. En definitiva, el Libro de la Sabiduría, el último libro de la vieja revelación -un libro rechazado por judíos y protestantes-, a mi humilde juicio de mero lector constante y apasionado de la Biblia, es el más importante de los libros sapienciales. Habría que situarlo a la altura de los grandes profetas bíblicos, pues contribuirá junto a ellos a que se allanen todos los montes y colinas (Is. 40,4) a fin de que, a escasos años de que se concluyera su redacción, un esplendoroso sol de justicia ilumine a las naciones del mundo para siempre.