Ahí está todo el Evangelio. Ahí está toda mi vida y la de mis amigos.
(H. Houwen. El regreso del hijo pródigo).
I
Dos padres y dos mundos (con Dios y sin Dios).
Un padre tenía dos hijos... Como tantas obras maestras de la literatura universal, la sencilla parábola del hijo pródigo posee el grato aroma de un relato familiar contado delante de una hoguera bajo las estrellas. Y también una estructura convencional. Pienso, por ejemplo, en El rey Lear: Un rey tenía tres hijas... El inicio de ambas historias es similar y a la vez extraño, y marca negativamente el destino de los personajes (de manera temporal en un caso y definitiva en el otro). Tienen igualmente una trama repleta de dramatismo, y un final inesperado y excesivo. Pero si la parábola concluye en la felicidad de una fiesta (símbolo genuino de Jesús para explicar las delicias de la vida que nos espera), la obra del inglés no tiene otro cierre que la desdicha y la muerte. Es el destino inexorable de vivir en este valle de lágrimas sin la lámpara de la fe, que nos ilumina el único camino a la casa del Padre que es Jesús.
Veamos brevemente esa similitud formal y esa distancia infinita en relación a su sentido:
En cuanto al inicio, son parecidas por ese toque anormal. En el relato de Jesús, un padre, ante la impaciente petición de su benjamín, decide dividir y repartir en vida sus bienes entre los dos hijos, lo que no tenía en derecho por qué hacer pues la herencia sólo se adjudica si muere el causante. En cualquier caso, y pese a conocer de qué pie cojea el menor (lo que hace aún más incomprensible su decisión) accede a su injusta demanda; como le ama, tiene que respetar su libertad. En consecuencia el hijo hace acopio de todo y, rico, se marcha a un lejano país donde vive disipadamente.
En el drama de Shakespeare, un rey divide su reino entre sus tres hijas, pero en este caso a cambio de una fatua exigencia, su pública adulación. Dos de ellas son unas arpías, aceptan el ofrecimiento del padre y le colman de elogios exagerados, pero la tercera, la menor -Cordelia-, es una bendita que rechaza cualquier exhibición pública de su verdadero amor ante ese padre que chochea. No admite ese legado y quiere quedarse junto a él, cuidándole en su senectud. El padre juzga disparatadamente la bondad de su hija menor como una falta de gratitud, y la destierra ante el silencio cobarde de casi todos los presentes.
En ese similar principio encontramos ecos de los estragos del pecado original desde el origen de la humanidad, que nos hace perder la noción de lo que es bueno o correcto, y nos conduce de cabeza al despeñadero.
En cuanto a la trama, en la parábola se nos muestra un camino de ida hacia el infierno (oculto tras el oropel de la riqueza, pero que acabará mostrando su verdadera cara), y el retorno hacia un auténtico -y sobre todo, inesperado- cielo (que es la casa del padre).
En la tragedia, el infierno prácticamente lo abarca todo: la locura del padre; la estupidez, crueldad y ambición de los demás personajes, y un cierre donde la muerte impone su tétrico imperio. Veremos desencadenarse una catástrofe cósmica y humana, y se nos exhibirá, a través una asombrosa sátira sobre la ingratitud, la más ambiciosa tragedia jamás escrita por el hombre (griegos incluidos). No hay Cielo, sólo el mundo con su realidad despiadada y absurda, donde "la naturaleza es mi diosa y a su ley consagro mis servicios" (según reivindica uno de los personajes centrales de la obra). Una impresionante plasmación artística del homo homini lupus.
Y en relación al desenlace, es inesperado en ambos casos: el hijo crápula se encuentra con los abrazos de su padre, que le besa sin parar y le colma de honores. Aquí debemos detenernos un poco: el padre nos sorprende porque, si es verdad que representa a Dios, en Él, según enseña Santo Tomás "no se dan pasiones afectivas" (Suma contra Gentiles, Libro I, Cap. LXXXIX). Esperábamos a un venerable anciano, mesurado, racional, compasivo y justo, que, a la vez que volvía a acoger piadosamente a su hijo -pero sin demasiados aspavientos-, le reprocharía con pía benevolencia el mal que se había hecho a él mismo y también a su familia. En efecto, la Biblia describe así al Señor:
"El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia, que no nos trata como merecen nuestros pecados" (Sal. 102).
Probablemente, a tenor de ello, en la futura partición de la nueva herencia el padre le dejaría lo mínimo para vivir dignamente, mejorando sobremanera a su hermano mayor, no por venganza por supuesto, sino para compensar con una estricta justicia retributiva ese desafuero pasado. Pues Dios es perfecta bondad, perfecta justicia y perfecta sabiduría y, por tanto, no puede metafísicamente cometer exceso alguno -hybris- en esas virtudes.
Sin embargo, lo que nos narra la parábola rompe en pedazos aquel esquema, pues es el padre (Dios) -y no el hijo (el pecador)- el que se paradójicamente se humilla cuando se lanza corriendo a abrazarle, rompe a llorar y le llena de besos, mientras le repite hijo mío, hijo mío. No parece un padre sino una madre, más propensa a desbordamientos emocionales con sus hijos. Contemplamos con asombro a Dios literalmente derrotado por un miserable que es muy dudoso que esté arrepentido de corazón. Además le pondrá un anillo en el dedo (símbolo de autoridad, otorgado a quien no tiene la más mínima auctoritas moral) y sandalias en los pies (símbolo de libertad, a quien viene descalzo, esclavizado por el pecado y la miseria). Es decir, tan inmensamente más de lo que en justicia, lógica y razón se merece, que es comprensible -quién puede dudarlo- que el hermano mayor se lo reproche a su padre. Como si se hubiera vuelto loco... loco de amor. El hijo menor -absolutamente desconcertado- apenas puede balbucear las palabras que ha memorizado, más como disculpa meditada que como conversión verdadera. Sobre ese aspecto fundamental -y polémico- volveremos más adelante.
En cuanto a El rey Lear -sobre todo su final- se ha asociado, a mi juicio con lucidez, a una modalidad de teatro del absurdo, donde el sufrimiento de todos y cada uno de los personajes es tan abrumador (y en algún caso, tan innecesario), que deja al lector o al espectador sin resuello. Es una obra que cumple con absoluta maestría la función catártica de la tragedia según Aristóteles: purificar con el horror nuestras pasiones, sacando la compasión de nuestro corazón. Pero no sólo brota la piedad (quién no se estremece al contemplar a Lear, ya lúcido, con Cordelia -su hija asesinada- entre sus brazos, negando cualquier esperanza: "Tú nunca volverás, nunca, nunca, nunca..."). Nos provoca también náusea y terror. Percibimos en su absoluta desnudez el inmenso fresco de nuestro mundo sin Dios. Y si por un casual hubiese "dios" -como dice sarcásticamente otro de sus grandes personajes- "nos trata como los niños a las moscas, nos mata para su diversión".
Frente a esa blasfemia, el padre de la parábola de Jesús le dirá simplemente al otro personaje, el hermano mayor: "Había que hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado" (Lc. 15,32). Es la vida y el amor (y no la muerte y la nada) el destino que nos espera. Jesús nos enseñará -como nadie lo ha conseguido ni lo conseguirá jamás- el alma de su Padre, su esencia primordial y su consecuente actitud ante sus hijos, rebeldes o no. Sólo el apóstol y teólogo Juan simplificará aún más esa verdad que nos explica Jesús en el Evangelio de Lucas con su célebre y definitivo axioma, Dios es amor (1 Jn. 4,8).
En definitiva, estas dos obras cumbres del arte literario, de similar estructura, concluyen de manera antagónica, mostrándonos los dos únicos caminos posibles de nuestra existencia:
"En este día pongo al cielo y la tierra por testigos contra vosotros, de que os he dado a elegir entre la vida y la muerte, y entre la bendición y la maldición. Escoged, pues, la vida para que viváis vosotros y vuestros descendientes; amad al Señor vuestro Dios, obedecedle y sedle fieles, porque de ello depende vuestra vida" (Dt. 30, 19-20).
II
Tres parábolas en una
Sucede que décadas después de oír por vez primera esta parábola (ya no recuerdo si en la escuela o en la iglesia, en la casa paterna o la de los abuelos), me sigue conmoviendo, como si fuese un espejo que reflejarse las fases espirituales de mi vida. Hace muchos años me identificaba con el hermano menor, buscando al Padre por un sendero del que me desviaba continuamente por sombríos vericuetos; ahora me asimilo más al mayor, y al igual que éste digo -como esperando algo- que hace tantos años que te sirvo, pero quizás el Señor me esté recordando "que he desistido de mi caridad inicial" (Ap. 2,4). En fin, lo cierto es que la escucho con gozo año tras año en la lectura correspondiente de la Santa Misa, la medito habitualmente con la Biblia y he leído comentarios excepcionales sobre ella (por ejemplo, el delicioso libro El regreso del hijo pródigo del sacerdote holandés Henri Houwen), y siempre "como un padre de familia de lo que tengo saco cosas nuevas y cosas viejas" (Mt. 13,52).
Esta historia se encuentra en el capítulo 15 de Lucas, donde Jesús responde al reproche que le hacen los fariseos de acoger a los pecadores y comer con ellos, relatando a continuación las parábolas de la oveja pedida, la dracma hallada y el hijo pródigo. El significado unitario de las tres parábolas sobre la misericordia es claro, y se recoge en una de las frases más rotundas y esperanzadoras del Nuevo Testamento: Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad" (1 Tim. 2,3-4). Todos necesitamos la salvación de Dios y todos, con independencia de sus pecados, de su raza o incluso de su religión, son buscados por Él para ser justificados (la oveja y la dracma), pero, a la vez, el hombre -que no es un animal movido por instintos ni un objeto inanimado- debe quererlo, disponerse a ello, y tomar la dirección correcta (el hijo pródigo).
Como vemos, en las dos primeras -la oveja y la dracma- la iniciativa la toma claramente Dios, mientras que, en el caso del hijo pródigo, la actitud del padre parecer ser pasiva, esperando la llegada del hijo. Otra diferencia es que Jesús concluirá las dos primeras parábolas con una explicación muy parecida, que ya no empleará en la del hijo pródigo.
En efecto, en la parábola de la dracma perdida: "Os digo que habrá más alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta" (Lc. 15,6). Muy semejante en la parábola del buen pastor, con la peculiaridad de que aquí, en vez de los ángeles de Dios, se mencionará el Cielo, y se añadirá "que por noventa y nueve que no necesitan conversión" (Lc. 15,7).
Si nos fijamos atentamente, esas frases que emplea el Señor al concluir las dos primeras parábolas, parecen mucho más pertinentes en la del Hijo Pródigo, pues se nos presenta a éste caminando por libre decisión hacia la casa paterna y llegando a ella. Y resultan más impropias en las otras dos, pues en ambas la voluntad de la buscar al perdido procede de Dios (representado como un amoroso pastor y una mujer diligente). Con ello el Señor nos advierte que las tres parábolas son un único tríptico que debe leerse de manera unitaria para evitar los dos errores habituales en cuanto a su interpretación: primero, anular cualquier acción humana en el proceso de conversión (protestantes), y segundo, considerar ésta concluida con la mera decisión del hombre (pelagianos). Añadimos con desazón que nuestro tiempo ha sumado un tercer error aún más grave y grosero a los anteriores: que no es necesaria la conversión ni el arrepentimiento, y podemos sin complejos continuar en la ciénaga de los pecados. O incluso ir a nuestro padre y que nos resbalen sus lágrimas y sus abrazos (porque yo soy así, tal y como mis progenitores me hicieron), de tal modo que no descarto desplumarle de nuevo, volver a las andadas y acabar retozando con los marranos. En el último instante, mi padre tan bonachón seguro que vendrá a salvarme, como hizo con la oveja o con la dracma.
Aunque nos resulte indignante e inaudito, sabemos que hoy, en ciertos ámbitos que se definen como cristianos, se defienden en mayor o menor grado esas barbaridades; no se incita a que se abandonen los graves pecados sino a mantenerse en ellos con la excusa del sentimiento del amor, sin tener en cuenta que el amor, disociado de su origen -que es Dios y su ley divina y natural-, no es más que idolatría. Esos planteamientos son, por lo tanto, la antítesis de lo que nos describe la parábola del Hijo Pródigo. Están invocando la tragedia de El rey Lear; la ingratitud frente a la gratitud, la noche frente al día, la muerte frente a la vida.
En definitiva, Dios quiere y puede redimirme, pero no lo hace sin mí. Por un lado, la capacidad del hombre de salvarse sí mismo es tan nula como la de un animal irracional o un objeto inanimado para tomar libremente una decisión. Por otro, el hombre es un ser racional, y por ello Jesús pone también el acento en la disposición del hijo, que entrando en sí mismo (Lc. 15,17), llega a la conclusión de que si quiere evitar la muerte -de inanición o de alguna septicemia en aquella pocilga- debe tragarse su orgullo, levantarse, ponerse en camino hacia su padre y decirle palabras de arrepentimiento.
Pero él no está arrepentido y convertido. Más que a su padre quiere su sosiego. Lo único que anhela es un poco de pan y una cama donde poder dormir sin que las pulgas le zahieran; envidia a los siervos del padre ("cuántos criados de mi padre..."). Es el pecador que meramente recapacita; el que, más que amar a Dios, le teme; asume racionalmente que es justo ser castigado y degradado a la condición de siervo (un duro purgatorio). No quiere definitivamente el Cielo, sólo aspira a evitar el infierno y la muerte (en vida) o, al revés, la muerte y el infierno (en el más allá). Le mueve un miedo indigno y servil. No ha llegado a aquel estado en el que sienta de corazón:
"aunque no hubiera un Cielo yo te amara,
y aunque no hubiera infierno te temiera"
Pero en todo caso obedece a su razón y se pone en marcha. El único camino posible del pecador hacia Dios es Jesús, pues Él dijo "soy el camino la verdad y la vida, y nadie va al Padre sino por mi (Jn. 14,6).
III
El camino hacia el arrepentimiento del hermano menor.
Ese viaje que emprendemos los hijos pródigos hacia la casa del padre es la oración cristiana, en la que Cristo es, a la vez único camino (Jn. 14,6) y único mediador (1 Tim. 2,5). Pero la oración también es una carretera llena de baches, de trampas, de compañeros de viaje indeseables que nos invitan a retroceder (las tentaciones). Sin lugar a dudas, el camino de Cristo no es fácil, pues exige renunciar a lo que somos para que renazca un nuevo ser, pasar del hombre viejo al hombre nuevo (en terminología paulina). Y en ese largo trecho desde la ciénaga de nuestros pecados hacia la lejana casa del padre, tras tantos malos hábitos adquiridos, nos distraemos fácilmente por la fatiga del esfuerzo o por la desesperanza. Hay que estar concentrados para no desviarse, y perseverantes para contrarrestar el pesimismo ante la lejanía en la que creemos que está aquel hogar; como en algunas pesadillas nocturnas, que por mucho que avanzamos, nuestra impresión presenta el objetivo alejándose de nosotros.
En mi mediocre vida de oración sólo he tenido una certera convicción: los tiempos y los estados de nuestra alma los marca exclusivamente el Señor, no nosotros. Y lo hace cuando quiere y como quiere, sin que comprendamos sus razones. No nos elevemos sin que Él nos eleve, nos advierte la sabiduría de Santa Teresa de Jesús. El hombre, más que esperar algo consolador en la oración, debe con humildad no desfallecer en ella, aunque nos parezca un esfuerzo inútil día tras día. La clave es ésta, la perseverancia, como aquella vieja pesada ante un injusto juez (Lc. 18, 1-8), o aquel amigo importuno (Lc. 11, 5-10). Cuántas veces -muchas- entramos con las mejores disposiciones y nuestra plegaria es un desastre, hasta el punto que salimos imaginando que hemos cometido por añadidura algún serio pecado de pensamiento. Pero otras -muy pocas- el Señor nos da la dicha de realizar una luminosa acción de gracias, y de recibir -con certeza indubitada y vivencial- su amor siempre inmerecido. Precisamente la parábola del padre misericordioso (como también se la denomina) confirma esa verdad. "Porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre" (Mt.7,8). No en vano advierte el Señor que "nadie que toma el arado y mira hacia atrás es digno del reino de Dios" (Lc. 9,62), o que "el que persevere hasta el final de salvará" (Mt. 24,13).
El hijo pródigo no ha vuelto la cara, ha perseverado y ya está muy cerca del hogar. Se esconde tras un árbol porque le parece que ha visto a su padre en el portal con la mirada fija en el sendero por donde un día se marchó. Quizás ha transcurrido más de un año, pero el padre no ha perdido la esperanza de volver a ver al hijo. Este detalle le conmueve pues no se esperaba esa disposición paterna; siente una emoción nueva, y repasa las palabras que memorizó en la ciénaga, pero descubre que ya no significan lo mismo. No entiende muy bien lo que le está sucediendo porque ahora, más que pedirle que le trate como a un criado, lo que desea es asumir con alegría cualquier resolución -la que sea, incluso el rechazo- de ese maravilloso padre: "haz lo que quieras conmigo". Ya no piensa en la miseria en la que vive por abandonarle, ahora sabe -ahora sí- que su pecado no merece más que la muerte; lo que le atormenta es el dolor que ha provocado al mejor de los padres, que día tras día, se quedaba con los ojos llorosos, contemplando el camino de sombras por dónde huyó su hijo pequeño. Cómo he podido -reflexiona ahora, oculto tras el árbol- hacerle tanto mal a quien me dio la vida y me protegió, hasta el malhadado día en que me creí libre y con autonomía para decidir mi destino. El centro es su padre, ha dejado de serlo él. Sufre más por haberle ofendido que por su hambre. Como nos enseña el insigne teólogo Antonio Royo Marín, en su "Teología de la perfección cristiana":
"El alma misma no ha de procurar su salvación o santificación
sino en cuanto que con ella glorificará más y más a Dios. La propia salvación y
santificación no puede convertirse jamás en fin último. Hay que desearlas y
trabajar sin descanso en su consecución; pero únicamente porque Dios lo quiere,
porque ha querido glorificarse haciéndonos felices. Porque nuestra propia
salvación no consiste en otra cosa que la extrema alabanza de la gloria de la
Trinidad beatísima”
Ahora sí podemos confirmar que está arrepentido de corazón, antes no. Brotan las primeras lágrimas. Las ha generado su padre simplemente con su mirada lejana, pero aún falta el sello definitivo que es el encuentro con él. Comienza a acercarse a la casa, y si sorpresa mayúscula fue atisbar su dulce melancolía después de tanto tiempo, qué diremos cuando observa que su padre, sin consideración a sus venerables canas, corre hacia él como un niño o una madre; se le abraza y le cubre de besos con lágrimas que se unen a las que también el hijo derrama. El hijo repite balbuceando aquellas palabras bien memorizadas, pero como dijo Gracián "faltan palabras donde sobran sentimientos". Ni él las articula correctamente -se han quedado cortas, para lo que ahora quiere expresar- ni el padre las escucha porque se mezclan a un permanente hijo mío que no deja ni un instante de pronunciar. No yerran tantos modernos y modernistas cuando afirman que el padre misericordioso en ningún momento le ha exigido arrepentimiento a su hijo; es verdad, pero omiten lo fundamental: porque se lo ha regalado con la sobreabundancia de su amor. Dios no sólo nos da el perdón; también el arrepentimiento para que podamos ser perdonados. Por eso le rogamos que nos dé lágrimas para llorar nuestros pecados.
Lo que sigue es la gloria para el hijo, que de manera inimaginable pasó de la muerte (que se merecía) a la eterna felicidad (que ningún mortal puede alcanzar por sus propios medios). Así lo explica San Pablo en aquellos impresionantes versículos: "ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni han subido al corazón del hombre, las cosas que Dios ha preparado para los que le aman" (1 Cor. 2,9).
En definitiva, el hijo menor cayó en el pecado (la huida de la casa paterna), sufrió las consecuencias (la ciénaga con los cerdos), se convirtió por la oración (el camino de retorno hacia su hogar) y obtuvo el Cielo (encontró al padre que, de modo inesperado, le colmó de honores y le preparó una inigualable fiesta; es decir al Padre, "pues yo soy el que borro tus transgresiones por amor de mí mismo y no recordaré más tus pecados" (Is. 43,25). Una gozosa celebración, con la que también se clausuran las otras dos parábolas de la misericordia:
"Al llegar a casa, el pastor/ la mujer reúne a sus amigos/as y vecinos/as diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado -la oveja o la dracma- que se había perdido".
La liturgia, en la Misa de la Vigilia Pascual, resumió esa Verdad en una preciosa frase, con un sutil y delicioso toque de irreverencia: "Oh feliz culpa, que mereció tal y tan grande redentor".
Y aquí podría cerrarse este sublime relato, una joya de la espiritualidad y de la pequeña literatura universal. Pero como Cristo es la Palabra de Dios encarnada, la Sabiduría:
"Que nadie, del primero al ultimo, ha conocido a fondo y cuyos pensamientos abarcan más que el océano, y sus designios son más profundos que el inmenso abismo" (Sir. 24, 28-29),
el Señor nos presenta a continuación -para trabajo de nuestras meninges y como advertencia a todos los buenos- otro personaje, sin duda mucho más complejo y repleto de matices. Y sobre todo con el alma más oscura, a nuestro juicio, que la del manirroto y rijoso hermano menor.
Se trata del leal y obediente hermano mayor. Pero a esa poliédrica figura le dedicaremos, si Dios quiere, el próximo post. Se lo merece.
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