domingo, 9 de marzo de 2025

La Biblia en "Las Confesiones" de San Agustín y en mi vida.

I

San Agustín, en un famoso pasaje de Las Confesiones (Libro III, Cap. 4) nos explica que fue la lectura de una obra (hoy perdida) de Cicerón, el Hortensio, la razón por la que se activó su inmenso amor a la sabiduría. De hecho gracias a ese libro enderezó a Tí (a Dios) sus pensamientos, asociando correctamente los conceptos de Dios y Sabiduría. Muy bonito, pero con un terrible un terrible error de base: "Esta sabiduría tenía yo que amar, buscar y conseguir y el libro me exhortaba a abrazarme a ella con todas mis fuerzas. Yo estaba encandecido. Lo único que me faltaba en medio de toda fragancia era el nombre de Cristo".   

Le faltaba, en definitiva, el conocimiento del Señor sin el cual "una literatura que lo ignora, por verídica y pulida que pudiera ser, no lograba apoderarse de mí" (Lib. III, Cap. 4). Significativamente, San Agustín pudo haberlo encontrado durante su adolescencia, culminando esa Sabiduría a la que exhortaba el Hortensio porque tuvo un primer encuentro con las Sagradas Escrituras. Sin embargo, fracasó porque su sensualidad se imponía en todos los ámbitos, y en los libros buscaba ante todo la delectación estilística y sensual más que un contenido tan duro como verdadero a la vez, como era el de la Biblia. Daba igual que Homero fuera vano, porque era dulce (Libro I, Cap. 14) y eso lo compensaba todo. 

"Tarde te conocí", comenzó diciendo San Agustín al inicio de Las confesiones, y es probable que tuviese en su mente ese primer acercamiento fallido a la Biblia. De la Sagrada Escritura, dice el santo, "era inevitable que me pareciera indigna en su lenguaje comparada con la dignidad de Marco Tulio (Cicerón). Mi vanidosa suficiencia no aceptaba aquella simplicidad en la expresión con el resultado de que mi agudeza no podía penetrar en sus interioridades". En definitiva, la soberbia del Agustín adolescente, aunque la leyó por curiosidad, sacó la conclusión de que era "humilde en el estilo, sublime en la doctrina pero cubierta por lo común y llena de misterios", y en definitiva  se negaba "a doblar la cerviz para ajustarme a sus pasos" (Libro III, Cap. 5). 

En realidad, estas palabras son muy actuales porque hay dos maneras en nuestro tiempo de no ajustarse a sus pasos; dos extremos que se tocan. La primera es la de aquellos que se acercan frívolamente al Libro y lo leen prescindiendo de las más elementales reglas de interpretación de un texto de tal naturaleza y cayendo en burdos anacronismos. Gentes obsesionadas con la búsqueda de contradicciones, pasajes escabrosos o comportamientos violentos e inmorales para desacreditar la revelación; es decir, hacen una lectura aviesa, sin la mínima benevolencia que se le exige a todo lector de buena fe sobre cualquier obra. No desean entender, su dictamen está confeccionado a priori desde la descalificación. 

Con los segundos aludimos a algunos modernos exégetas, aparentemente creyentes, pero que con excusas científicas, olvidan que es el mismo Dios el que ha querido entregarnos a través de sus providenciales caminos ese mismo libro que desmenuzan y criban con tanta desenvoltura. El joven San Agustín, al igual esos ateos  y exégetas, "hinchado de vanidad, se sentía muy grande" . Y sin embargo, como dice él mismo en ese capítulo, "la Sagrada Escritura es tal que se deja ver sublime y elevada a los ojos de los que son humildes y pequeños, y yo me desdeñaba de ser pequeño". 

II

También como San Agustín, podría decir yo "Tarde te conocí". Mi historia de amor con la Biblia fue parecida a la suya. De adolescente la hojeaba con curiosidad pero siempre me atascaba, aunque recuerdo que leí completo el Apocalipsis; a saco, por puro morbo (y sin entender una palabra). A los treinta años "nel mezzo del camin de nostra vita", ya había devorado algunas de las más importantes obras de la literatura universal, pero nunca me había atrevido a entrar a corazón abierto en la Biblia, a pesar de ser uno de los pilares culturales y espirituales de la civilización occidental. Sinceramente, me echaba para atrás. La Biblia -no podemos negarlo- es un libro antiguo, complicado, de pasajes ásperos (redaccional y moralmente), muy extenso y variado, y asusta (y hasta repele) a los lectores por avezados que sean. Me conformaba por entonces con detenerme en pasajes del Nuevo testamento o con escuchar otras lecturas en las Misas que asistía. Y pare de contar. Pero al cumplir los treinta y cuatro años -y coincidiendo con una fuerte experiencia de conversión, un evento radical como el de aquel huerto de Milán donde se encontraba San Agustín (Libro VIII, Cap. 12)- me zambullí en serio en ese inmenso océano, cuya orilla es un paraíso en la tierra (Gen. 2,8) y cuyo horizonte final la eterna y felicísima fiesta de las bodas de Dios con su pueblo (Ap. 21). Si mi conversión cambió espiritualmente mi vida, comenzar a comprender las Sagradas Escrituras purificó mi mente de muchos cantos de sirena.   

Desde entonces ha sido la lectura central de mi vida. Desde mi experiencia como apasionado lector del Libro, aconsejo que para una correcta lectura del texto, esto es, para que ese libro en su conjunto vivifique el alma del creyente, hay que poner a su servicio toda la inteligencia de un hombre, pero también todo el corazón de un niño que se fía de su Padre y se deja llevar de la mano por el Espíritu (Libro III, Cap. 5). Pero ser un niño que también vive, se nutre y se desarrolla en el seno de una amplia familia que le cuida, le protege y le muestra el bien y el mal, la verdad y el error (la Iglesia). Es último aspecto es decisivo, no sólo para evitar desviarse, sino porque sólo la Iglesia Católica -la fundada por Cristo sobre Pedro y su confesión de fe (Mt. 16,18)-, nos permite asegurar la divinidad de estos libros. El mismo San Agustín, en un texto contra Mani, lo explica sin complejos: "Por mi parte, no creeré en las Escrituras a menos que la autoridad de la Iglesia Católica me mueva a ello". Yo tampoco. Sinceramente no comprendo de dónde derivan los protestantes la autoridad que dan a los textos sagrados. Sin la Madre Iglesia, acabaría como tantos necios que entran en la Biblia como un elefante en una cacharrería. 

Con los criterios señalados (y con el esencial apoyo de tantos teólogos y exégetas píos y sabios del pasado), lectura tras lectura, vamos profundizando en la historia de la salvación, comprendiendo la progresividad de la revelación y enlazando, cada vez con mayor coherencia, la antigua y rígida ley y la novedad que nos trae Cristo, la libertad del cristiano (Gal. 5,1). Si lo hacemos con paciencia, sin agobios, año tras año, llegará un momento en que en el que nos sucederá como aquel hombre torpe, incapaz de admirar un cuadro maravilloso porque tenía sus narices pegadas al lienzo, pero que se apartó poco a poco y lo pudo mirar desde una distancia perfecta para apreciar sus inmensas bellezas. Bellezas que se resumen en una única Verdad: Cristo camino, verdad y vida; el único Nombre dado bajo el cielo para salvarnos. Porque como expresó el santo africano en otra de sus obras: "Abierta o secretamente, Cristo me sale al encuentro y me conforta cuanto recorro anhelante las páginas de aquellos Libros y Escrituras". Por eso, para entender plenamente a Cristo, no basta espigar en los Cuatro Evangelios. Como expresó San Jerónimo en el prólogo su Comentario al Libro de Isaías: "Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría; de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo". 

III

Y por supuesto, es muy necesario especialmente hoy, recordar que San Agustín ya en el siglo IV y V se opone a lecturas anacrónicas o integristas de la Biblia (las primeras, propias de los ateos; las segundas, de algunos creyentes).  Critica el anacronismo de quienes por el hecho de leer cosas que les chocan de los patriarcas, los jueces o los reyes de Israel, "no los tienen por justos estos imperitos que con cerrado criterio juzgan de las costumbres del género humano con la medida de sus propias costumbres" (Lib. III, Cap. 7). Pero también rechaza el integrismo de quienes suponen que Dios reveló el libro letra por letra. Y anticipándose varios siglos a los sólidos criterios hermenéuticos de la Constitución sobre la Sagrada Escrituras, Dei Verbum, Concilio Vaticano II (1965), señalará una doble autoría, el "autor Divino y autor humano". Recordemos que esta Constitución Dogmática  afirma que "Dios habló a los hombres y a la manera humana", por lo que el estudioso de la Biblia "debe investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos" (D.V.12)Y algo muy importante: la Dei Verbum ponderará la "admirable condescendencia de Dios" (D.V. 13)su bondad y paciencia para abajarse hasta las torpes meninges de un pueblo de dura cerviz, permitiendo incluso que su revelación contenga, en el Antiguo Testamento, "algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos" (D.V.15)

De similar manera, el Libro XII, Cap. 18 de Las confesiones distingue audazmente entre el mensaje revelado y la recepción del escritor sagrado, admitiendo la posibilidad de que el mismo Dios revelase algo, que podía ser interpretado correctamente de dos maneras ¡incluso sin saberlo el hagiógrafo!: "Así pues, mientras cada uno intenta percibir en las Sagradas Escrituras aquello percibió en ellas quien las escribió, ¿qué hay de malo en que perciba lo que Tú, luz de todas las mentes veraces, muestras que es verdad, aunque el autor a quien lee no pensase eso, porque también el percibió algo verdadero, aunque no lo mismo".  Eso es perfectamente lícito -siempre salvando el principio de no contradicción y la recta fides-, pues la D.V.12, no establece como único criterio hermenéutico el "Espíritu con la que la escribió el hagiógrafo", sino que exige una lectura e interpretación más amplia en la que se tenga en cuenta "el contenido y unidad de toda la Sagrada Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe". De hecho sólo así la profecía del Antiguo Testamento alcanza definitividad en el Nuevo. 

Por tanto, San Agustín propondrá claramente un sano pluralismo a la hora de interpretar pasajes difíciles o abiertos, siguiendo la estela de grandes Padres eclesiásticos como Orígenes, que defendió dos siglos antes de San Agustín una triple lectura bíblica: literal, alegórica y espiritual. En el citado Libro XII, Cap. 18, dejará claro que si son dos los más importantes mandamientos de Dios -el amor a Dios y al prójimo-. "¿qué puede importarme el que se interpreten las palabras de un modo u otro, si son de todas suertes verdaderas?" Debemos, por tanto, seguir ese gran principio, que no es de San Agustín, pero que se le atribuyó con bastante lógica: "en lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; y en todo, caridad"

En definitiva, conocimiento y caridad, caridad y conocimiento "caritas in veritate". Dice San Agustín: "Todos los que vemos y discernimos la verdad en las palabras de tu Libro nos hemos de amar unos a otros y hemos de amarte a Tí, que eres nuestro Dios y fuente de toda verdad si es que estamos sedientos de la verdad y no de meras vanidades" (Libro XII, Cap. 30). La Biblia es Verdad. Y lo es porque Dios es su autor y en Él no cabe el error, ni puede engañar ni ser engañado. 

Ahora bien, en cuanto a este concepto, Veritas, hay que aclarar que es absurdo exigir a la Biblia certezas aceptadas por el método científico, pues la Biblia, es un libro antiguo -redactado durante un milenio-, que nunca tuvo la pretensión de describirnos la verdad al modo que la concebimos hoy los cartesianos occidentales (Aletheia). Si Dios se hubiese revelado a los griegos, lo hubiera hecho sin duda de esa manera. Afortunadamente no lo hizo por dos sólidos motivos. Uno, para así abajarnos nuestros humos, como lo explica magistralmente San Pablo en el capítulo 1, versículo 22 de su primera Carta a los Corintios. "¿Qué queréis, Sabiduría? Pues os voy a entregar la locura de un crucificado". Y  dos, ante todo para todo expresar mejor su amor, pues "la ciencia hace engreídos y en cambio la caridad edifica" (1 Cor. 2,8, ). De todos modos, Dios fue también generoso con los griegos, pues les regaló suficiente inteligencia para que algunos filósofos, aun en las tinieblas del paganismo, alcanzasen a ser, en feliz expresión de San Justino (siglo II), "semillas del Verbo". Pero nada más. 

Lo mejor se lo entregó a un pueblo de pastores iletrados cuya única gloria no era otra que ser esclavos de un poderoso país. La Sabiduría de Dios prefirió comunicarse con un pueblo insignificante, rudo y más bruto que un arado, que concebía la verdad al estilo oriental, la Verdad de la fidelidad de Dios (Emet). Por eso mismo fue elegido ("mis caminos no son vuestros caminos"). La historia de Dios con el hombre es, ante todo, una historia de fidelidad, primero al pueblo judío, y después al pueblo de Dios en Cristo, para conducirnos a todos hacia la salvación (Rm.11,25-28). Una fidelidad y un amor que no se rompe ni se romperá por la ingratitud humana, individual y colectiva, pues "aunque seamos infieles, Él permanece fiel pues no puede negarse a sí mismo" (2 Tim. 2,13). Los judíos fueron infieles en el pasado, los cristianos lo somos hoy (¿alguien lo duda?), pero como dice la Biblia "Dios nos encerró a todos en la rebeldía para tener misericordia de todos" (Rm. 12,32).  

Por todo eso -y por mucho más- la Biblia es Verdad. Ninguna verdad científica y empírica es tan cierta como lo es ésta (deriva de la fe). Pero si queremos convencernos aún más, al modo humano, examinemos el milagro de la historia de Israel, lo que anunciaron sus profetas y cómo se ha cumplido todo rigurosamente en Cristo, luz de las naciones (Is. 49,6); en Cristo, que es el Emmanuel, el Dios con nosotros (Is. 7,14). Desde que el Altísimo se fijó en Israel, selló una Alianza de salvación, pero no sólo con ellos sino también, como anunció a los profetas, una alianza eterna con la toda la humanidad por la fe en su Hijo Jesucristo, Señor Nuestro. Y nos recuerda San Agustín, ya casi concluyendo Las confesiones, que en el proceder de Dios hay que conjugar el tiempo con la eternidad: "vosotros decís las cosas en el tiempo, Yo las digo en la eternidad" (Libro XIII, Cap. 29). 

Lo dijo y lo hizo. Emet, fidelidad inquebrantable y eterna de Dios con su pueblo.

"Alabad a Dios, naciones enteras; loadle, pueblos todos

pues fuerte es su amor para nosotros,

y su fidelidad dura para siempre"

                                                        (Sal. 117).