I
El escritor Juan Manuel de Prada,
en su último artículo publicado en Religión
en libertad, titulado "Leer la
Biblia", afirma lo siguiente:
"La Biblia no es un libro sino -como nos indica la etimología de
la palabra- un conjunto de "libritos" (setenta y dos, en el canon
católico), que se remiten unos a otros y que abarcan la completa historia
-pasado, presente y futuro- de la Salvación. y entre esos "libritos"
los hay hermosísimos -pienso en el Cantar de los Cantares- y los hay que son un
coñazo tremendo como el Deuteronomio".
Antes de nada, quiero dejar
constancia de mi admiración por este magnífico novelista y articulista, que
tanto bien hace por nuestra fe católica. No sólo por atizar con cimbreante vara
verde todas y cada una de las aberraciones intelectuales y morales de nuestra
malhadada época; también por el acierto de habernos dado a conocer la figura y
obra de uno de los más grandes y desconocidos escritores católicos en español
del siglo XX, el argentino Leonardo Castellani.
Pero lo cortés no quita lo
valiente, y ya que he citado al maestro de Santa Fe, podría evocar aquella
frase con la que él traduce el extraño griego del versículo 4 del capítulo 2
del Libro del Apocalipsis: "tengo
contra ti alguito" (Ap. 2,4). Y, en efecto, debo reprocharle a Juan
Manuel de Prada que use términos tan soeces para referirse a un libro bíblico,
porque no es de recibo que un católico -o cualquier hombre culto- hable en esos
términos despectivos de la Biblia (de cualquiera de sus libros). Tratándose de
un cristiano es, además, especialmente grave porque todos nosotros admitimos
que los textos bíblicos tienen a Dios
como autor (Dei Verbum 11), y sus
escritos -más allá de cómo los juzguemos literariamente- son la expresión de su
sabia voluntad a lo largo de la historia. Y aunque ahora vivamos
afortunadamente bajo la libertad de nueva
ley de Cristo (Gal. 5,1), la vieja ley -condensada en el Levítico y en el Deuteronomio fundamentalmente- no deja de tener sublimes enseñanzas
que prefiguran el Nuevo Pacto, y que merecen leerse y meditarse aún hoy.
Por ello yo aconsejaría que dicha
lectura se hiciese de la siguiente manera: con la inteligencia de un hombre y
con el entusiasmo de un niño que juega con sus padres a descubrir un tesoro
múltiple -muchas monedas escondidas- en un desván poco iluminado y lleno de
trastos de los abuelos, pero que cuenta como ayuda con una pequeña linternita.
Porque de los niños es el Reino de los
Cielos y como niños (e hijos) nos quiere el Señor ante Dios (Mt. 19,14). En
esa metáfora, los padres representan a Dios
(o también a la Iglesia docente), el cuarto en penumbra y lleno de
armatostes es la ley antigua, el
tesoro desperdigado que debemos encontrar es Cristo, la pequeña luz que nos acompaña es el Espíritu Santo, y la inteligencia de un adulto y la ilusión del
hijo somos -o debemos ser- cada uno de los
lectores.
De ese modo, cada versículo de la
Biblia debe devorarse (Jer. 15,16)
con la luz del Espíritu en la cabeza y el corazón, pues el Señor está presente hasta
en aquellos pasajes que nos parecen más alejados de sus sentimientos y su
doctrina, y siempre nos invita a encontrarle hasta en los lugares más
recónditos de las Sagradas Escrituras. Como anota San Agustín:
"Abierta o secretamente, Cristo me sale al encuentro y me conforta
cuando recorro anhelante las páginas de aquellos libros y escrituras".
En definitiva, invito a buscar a
Cristo en este último Libro de la Torá,
-Pentateuco en griego-, titulado Deuteronomio (que podríamos traducir
como Segunda ley). Vayamos, pues, con
alegría a encontrar alguna moneda dorada en esa habitación tan entenebrecida.
II
Lo primero que llama la atención
de este libro es estar escrito, prácticamente en su totalidad, en primera
persona, ya que reproduce "las
palabras que Moisés dirigió a todo Israel en el desierto al este del río Jordán
(Dt. 1,1). En el Monte Sinaí, el caudillo israelita hablaba en nombre de Dios;
aquí en primera persona. Es, podemos decir, el testamento personal del gran
libertador de Israel, donde a la vez que recuerda (y en cierto modo purifica)
la ley dada en el desierto del Sinaí, ilumina proféticamente el porvenir de
Israel, que está a un paso de entrar en la tierra de Canaán. Debemos señalar
también cierta influencia en el Evangelio
de San Juan, que tanto énfasis pone en presentarnos a Jesús como el nuevo
Moisés (el primero nos dio la ley, el
segundo la Gracia y la Verdad, 1,17). En efecto, el discípulo amado usará
conscientemente esa misma estructura redaccional para referirmos el último
discurso de Jesús durante la última cena, concluida con su oración sacerdotal.
(Jn. 13-17). Y con un dramático paralelismo por añadidura: ambos van a morir a
continuación; Moisés en el Monte Nebo, tras echar un último vistazo a la tierra
añorada en la que no entrará (Dt.34,5); Jesús en el monte Calvario, en una cruz
romana (Jn. 19,30). Dos aparentes fracasos, dos muertes seguidas de una
glorificación. Sin embargo, ellos nos legaron dos sublimes testamentos que
constituyen en su integridad la Palabra
de Dios. Y la quintaesencia de esa Palabra,
ambos la expresaron del mismo modo y casi con las mismas frases. Jesús dirá:
"Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y
con toda tu mente. Este es el primero y más grande mandamiento. Y el segundo es
semejante: amarás a tu prójimo como a tí mismo" (Mt. 22,37-39).
"Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros.
Así como yo os amo, debéis también amaros los unos a los otros" (Jn.
13,34).
Y Moisés manifestará lo mismo, si
bien en dos momentos y cumbres diferentes, en el monte Sinaí y en el monte
Nebo:
"Ama a tu prójimo, como a ti mismo" (Lv. 19,18).
"Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con
todas tus fuerzas" (Dt. 6,5).
Al inicio del Deuteronomio
encontramos al pueblo de Israel al este del río Jordán, cerca de su
desembocadura en el Mar Muerto, en las estepas de Moab. Sólo le queda cruzar el
río sagrado para adentrarse en la tierra prometida, siendo Jericó la primera
ciudad a batir. Pero el ambiente del pueblo es de derrotismo, a pesar de que ya
habían vencido a Sihón (rey de los amorreos) y a Og (rey de Basán) (Dt. 1,3-4;
2,26-37; 3,1-11). Como nos refiere el libro de los Números (13,32) (y vuelve a recordar el Deuteronomio (1,23-28), los exploradores que volvieron de
inspeccionar el país estaban alarmados porque, pese a ser "una tierra magnífica" (Dt. 1,25), "allí hay gente más poderosa y alta que nosotros, y grandes
ciudades rodeadas de altísimas murallas" y hasta contemplaron a
personas "descendientes del gigante
Anac" (Dt. 1,28).
Ante esos miedos, Moisés levantará
la moral de su pueblo con un discurso en el que destacan dos impresionantes
frases:
"El Señor vuestro Dios combatirá por vosotros".
"El Señor vuestro Dios os ha tomado en sus brazos durante todo el
camino como un padre que toma en sus brazos al hijo" (Dt. 1, 30-31).
El cristiano hoy -como aquellos israelitas ayer- está desanimado y asustado porque percibe la impiedad que cada vez se impone con mayor vigor en el mundo, y por la retirada (por estrategia o cobardía) de la verdad de la fe en aquellos ámbitos en los que confiadamente reinaba. Y le aterra reconquistar la tierra prometida de la que fue expulsado. Pero cuando relee estos textos de la Antigua Alianza renueva su confianza, porque tiene entonces la certeza de que es el mismo Cristo el que expresamente nos habla aquí a través de Moisés. ¿O no nos dijo el mismo Señor?
"En este mundo tendréis aflicción, pero confiad: Yo he vencido al
mundo" (Jn. 16,33).
"Todo lo que le pidáis en mi nombre al Padre, yo lo haré"
(Jn. 14.13).
"Cuantas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a
sus polluelos " (Lc. 13,34).
Por lo tanto, desde el mismo
principio del libro escuchamos al nuevo Moisés (a Cristo) que nos habla a
nosotros a través del viejo libertador cuando exhorta a su inquieto pueblo. E
incluso el escritor Juan Manuel de Prada debería apreciarlo aunque sólo fuera
desde el punto de vista del juego literario, pues esto parece una de aquellas
inquietantes magias que Jorge Luis
Borges percibe en El Quijote: el
origen de las palabras del caudillo israelita las encontramos en alguien que,
aunque vivió mil trescientos años después (Jesús de Nazaret), en realidad ya
existía muchísimo antes del nacimiento no sólo de Moisés sino de la creación
del mundo, pues "antes que Abraham
(o Moisés) existiera, Yo soy" (Jn. 1,1; 8,58). Un asombroso juego de espejos, sólo que aquí
no hablamos de literatura sino de Verdad. La Biblia no es como San Agustín afirmaba
que era Homero (dulce pero vano), sino
Verdad, aunque nos resulte áspera en
tantos pasajes.
En definitiva, con la ilusión del
niño, el lector devoto ha localizado la
primera moneda escondida en esa habitación oscura, en aquel libro cuyos
primeros trazos se remontan a la época de Moisés -siglos XIII o XII A.C- y cuya
redacción final se sitúa sobre el siglo VII A.C.
Cierto es que quedan muchas aún
por localizar, y es cierto que el niño puede sentir algo de miedo ante esos
viejos muebles llenos de telarañas y polillas (Dt. 12), además de esos legajos
polvorientos y abrogados códigos legales (Dt. 14 y ss); siente incluso terror delante
de viejos grabados que describen con detalle las guerras de nuestros
antepasados (Dt. 20). Pero yo recomendaría a Juan Manuel de Prada (y a todos
nosotros) que no nos desanimáramos, que no nos comportáramos como hijos malcriados
que abandonan a las primeras el juego, gritando que es un coñazo tremendo. Tengamos presente que el niño tiene la ayuda de
su linterna, y además está acompañado de sus padres que le guían para que no
yerre y no desfallezca, aunque prefieren con inmensa sabiduría que su hijo
aguce su ingenio y fortalezca su valor y su voluntad.
Y, sobre todo, lo que más feliz
haría a los padres es que no se concluya ese juego (sea en ese libro de la
Biblia, sea en otro o sea en su totalidad -73 libros, no 72 por cierto-) sin
encontrar la última moneda, la plenitud
de Cristo (Ef. 4,13), pues "En
Él están encerradas todas las riquezas de la sabiduría y el conocimiento" (Col.
2,3), y "En Él se encuentra
corporalmente la plenitud de la divinidad" (Col. 2,9).
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