viernes, 30 de junio de 2023

Deuteronomio.



I

El escritor Juan Manuel de Prada, en su último artículo publicado en Religión en libertad, titulado "Leer la Biblia", afirma lo siguiente:

"La Biblia no es un libro sino -como nos indica la etimología de la palabra- un conjunto de "libritos" (setenta y dos, en el canon católico), que se remiten unos a otros y que abarcan la completa historia -pasado, presente y futuro- de la Salvación. y entre esos "libritos" los hay hermosísimos -pienso en el Cantar de los Cantares- y los hay que son un coñazo tremendo como el Deuteronomio".

Antes de nada, quiero dejar constancia de mi admiración por este magnífico novelista y articulista, que tanto bien hace por nuestra fe católica. No sólo por atizar con cimbreante vara verde todas y cada una de las aberraciones intelectuales y morales de nuestra malhadada época; también por el acierto de habernos dado a conocer la figura y obra de uno de los más grandes y desconocidos escritores católicos en español del siglo XX, el argentino Leonardo Castellani.

Pero lo cortés no quita lo valiente, y ya que he citado al maestro de Santa Fe, podría evocar aquella frase con la que él traduce el extraño griego del versículo 4 del capítulo 2 del Libro del Apocalipsis: "tengo contra ti alguito" (Ap. 2,4). Y, en efecto, debo reprocharle a Juan Manuel de Prada que use términos tan soeces para referirse a un libro bíblico, porque no es de recibo que un católico -o cualquier hombre culto- hable en esos términos despectivos de la Biblia (de cualquiera de sus libros). Tratándose de un cristiano es, además, especialmente grave porque todos nosotros admitimos que los textos bíblicos tienen a Dios como autor (Dei Verbum 11), y sus escritos -más allá de cómo los juzguemos literariamente- son la expresión de su sabia voluntad a lo largo de la historia. Y aunque ahora vivamos afortunadamente bajo la libertad de nueva ley de Cristo (Gal. 5,1), la vieja ley -condensada en el Levítico y en el Deuteronomio fundamentalmente- no deja de tener sublimes enseñanzas que prefiguran el Nuevo Pacto, y que merecen leerse y meditarse aún hoy.

Por ello yo aconsejaría que dicha lectura se hiciese de la siguiente manera: con la inteligencia de un hombre y con el entusiasmo de un niño que juega con sus padres a descubrir un tesoro múltiple -muchas monedas escondidas- en un desván poco iluminado y lleno de trastos de los abuelos, pero que cuenta como ayuda con una pequeña linternita. Porque de los niños es el Reino de los Cielos y como niños (e hijos) nos quiere el Señor ante Dios (Mt. 19,14). En esa metáfora, los padres representan a Dios (o también a la Iglesia docente), el cuarto en penumbra y lleno de armatostes es la ley antigua, el tesoro desperdigado que debemos encontrar es Cristo, la pequeña luz que nos acompaña es el Espíritu Santo, y la inteligencia de un adulto y la ilusión del hijo somos -o debemos ser- cada uno de los lectores.

De ese modo, cada versículo de la Biblia debe devorarse (Jer. 15,16) con la luz del Espíritu en la cabeza y el corazón, pues el Señor está presente hasta en aquellos pasajes que nos parecen más alejados de sus sentimientos y su doctrina, y siempre nos invita a encontrarle hasta en los lugares más recónditos de las Sagradas Escrituras. Como anota San Agustín:

"Abierta o secretamente, Cristo me sale al encuentro y me conforta cuando recorro anhelante las páginas de aquellos libros y escrituras".

En definitiva, invito a buscar a Cristo en este último Libro de la Torá, -Pentateuco en griego-, titulado Deuteronomio (que podríamos traducir como Segunda ley). Vayamos, pues, con alegría a encontrar alguna moneda dorada en esa habitación tan entenebrecida.

II

Lo primero que llama la atención de este libro es estar escrito, prácticamente en su totalidad, en primera persona, ya que reproduce "las palabras que Moisés dirigió a todo Israel en el desierto al este del río Jordán (Dt. 1,1). En el Monte Sinaí, el caudillo israelita hablaba en nombre de Dios; aquí en primera persona. Es, podemos decir, el testamento personal del gran libertador de Israel, donde a la vez que recuerda (y en cierto modo purifica) la ley dada en el desierto del Sinaí, ilumina proféticamente el porvenir de Israel, que está a un paso de entrar en la tierra de Canaán. Debemos señalar también cierta influencia en el Evangelio de San Juan, que tanto énfasis pone en presentarnos a Jesús como el nuevo Moisés (el primero nos dio la ley, el segundo la Gracia y la Verdad, 1,17). En efecto, el discípulo amado usará conscientemente esa misma estructura redaccional para referirmos el último discurso de Jesús durante la última cena, concluida con su oración sacerdotal. (Jn. 13-17). Y con un dramático paralelismo por añadidura: ambos van a morir a continuación; Moisés en el Monte Nebo, tras echar un último vistazo a la tierra añorada en la que no entrará (Dt.34,5); Jesús en el monte Calvario, en una cruz romana (Jn. 19,30). Dos aparentes fracasos, dos muertes seguidas de una glorificación. Sin embargo, ellos nos legaron dos sublimes testamentos que constituyen en su integridad la Palabra de Dios. Y la quintaesencia de esa Palabra, ambos la expresaron del mismo modo y casi con las mismas frases. Jesús dirá:

"Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y más grande mandamiento. Y el segundo es semejante: amarás a tu prójimo como a tí mismo" (Mt. 22,37-39).

"Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros. Así como yo os amo, debéis también amaros los unos a los otros" (Jn. 13,34).

Y Moisés manifestará lo mismo, si bien en dos momentos y cumbres diferentes, en el monte Sinaí y en el monte Nebo:

"Ama a tu prójimo, como a ti mismo" (Lv. 19,18).

"Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas" (Dt. 6,5).

Al inicio del Deuteronomio encontramos al pueblo de Israel al este del río Jordán, cerca de su desembocadura en el Mar Muerto, en las estepas de Moab. Sólo le queda cruzar el río sagrado para adentrarse en la tierra prometida, siendo Jericó la primera ciudad a batir. Pero el ambiente del pueblo es de derrotismo, a pesar de que ya habían vencido a Sihón (rey de los amorreos) y a Og (rey de Basán) (Dt. 1,3-4; 2,26-37; 3,1-11). Como nos refiere el libro de los Números (13,32) (y vuelve a recordar el Deuteronomio (1,23-28), los exploradores que volvieron de inspeccionar el país estaban alarmados porque, pese a ser "una tierra magnífica" (Dt. 1,25), "allí hay gente más poderosa y alta que nosotros, y grandes ciudades rodeadas de altísimas murallas" y hasta contemplaron a personas "descendientes del gigante Anac" (Dt. 1,28).

Ante esos miedos, Moisés levantará la moral de su pueblo con un discurso en el que destacan dos impresionantes frases:

"El Señor vuestro Dios combatirá por vosotros".

"El Señor vuestro Dios os ha tomado en sus brazos durante todo el camino como un padre que toma en sus brazos al hijo" (Dt. 1, 30-31).

El cristiano hoy -como aquellos israelitas ayer- está desanimado y asustado porque percibe la impiedad que cada vez se impone con mayor vigor en el mundo, y por la retirada (por estrategia o cobardía) de la verdad de la fe en aquellos ámbitos en los que confiadamente reinaba. Y le aterra reconquistar la tierra prometida de la que fue expulsado. Pero cuando relee estos textos de la Antigua Alianza renueva su confianza, porque tiene entonces la certeza de que es el mismo Cristo el que expresamente nos habla aquí a través de Moisés. ¿O no nos dijo el mismo Señor?

"En este mundo tendréis aflicción, pero confiad: Yo he vencido al mundo" (Jn. 16,33).

"Todo lo que le pidáis en mi nombre al Padre, yo lo haré" (Jn. 14.13).

"Cuantas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos " (Lc. 13,34).

Por lo tanto, desde el mismo principio del libro escuchamos al nuevo Moisés (a Cristo) que nos habla a nosotros a través del viejo libertador cuando exhorta a su inquieto pueblo. E incluso el escritor Juan Manuel de Prada debería apreciarlo aunque sólo fuera desde el punto de vista del juego literario, pues esto parece una de aquellas inquietantes magias que Jorge Luis Borges percibe en El Quijote: el origen de las palabras del caudillo israelita las encontramos en alguien que, aunque vivió mil trescientos años después (Jesús de Nazaret), en realidad ya existía muchísimo antes del nacimiento no sólo de Moisés sino de la creación del mundo, pues "antes que Abraham (o Moisés) existiera, Yo soy" (Jn. 1,1; 8,58).  Un asombroso juego de espejos, sólo que aquí no hablamos de literatura sino de Verdad.  La Biblia no es como San Agustín afirmaba que era Homero (dulce pero vano), sino Verdad, aunque nos resulte áspera en tantos pasajes.

En definitiva, con la ilusión del niño, el lector devoto ha localizado la primera moneda escondida en esa habitación oscura, en aquel libro cuyos primeros trazos se remontan a la época de Moisés -siglos XIII o XII A.C- y cuya redacción final se sitúa sobre el siglo VII A.C.

Cierto es que quedan muchas aún por localizar, y es cierto que el niño puede sentir algo de miedo ante esos viejos muebles llenos de telarañas y polillas (Dt. 12), además de esos legajos polvorientos y abrogados códigos legales (Dt. 14 y ss); siente incluso terror delante de viejos grabados que describen con detalle las guerras de nuestros antepasados (Dt. 20). Pero yo recomendaría a Juan Manuel de Prada (y a todos nosotros) que no nos desanimáramos, que no nos comportáramos como hijos malcriados que abandonan a las primeras el juego, gritando que es un coñazo tremendo. Tengamos presente que el niño tiene la ayuda de su linterna, y además está acompañado de sus padres que le guían para que no yerre y no desfallezca, aunque prefieren con inmensa sabiduría que su hijo aguce su ingenio y fortalezca su valor y su voluntad.

Y, sobre todo, lo que más feliz haría a los padres es que no se concluya ese juego (sea en ese libro de la Biblia, sea en otro o sea en su totalidad -73 libros, no 72 por cierto-) sin encontrar la última moneda, la plenitud de Cristo (Ef. 4,13), pues "En Él están encerradas todas las riquezas de la sabiduría y el conocimiento" (Col. 2,3), y "En Él se encuentra corporalmente la plenitud de la divinidad" (Col. 2,9).

 

 

 


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