I
El pasado mes de mayo, con permiso al parecer del anterior papa Francisco, se decidió exhibir el cuerpo "incorrupto" de Santa Teresa de Jesús, y el mundo pudo contemplar un rostro que verdaderamente producía espanto. La Conferencia Episcopal Española avaló dicha exposición de los restos de la santa con los surrealistas argumentos de que "da la oportunidad de anunciar la luz" y "promueve una experiencia del encuentro" (sic). No sé en qué mundo vive la CEE, pero no es de recibo que justificasen ese atropello, y además con tales vaciedades. Menos mal que su portavoz reconoció -qué lucidez la suya- que era "un tema discutible".
Cualquiera que haya estudiado sobre la historia de los restos de la santa tras su muerte, se habrá percatado de que su cuerpo, aparte de haber sido exhumado y trasladado de una a otra parte en una feroz guerra por la posesión de su cadáver, fue literalmente troceado por muchos/as que deseaban sus reliquias. Por eso, aunque de verdad hubiera estado incorrupto tras morir, la devastación causada por esos fanáticos posiblemente hizo más daño a su integridad que la acción natural del tiempo. Y aun así se observa hoy una cierta incorrupción (perceptible más en el pie que en su rostro), pero en cualquier caso lo que vieron nuestros ojos resultó morboso y repulsivo. Les recomiendo, en fin, que lean la documentada biografía del hispanista francés Joseph Pérez, especialmente el capítulo donde describe ese saqueo sin tasa al cuerpo de la santa tras su óbito.
Por dos motivos especialmente me ha enfadado esa ostensión. Da la sensación de que los que han autorizado este desatino no buscaban engolosinar a los fieles para que acudan a las sublimes lecciones de oración de la santa, o para que admiren la prodigiosa obra de reforma del Carmelo que contienen sus maravillosos libros. No, lo que han logrado es que nos quedemos con un recuerdo deforme de unos restos sin vida (aunque los que aún conservamos la fe, pese a nuestros obispos, tenemos ciertamente la esperanza de que serán resucitados con inmensa hermosura en el último día). Por lo menos, es un alivio saber que aún hay obispos que ven al rey desnudo y se atreven a denunciarlo, como el de Salamanca, José Luis Retana, que consideró un error mostrar así su cuerpo, pues sólo servía para alimentar el morbo y advertía que no contribuiría esa exhibición a conocerla y leerla más. En fin, espero que este buen pastor haya cursado la correspondiente protesta a sus colegas de la CEE, aunque poco caso le iban a hacer. De hecho, el inevitable portavoz de la CEE ha criticado veladamente a su compañero en el episcopado por estas palabras.
Pero también me indigna (y permítanme que me atreva a postularme como abogado del honor de esta mujer), porque los que conocemos su vida y su obra a través de nuestras lecturas -y, sobre todo, hemos aprendido a rezar decentemente gracias a ella-, sabemos bien que Teresa era una mujer excepcional... pero mujer al fin y al cabo con todo lo que ello significa; de auténtica santidad, de clara inteligencia que le ayudó a sortear las suspicacias de la inquisición, de fuerte ánimo y de una indisimulada belleza (interior y exterior)..., y como toda mujer no dejaba de tener sus dejes de sana coquetería. De hecho se cuenta como anécdota que no le gustó nada el retrato que en 1576 le hizo Juan de la Miseria cuando ya había cumplido 61 años, hasta el punto que le espetó: "Dios te perdone, Fray Juan, que ya que me pintaste, podías haberme sacado menos fea y legañosa" (la fotografía de ese cuadro es la que encabeza este post, y sinceramente me parece que Santa Teresa exageró un poco, pues la mujer que aparece ahí pintada no es fea ni legañosa). Pero imaginemos lo que pasaría por su mente si hubiera visto lo que esos inconscientes hicieron en mayo, sacando sus restos para que se confeccionen los más estúpidos memes en este tiempo infantiloide, terminal y de pensamiento débil en el que vivimos.
En cualquier caso, para sacar algo positivo de este chusco episodio, decidí retomar la obra de esta santa, sabia y bella mujer, y eso es lo que estoy haciendo estos días, al comenzar este mes vacacional de agosto. Y como ocurre siempre en las obras clásicas, se puede aplicar aquel dicho del Señor sobre el padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas (Mt. 13,52).
II
Hace ya bastantes años que me zambullí por vez primera en las cuatro grandes obras de la santa: Su Vida, su Camino de Perfección", el Libro de las fundaciones y el El Castillo Interior o Las Moradas". De los tres primeros libros, fue su autobiografía el que más influyó en mi vida de oración, hasta el punto que vuelvo a él una y otra vez. Las experiencias de la Santa me enseñaron a rezar de verdad, superando el gran hándicap de la oración, pues sus avisos me ayudaron y me ayudan hoy a perseverar cuando las frecuentes distracciones interrumpen el arduo camino de la mente ante Dios (ese es el primer y -para muchos- decisivo obstáculo de toda alma que se humilla ante Dios). Nunca agradeceré el bien que me hizo asimilar algunas de sus lecciones maestras, donde el aspecto cristológico es tan esencial como la humildad del orante, postrado ante Dios:
"importa mucho que ni de sequedades ni de inquietud y distraimiento en los pensamientos nadie se apriete ni aflija, si quiere ganar libertad de espíritu y no andar siempre atribulado, comience a no se espantar de la cruz y verá como se la ayuda a llevar el Señor" (Vida, 11,17).
"Quiere su majestad, y es amigo de ánimas animosas, como vayan con humildad y ninguna confianza de sí" (Vida, 13,2).
La cruz de Cristo -reiterará la santa- es ineludible en el alma orante:
"Que es gran negoción (sic) comenzar las almas oración comenzándose a desasir de todo género de contentos, y entrar determinadas a sólo ayudar a llevar la cruz de Cristo, como buenos caballeros que sin sueldo quieren servir a su rey, pues le tiene bien seguro. Los ojos en el verdadero y perpetuo reino que pretendemos ganar" (Vida, 15,11)
Y sobre todo dos reglas de oro imprescindibles:
"Guíe su Majestad por donde quisiere; ya no somos nuestros sino suyos" (Vida, 11, 12), y
"No se suban sin que Él los suba" (Vida, 12,5).
Y es admirable por su sencillez, cómo describe luego -empleando fáciles metáforas relativas al riego-, los cuatro grados de oración (Vida, 11,4), que son las distintas fases en las que un mortal puede orar aquí en la tierra: Primero, el trabajo de sacar agua del pozo (fase ascética, donde prima el esfuerzo de purificar los sentidos, acostumbrados a disiparse); segundo, sacar el agua con norias (menos trabajo y más provechoso, aquí comienza la fase mística en la que Dios lo hará todo); tercero, el río que riega los campos (simbolizado como un sello que Dios imprime en el alma, como si fuera garantía de pertenencia y posesión; noviazgo místico), y cuarto, la lluvia que lo anega todo (último grado de oración, lo que en la Morada Séptima la santa describirá como matrimonio espiritual). A partir de aquí, sólo se podrá exclamar como el buen amigo y confidente de Teresa, San Juan de la Cruz:
"Oh llama de amor viva,
Que tiernamente hieres
De mi alma el más profundo centro;
Pues ya no eres esquiva,
Acaba ya, si quieres;
Rompe la tela de este dulce encuentro".
Tal es el poderío y sublimidad, en fin, del Libro de la Vida de Santa Teresa, que logró la conversión de Edith Stein (1891-1942), otra de mis maestras de espiritualidad. Filósofa judía nacida en Breslavia (Alemania) y discípula de Husserl, tras ser bautizada ingresó en el Carmelo con el nombre de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, en homenaje a su mentora en la fe. Los nazis la asesinaron en Auschwitz, Juan Pablo II la beatificó, la consagró copatrona de Europa y finalmente la proclamó santa.
En definitiva, nadie -santo o pecador- que haya rumiado ese libro y se haya propuesto en serio fiarse de sus consejos puede quedar indiferente. Sólo por él, mi gratitud a la santa abulense jamás se cancelará.
III
Sin embargo, la primera lectura de El castillo Interior o Las Moradas, me resultó extremadamente oscura, pero no porque la obra fuera sombría, todo lo contrario; por la excesiva luz que irradiaba cuando se iban dejando atrás sucesivamente cada una de las siete moradas de ese castillo de diamante que es nuestra alma (es imposible ver cuando el ojo está deslumbrado, y el mío se deslumbró desde la primera de las estancias) Sólo entendí el principio del libro: la parte del Foso -la exterior al cristalino Castillo-, donde proliferan "sabandijas y bestias" (una manera rotunda de la santa de referirse a las "almas que no tienen oración" y están en "pecado mortal"). Y también alcancé a entender, en parte, la Morada Primera, pues:
"aún no llega casi nada la luz que sale del palacio donde está el Rey; porque aunque aún no están oscurecidas y negras como cuando el alma está en pecado, está oscurecida de alguna manera (...) porque con tantas cosas malas de culebras y víboras y cosas empozoñosas que entraron con él, no le deja advertir la luz" (Morada Primera, Cap. 2, 14).
Eso ocurría hace muchos años, cuando me atreví a adentrarme por vez primera en ese castillo tan bello como misterioso, con pobrísimos resultados. Por ello, ha sido el "El Castillo Interior" el objeto de mis lecturas estos días, con la esperanza de poder examinar sus estancias un poco mejor, transcurrida más de una década desde aquella lectura casi a ciegas. Por supuesto, siempre con última intención de avanzar en la oración, sabiendo que no debo usar el libro como técnica sino como inspiración, pues los progresos sólo se producen cuando y como el Señor quiere. Y para ayudarme en esa visita guiada me auxilié de una magnífica brújula, el libro del carmelita Tomás Álvarez, titulado "Guía al interior del Castillo".
El Padre Tomás, siguiendo a la santa, vincula la oración ascética -hasta la Morada Tercera- al primer grado de oración que describe en el Libro de la Vida: el hombre que se afana en sacar agua de un pozo (Vida 11,2). A partir de ahí se entra en la dimensión mística -Morada cuarta a séptima-, y el orante, más que hacer, debe dejarse hacer. Pero no trataré sobre esa fase o estado, sino sobre la primera, en la que estamos anclados la mayoría de los mortales, y si no avanzamos es por razón ya expuesta: porque no tenemos verdadera fe en dejarnos hacer por Dios.
Y aquí es muy importante destacar que Santa Teresa en todo el proceso de oración, rechaza una técnica orante que ya estaba en boga en su tiempo -nihil novum sub sole-, consistente en "no pensar en nada" o "vaciar la mente" en espera de una posible iluminación en el alma. Lo curioso es que ese método lo había aprendido la santa cuando tenía 23 años, de un libro muy famoso en su tiempo y que le regaló un tío suyo: el "Tercer Abecedario" de Francisco de Osuna. Sin embargo, Teresa le dará a la palabra "recogimiento" no el sentido que le dio el popular libro de Osuna (un "vacío de mente", simbolizado en la figura de una tortuga que se recoge en su caparazón). Le otorgará, en cambio, el sentido fuerte de "entrar en el castillo del alma" con la mirada siempre puesta, no en uno mismo, sino en el Señor del Castillo, en Dios. Y como dice el Padre Tomás "los dos, recogimiento y quietud son ya obra infusa de Dios en el orante, primer vagido de oración y experiencia mística". Todo lo contrario, en suma, que pretender un "vaciado de la mente", mediante el esfuerzo exclusivo de nosotros mismos -como hace la tortuga que esconde su cabeza-, sin referencia a Dios. La santa lo expresará con claridad:
"que si Su Majestad no ha empezado a embebernos no puedo acabar de entender cómo se puede detener el pensamiento (a no pensar nada) de manera que no haga más daño que provecho" (Morada Cuarta, 3,4) y "lo que hemos de hacer es pedir como pobres necesitados , delante de un grande y rico emperador, y luego bajar los ojos y esperar con humildad" (Morada Cuarta, 3,5).
La personalidad de Santa Teresa se muestra aquí inflexible, y aunque le reprochen que otros varones píos, como el futuro santo Pedro de Alcántara, parecen seguir ese camino, ella lo cuestionará no sólo por los motivos ya referidos, sino por otras graves razones. También por el riesgo de que:
"el mismo cuidado que se pone en no pensar nada quizás despertará el pensamiento a pensar mucho".
Y, sobre todo, la explicación última es su inmenso amor a Dios, a quien no puede apartar ni un instante de su pensamiento:
"Lo más sustancial y agradable a Dios es que nos acordemos de su gloria y su honra, y nos olvidemos de nosotros mismos y de nuestro provecho y gusto" (Morada Cuarta, 3,5).
¿Vaciar la mente? No tiene sentido para la santa, pues:
"Dios nos dio las potencias para que con ellas trabajemos (...), no hay por qué las encantar -inutilizarlas- sino dejarlas a hacer su oficio hasta que Dios las ponga en otro mejor" (Morada Cuarta, 3,6).
Como señala el Padre Tomás "todo reniego de la labor de nuestras potencias es inadmisible: su cese sólo puede quedar justificado por infusión de una actividad superior que la suspenda. Nunca por iniciativa propia". Y sobre todo prima "la absoluta gratuidad de la oración mística y de toda experiencia de Dios. No son cosas que nosotros conseguimos, sino dones que recibimos con amor". "Nuestro ser es pura deuda: todo lo hemos recibido de Dios".
En definitiva, Santa Teresa, que siguió durante un tiempo el ortodoxo método cristiano de meditación propuesto por Francisco de Osuna, prescindió al cabo del mismo por intuir que pudiera "hacer más daño que provecho".
IV
Y, para finalizar, volviendo a nuestros días, y al hilo de las reflexiones teresianas diré unas palabras a propósito del Mindfulness, esa modalidad de meditación moderna que tantos cristianos ingenuamente practican en la actualidad. Mediante ella, vacían sus mentes, sin referencias cristológicas o teocéntricas alguna y obtienen cierta relajación. El éxito actual de este procedimiento se constata en el hecho de que incluso se enseña y practica en colegios católicos. Por ejemplo, el de mis hijos.
A esos hermanos en la fe, que refieren maravillas acerca de esta novedad de origen oriental, les recomendaría, aparte de fiarse de lo que nos propone la santa, que leyeran un artículo clarificador del portal religioso "Infocatólica". Allí, la antigua feminista y seguidora de la New Age, y actual monja carmelita, Susan Brinkmann, advierte a aquellos que intentan "integrar prácticas de meditación de atención plena -una modalidad de mindfulness- en sus vidas individuales o de oración". Estos ignoran que velis nolis entran en el universo espiritual del budismo, un mundo de tinieblas tibetanas, absolutamente ajeno a la cosmovisión cristiana. Y en algunos casos los resultados han sido tan desastrosos que se han necesitado practicar exorcismos. Sí, no discuto que puede alcanzarse una relajación relativa, pero a coste de qué. Nunca olvidemos que el demonio es un experto en perder (poco) para ganar (mucho). Y somos nosotros los que, cuando rezamos, debemos humildemente asumir que no somos nada ante Dios, para que Él entonces derrame sobre nosotros su inmenso amor.
Santa Teresa avant la lettre, desde sus sublimes escritos, ya avisa a los católicos actuales que practican esa técnica de meditación, que tengan siempre presente al Dios escondido para alcanzarlo y amarlo, y que nunca pretendan una autorrealización a través de las propias fuerzas interiores. Porque la diferencia que existe entre el mindfulness que nos oferta el mundo y la oración cristiana que nos propone Santa Teresa, es la que va del feo cuerpo exhibido de ella (unos podridos restos humanos, en definitiva), al cuerpo glorioso que tendrá por Gracia de Dios el día en que todos resucitemos. Y que por misericordia del Altísimo nosotros contemplaremos en el Cielo algún día, orlado de una belleza sin igual, acorde con su intensísima santidad en la tierra. Pero sólo lograremos verla si seguimos sus serios consejos de oración, especialmente aquellos que nos advierten de los graves peligros de quitar a Cristo -y a Cristo crucificado- del principio y del horizonte de nuestra plegaria.