Vi este fin de semana "Los Domingos", película que alcanzó la "Concha de oro" del festival de San Sebastián y lo cierto es que me encantó; es más, puedo decir que logró el milagro de que volviera a reconciliarme con el cine español, cuyo sectarismo y chabacanería habían alcanzado picos inimaginables. La circunstancia de que su directora fuese una mujer sin creencias religiosas, la baracaldesa Alauda Ruiz de Azua, hace más meritorio su trabajo, pleno de talento y sensibilidad, a años luz de la chabacanería de un Almodóvar o del sectarismo de un Amenábar. Me imagino los dislates que ambos (excelentes directores por otro lado, pero sólo desde el punto de la realización técnica) introducirían en el profundo y meditado guion de esta extraordinaria película.
Antes y después de ver la película he leído algunas críticas sobre ella, y todas sin excepción ponderaban su excelente factura, sus múltiples lecturas y -lo más interesante a mi juicio como cristiano- todas ellas revelaban ininteligibilidad sobre el fenómeno de la conversión, y su fuerza para transformar cada vida.
De hecho, la crítica que más me ha impresionado ha sido la que he leído de Fotogramas, redactada por un tal Fran Chico titulada provocativamente "La mejor película de terror de 2025". Pero no porque me parezca una mala crítica, todo lo contrario. A mi juicio es, a la vez, la que mejor -y también la que peor- entiende la película, una paradoja que también he observado en otras críticas que he leído, pero que este brillante crítico lleva hasta su punto más radical.
El común denominador de todas las reflexiones que he podido contrastar es la incomprensibilidad ante la decisión de la protagonista: ¿Lo hace ante la ausencia de una madre y el horizonte de un padre amenazado por una quiebra económica? ¿Está manipulada por la Madre del convento? ¿O se trata de una conversión auténtica, una de esas que nos regala una nueva manera de percibir nuestra vida y nuestro mundo? La película, incluso, introduce el elemento de amor humano de la protagonista, Ainara, con un chico que le gusta, pero no lo hace para intentar demostrarnos la poca consistencia de su vocación (eso es lo que pretenderían burdamente un Amenábar o un Almodóvar), sino más bien resaltar la humanidad de la protagonista. No seamos mojigatos y tengamos presente que ella se encontraba en una situación de éstas en las que, como le explica Guillermo de Baskerville a Adso de Melk en la mítica novela de Umberto Eco "El nombre de la rosa", "hubiera caído hasta un padre del desierto". A diferencia de los anteriores directores, la directora no pretende llevarnos a un lugar predeterminado (es decir, manipularnos). Es el espectador el único soberano para decidir. Eso es de agradecer, y además es algo exclusivo de los grandes autores.
Todas esas miradas de los críticos a las que me he referido intentan diseccionan a los personajes de este drama para conocer sus motivaciones, y aquí observo un error de base. La disección que realizan les impide comprender el sentido último del personaje principal, porque un cadáver diseccionado en una mesa de autopsias no puede explicar un alma. Pero claro, introducimos una palabra -alma- que la mentalidad cientificista de nuestros pensadores progres rechaza por principio. Lo cierto, sin embargo, es que sin ella no se entiende nada de lo que vemos. La conversión no es una decisión de nuestro intelecto sino la transformación por un agente sobrenatural de nuestra alma. Una verdadera Gracia de Dios.
El artículo que cité anteriormente carga las tintas con el hecho de que tanto nuestra sociedad como el propio cristianismo están moribundos. Nuestro mundo se caracteriza por una cultura nihilista barnizada de cristianismo; sin embargo, esta religión, a su juicio, no es otra cosa que un edificio en ruinas, un entramado hueco, hipócrita y, en algunos casos, criminal que se cae a pedazos. Dado el fracaso de la sociedad, puede ser comprensible escapar hacia una utopía que exija quedarnos ciegos para no percibir la devastación que conlleva nuestra elección. La vocación religiosa se enfoca de un modo naturalista. Desde el llamado "primer mundo" es la huida hacia la nada ante una realidad cada vez más fría, implacable e insoportable y, sobre todo, de una pobreza espiritual desoladora. Desde el "tercer mundo", una salida desesperada de muchos ante la pobreza material y el hambre. Con esas premisas es lógico calificar este trabajo como una gran "película de terror".
Ciertamente es fácil hacer sangre con la Iglesia en un mundo como hoy, donde ha dejado de influir hasta en los mismos cristianos, y cuya decadencia social avanza con paso firme día tras día. Sin embargo, el occidente post cristiano, que se regodea verificando cómo va hundiéndose la llamada cristiandad (sin darse cuenta de que esa caída le arrastrará consigo), no puede captar que detrás de esas ruinas hay una realidad interior que siempre está viva y a la cual ningún poder humano podrá matar, porque una y otra vez resucita. Es como un corazón vivo, que se simboliza en el pabilo que parece estar a punto de apagarse en cada Sagrario. Y ahí sigue, iluminando el corazón de las tinieblas.
Ese es Cristo, el viviente, que nos exige a cada cristiano una respuesta radical y definitiva, combatiendo en nuestra lucha diaria y en cada ámbito en el que nos encontremos esa falsa vida que se nos ha puesto delante. Ainara -aunque no lo explicite en la película- tenía la certeza de que, como refiere la Epístola a Santiago, "la oración fervorosa del justo tiene mucho poder ante Dios". Y no hay oración más grata y eficaz ante Dios que la de una humilde y fervorosa monja en un perdido convento. Mucho más que todos los tratados de paz que conciertan los poderosos del mundo. Y aunque no sepamos aún cómo, produce muchos más y mejores frutos. En el Cielo lo comprenderemos.
Para concluir -y advierto que hago un importante spoiler- quiero destacar el personaje de Maite -impresionante actuación de Patricia López Arnaiz-, la tía de Ainara, tan razonable como atea en la primera parte de la película, pero que al final desvela, no su ateísmo, sino un verdadero "odium fidei", insultando como una auténtica poseída a la Iglesia y a las motivaciones de Ainara. Es el único momento en el que pensé que la película desbarraría, que la contundencia del alegato diabólico de la tía haría recapacitar a Ainara, y quitarle su "locura" de ser monja. Temía que esta excelente directora vasca se marcase "un Almodóvar" o "un Amenábar", y la protagonista profiriese un sesudo monólogo, agradeciéndole que se la sacase de su engaño, y se la hiciera volver al encantador universo progresista del que nadie razonable debiera salir. Pero no. Ainara dijo exactamente lo único que podía y debía responder un verdadero cristiano ante tal sarta de descalificaciones por parte de alguien muy querido. Sólo un misericordioso "rezaré por ti". Aquí la película alcanza su cenit y desvela la autenticidad y profundidad de la vocación de la protagonista.
En definitiva, la vocación religiosa de una niña guapa de diecisiete años parece un desatino a nuestro mundo, que presume de racional y que, sin embargo entiende, como muy razonable, por ejemplo, la posibilidad de destruir una vida humana en el vientre de su madre. Por eso -y vuelvo al principio- las críticas que he leído son tan paradójicas. Como lo es nuestra fe, una locura para los paganos. Estos seguirán sin entender por qué ese desatino sigue vivo tras dos mil años de historia, y cómo es posible que los muros de la Iglesia siempre amenacen ruina, pero su interior siga tan vivo como un corazón que jamás dejará de latir.
Algún día lo comprenderán, pero será demasiado tarde para ellos.