I
Una de las más sólidas objeciones realizadas al llamado Sínodo de la sinodalidad (2021-2023), ha
sido recordar que la Iglesia Católica, por su constitución dogmática, es jerárquica y no asamblearia; monárquica
y no democrática, constituida de arriba abajo y no de abajo arriba (a diferencia de las
comunidades protestantes). Y que, aunque nadie discute la mayor importancia que debe darse al laicado
desde el Concilio Vaticano II, no puede olvidarse, como dijo el profesor Roberto de Mattei (en
un extraordinario artículo en la web Adelante
la fe titulado “La
Iglesia sinodal y la de Cristo”) que:
“La Iglesia que fundó
Jesucristo no es desde luego una iglesia sinodal, sino una Iglesia jerárquica
que no tiene necesidad de interrogarse a
sí misma ni de avanzar hacia lo desconocido, porque su Fundador le reveló su
misión y dejó sentada su constitución inmutable.”
Teólogos tiene la Iglesia para debatir sobre esta importante
polémica teológica, pero como laico me planteo otra cosa más sencilla,
diríamos de sentido común de un humilde católico de a pie. Me pregunto si el Papa
Francisco, antes de haberlo convocado, consideró seriamente promover, con
carácter previo, una encuesta universal rigurosamente implementada que
examinase a fondo (de modo objetivo y sin prejuicios) el estado general de la
fe y la vida de los cristianos de nuestro tiempo (en materia doctrinal, sacramental
y moral). Y ello por una razón elemental: si tras valorar sus resultados, se adverase
–como muchos percibimos en nuestro día a día - la decadencia de la fe y la sana
doctrina, de la praxis sacramental y del comportamiento según la moral católica
de la inmensa mayoría de bautizados de la Iglesia Católica, sería inexcusable
la implementación de decisiones
dolorosas y quirúrgicas para extirpar las gangrenas que hoy pudren la religión
que recibimos de nuestros padres (y que algunos le ponemos la etiqueta genérica
de modernismo). Y por supuesto, dejar
aparcados sínodos sobre otras materias para tiempos mejores. Sería un
contrasentido que, confirmándose este estado de UCI, se reconociera posteriormente
a una representación de laicos la posibilidad de fijar, de común acuerdo con
los eclesiásticos, los objetivos pastorales de la Iglesia para las próximas
décadas, mediante lo que se denomina pomposamente Sínodo de la sinodalidad. Porque “De un árbol malo -entendámoslo en el sentido de enfermo- no pueden salir buenos frutos” (Mt. 7,17), como sentenció
Nuestro Señor. Y el árbol de la
Iglesia lo está, salvo para los que no quieran verlo.
Aquí el problema, según lo percibo, es que casi nadie tiene suficiente
coraje para denunciar que debemos cambiar el rumbo y dejar de huir hacia
adelante -arrastrados por el huracán del mundo- como llevamos haciendo las últimas décadas. Y sobre todo nadie
quiere afrontar con hombría el hecho de que en nuestro siglo XXI probablemente estemos
viviendo una de las peores crisis de la historia de la Iglesia (si no la peor,
el posible prólogo de la última y definitiva que refieren los Evangelios
sinópticos y algunas cartas paulinas), caracterizada por apostasías continuas y
por el hundimiento de la sana doctrina, de la liturgia y del comportamiento
moral de los cristianos. Ni siquiera la acción en favor de los pobres de Cáritas (admirable en tantos sentidos)
se salva del todo, precisamente porque en la práctica se ha desligado del tronco nutricio
que es la fe en Cristo, quien nos advirtió que su Persona debe primar sobre todo y sobre todos (sean pobres, ricos o
mediopensionistas). ¿A cuántos beneficiados por las ayudas materiales de Cáritas (alimentos, alquileres,
hipotecas, asesoramiento a extranjeros irregulares…) se les exhorta a que
remedien sobre todo su pobreza espiritual, causada por no conocer, o hacerlo
imperfectamente, a nuestro Señor y Salvador Jesucristo? ¿No señaló Él con cierta tristeza que se le buscaba “porque comisteis de los panes hasta
hartaros”; y que procuraron “el alimento que pasa” y no “el que dura para la vida eterna, el que os
da el Hijo del Hombre al que Dios acreditó con su sello” (Jn. 6,27). ¿No se
evita deliberadamente la predicación con
la ominosa excusa de no dañar conciencias?
Todo lo expresado anteriormente confirma mi íntima convicción
como un católico más de la inutilidad de ese sínodo sinodal como vía para para
escuchar al pueblo de Dios. En realidad, el único sitio donde de manera auténtica
la Iglesia debe escuchar a los fieles es en el confesionario, en el sacramento de la penitencia, y
–como sabemos todos, el primero el Santo Padre- sólo una minoría insignificante de bautizados en la Iglesia
Católica acuden/acudimos a este sacramento. Pero por lo visto esa desafección de la
inmensa mayoría de católicos a los sacramentos -y la pérdida de conciencia del
pecado que ello implica- no es un asunto preocupante que merece ser tratado en
un sínodo.
Desde las parroquias del mundo se pidió a los fieles rellenar
unos formularios que incluían unas preguntas sobre la vida parroquial que tenían muy poco que ver, a mi juicio, con los problemas fundamentales de la fe cristiana de nuestro tiempo;
algunas a tono con el espíritu progre/feminista de nuestra época; ¿En qué cuestiones cree que falta una
participación más plena de la mujer en la Iglesia?”; y otras que directamente producían
vergüenza ajena: “¿Cree que la gente iría
más a misa si la Iglesia fuera más sinodal (integradora, participativa y
corresponsable)?”. Responder un cuestionario así evocaba la música de la orquesta
del Titanic, mientras el transatlántico se iba a pique por la proa. En mi caso,
hice un esfuerzo verdaderamente titánico para armarme de paciencia y responder
íntegramente la encuesta más moderada de mi parroquia. Y de manera
interlineal agregué opiniones, relativas no tanto a fortalecer la situación de
los laicos en la Iglesia, sino la de los pastores e incidir en su formación tradicional aunque esto sea impopular (y
se descalifique con la expresión de clericalismo).
Creo recordar que manifesté que muchos laicos estaban como ovejas sin pastor, y no sólo porque sean pocos (que lo son)
sino porque muchos de esos pocos renuncian de facto a su función de vigilantes,
cuando las fieras acechan. E incluso por desgracia una minoría de pastores son verdaderamente
lobos con piel de cordero. Recordemos las duras palabras del profeta Ezequiel:
"No habéis
robustecido la res flaca, curado a la enferma, vendado a la herida, devuelto a
la descarriada, ni buscado a la perdida, sino que las habéis avasallado con
violencia y crueldad. Así se han dispersado faltas de pastor y han venido a ser
pasto de todas las fieras del campo. Dispersáronse, pues, y ha errado mi ganado
por todas las montañas y por toda alta colina" (Ez. 34, 4-6).
II
Precisamente la hermosa y triste expresión de “como ovejas sin pastor” es usada por Nuestro Señor cuando miraba compasivo a la muchedumbre que le seguía (Mt. 9,36). En este caso, como en muchos otros, el Señor no hizo sino tomarla del Antiguo Testamento para aplicarla al mundo que Él estaba comenzando a transformar desde sus cimientos. Y uno de los contextos en los que aparece esa expresión en la vieja ley es precisamente durante una asamblea que se celebró entre los reyes de Judá e Israel (Josafat y Ajab) sobre el año 854 A.C. que se narra en el capítulo XXII y último del Primer libro de los Reyes y en el capítulo XVIII del Segundo libro de Crónicas.
Huelga decir que esta historia nada tenía que ver con la idea
del sínodo del que estamos hablando. Sin embargo, la lectura meditada de los
versículos bíblicos me hizo apreciar algunos paralelismos entre ambas reuniones,
pues en las dos se pone de manifiesto el drama de un pueblo cuyos pastores no
conocen sus necesidades, y se entretienen en cosas ajenas a su función esencial
de dirigirlo correctamente hacia su salvación, al prado de fuentes tranquilas que canta el salmo 22.
En efecto, había pasado algo menos de cien años desde la catástrofe
de la división del reino judío entre el del sur (Judá) y el del norte (Israel),
acaecida tras la muerte del rey Salomón (931 o 928 A.C.) y las relaciones entre
los dos estados hermanos fueron en esas décadas tremendamente conflictivas.
Hasta la llegada al trono de Judá del rey Josafat (870-848 A.C.), que buscó la paz
con el rey abyecto que mandaba en Israel, Ajab (874-853 A.C.), marido de la princesa sidonia Jezabel. Sobre ese matrimonio pendía
una terrible maldición, anunciada por el profeta Elías, tras haber cometido
ambos el terrible crimen de la viña de
Nabot, contada con un impresionante dramatismo en el capítulo anterior al
que nos referimos, el XXI. En todo caso, esta lúgubre profecía no impidió la cita de los dos reyes en Samaria con el fin coaligarse para arrebatar la
antigua ciudad judía de Ramot de
Galaad al rey sirio que actualmente la poseía, probablemente
Hadadezer.
La narración por el autor sagrado de esa asamblea, desde el
punto de vista de la ironía literaria (y por ciertos toques de humor) es
absolutamente magistral. La idea básica que nos quiere transmitir es el
contraste entre los impresionantes, razonables y aparentemente justos proyectos
humanos (que cuentan con el beneplácito de todos los actores civiles y
religiosos implicados) con el verdadero designio divino cuyos caminos no son nuestros caminos (Is. 55,8), y que emplea a un
pobre profeta marginado en Israel del cual dice el repulsivo rey Ajab que “le tengo odio porque nunca me profetiza
venturas sino desgracias, y es Miqueas, hijo de Jimla”. Por la presión del
rey Josafat, el buen Miqueas comparece ante ellos, en un recinto espectacular donde “el rey de Israel y Josafat rey de Judá estaban sentados en sus
tronos, con sus vestiduras reales, en la plaza, junto a la puerta de Samaria” (22,10). Mientras tanto, los cuatrocientos
profetas convocados -cada uno haciendo los habituales gestos proféticos- eran unánimes en
pronosticar el triunfo incontestable de esa coalición contra Siria. Un tal Sedecías
fabricó unos cuernos de hierro –evocando posiblemente Dt. 33,17- y con movimientos
sincopados empitonaba al viento mientras gritaba: “Con estos acornearás a los sirios hasta exterminarlos” y todos los demás vociferaban unánimes “¡Ataca a Ramot de Galaad! Triunfarás, el
Señor te la entrega”.
Cuando Miqueas comparece delante de ese circo es interpelado
por Ajab y, en una aparente muestra de debilidad, le respondió al rey que sí,
que atacase a la ciudad y que la conquistaría. Aunque sin duda el astuto rey israelí –por el gesto del profeta- captó el sarcasmo que había detrás de ese optimista
oráculo, y le echó en cara que no le estaba diciendo lo que pensaba.
Entonces Miqueas recibió verdaderamente el Espíritu del
Señor y comenzó a profetizar con estas grandiosas palabras, que siglos después haría suyas Nuestro Señor Jesucristo:
“Estoy viendo a todo
Israel
Desparramado por los
montes
Como ovejas sin pastor”.
Y añadió:
“Estos no tienen dueño:
Vuelva en paz cada cual
a su casa”.
Los oráculos de Miqueas implicaban una reprobación de esos dos
reyes -que sólo luchaban por su propia gloria sin importarles la condición de
su pueblo- y, sobre todo, de la totalidad del cuerpo profético de los dos
países, que confeccionaban profecías para confirmar los deseos del poder. Toda la espectacular
parafernalia montada en Samaria, quedaba reducida a ruinas por la voz de la
Verdad, por la Palabra de Dios a través del más mísero de los profetas.
Imagino el indignado
silencio que se produjo en aquella plaza al oír esta impugnación divina que obligaba
a los mandamases políticos y religiosos a renunciar a ese propósito tan
magníficamente organizado, y a dedicarse a lo único que verdaderamente
importaba a YHWH: a pastorear al pueblo, cada uno en su puesto para combatir a
los lobos que nunca duermen; no meterse en batallas que no llevan a nada bueno.
Un silencio que al poco se mudó en una algarabía llena de odio,
llevando Ajab la voz cantante. Entonces Miqueas dio una nueva vuelta de tuerca
a sus palabras; pasó de un tono compasivo a otro combativo, y describió la impresionante teofanía que le mostró el Señor, no sin un
delicioso toque de humor y suspense:
“Por esto escucha la
palabra de YHWH. Vi al Señor sentado sobre su trono y a todo el ejército del
cielo junto a Él, a su derecha y a su izquierda. Y preguntó el Señor: ¿Quién
seducirá a Ajab para que suba y caiga en Ramot de Galaad? Y uno contestó de un
modo y otro proponía de otro. Entonces surgió un espíritu y, presentándose ante
YHWH, dijo: “Yo le seduciré”. Preguntóle YHWH: “¿De qué manera?”. “Saldré –respondió- y
seré espíritu mendaz en boca de todos sus profetas. Díjole YHWH: “Lograrás
seducirlo; sal y hazlo así”. Ahora, pues, he aquí que YHWH ha colocado un
espíritu de mentira en la boca de todos los profetas, porque ha decretado tu
ruina”.
Como era de prever, Miqueas no fue creído; recibió una bofetada
de su colega Sedecías (el de los cuernos) y fue condenado a pan y agua en una cárcel de Samaria.
Sin embargo, todo lo que había sido profetizado, primero por Elías tras la
infamia de la viña de Nabot y luego
por él mismo, se cumplió al pie la letra. La coalición fue derrotada por Siria; Ajab recibió un flechazo en el costado que le dejó malherido y lo llevaron en su carruaje junto al estanque de Samaria, adonde llegó muerto. “Lavóse el carro junto a la alberca de Samaria, los perros lamieron su
sangre y las prostitutas de Samaria –que usaban la alberca para limpiarse
tras la dura faena de la noche- se
bañaron en ella, conforme al oráculo que YHWH había pronunciado” (1 Rey
22,38, 21,19).
CONCLUSIÓN
¿Es exagerado vincular ese drama bíblico al Sínodo que culminará el año que viene? Pienso que con esa narración del "sínodo de los reyes", las Sagradas Escrituras nos dan una excelente lección. Los tiempos de crisis -y los actuales los son- exigen más que nunca de todos nosotros lo que siempre nos ha pedido la Iglesia: oración, sacramentos, sacrificios y ayuno. "Volvernos al Señor para que Él se vuelva a nosotros" (Zac. 1,3). No sínodos para discernir si debemos ser más sinodales o no.
En definitiva, no perder un tiempo de salvación (y el de hoy es oro, dado que el plazo se ha cumplido (Mc. 1,15) y día a día el diablo, como león rugiente, anda buscando a quien devorar" (1 Ped. 5,8)). Por eso convendría tomarse muy en serio y no despreciar el oráculo del profeta Miqueas en aquel encuentro con los dos reyes y sus profetas de cámara. Delante de todos ellos (de todos nosotros) se oye una voz apesadumbrada y melancólica -y probablemente acompañada de lágrimas- que reproduce las inefables palabras del Señor, de ayer, de hoy y de siempre:
"Estoy viendo a todo Israel
Desparramado por los montes
Como ovejas sin pastor”.
Estos no tienen dueño:
Vuelva en paz cada cual a su casa”.
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