martes, 1 de abril de 2025

Las Epístolas paulinas después de San Pablo


CARTAS a COLOSENSES y EFESIOS.-

Las Cartas a los Colosenses (Col) y a los Efesios (Ef) forman parte, junto con Filipenses y Filemón, de las llamadas Cartas de la Cautividad, aunque es problemático determinar el momento y lugar de su confección. Lo cierto es que en ambas cartas –bastante parecidas en forma y fondo- presentan una teología más avanzada que la que desarrollan las Cartas auténticamente paulinas según la crítica (Romanos, 1 y 2 Corintios, Filipenses, Gálatas, 1 Tesalonicenses y Filemón). Aun así muchos comentaristas, católicos y protestantes, afirman la autoría paulina basándose en vocabulario, estilo o teología de la carta. Lo que parece cierto (y lo digo sólo por intuición personal, como constante lector del corpus paulino), es que el alma de San Pablo, que fácilmente se trasluce de las llamadas Epístolas Auténticas -la fuerza y emotividad de su verbo apasionado-, a mi juicio está ausente de estas dos cartas, que presentan un tono más solemne e impersonal, amén de un importante avance doctrinal. Ese desarrollo doctrinal puede percibiese en  tres aspectos, el cristológico, el eclesial y el soteriológico.

En primer término, la cristología de (Col) y (Ef) está más evolucionada que la de las cartas a los Romanos y a los Corintios. Presenta a Cristo sentado a la diestra de Dios Padre, con un poder que abraza todo principado y potestad. Cristo alcanza dimensiones cósmicas y lo abarca todo (Ef. 4,10), y en Él todo se recapitula (Ef. 1,9-1,22). En el precioso himno con el que se abre la Carta a los Efesios nos enseña que en Cristo han quedado reconciliados dos pueblos que vivían separados, judíos y gentiles, unidos ahora en una única Iglesia de la que Cristo es piedra angular (Ef. 2,20). Esa “salvación de toda la creación” por obra de Cristo, que en Rom. 8 aparece como in fieri, en nuestras cartas parece presentarse como ya realizada (Col. 1, 20-22).  

También Cristo es la “imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación (…) todo fue creado por Él y para Él, y Él existe antes de todas las cosas y todas en Él subsisten (Col. 1, 15-17)”, de tal modo que “en Él habita la plenitud (de la divinidad)” (Col. 1,19). Y en un texto que nos evoca el inicio de 1 Cor., San Pablo afirmará que en Cristo, en definitiva, “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y la ciencia” (Col. 2,3). La imagen de la redención operada por Cristo alcanza en Col. una belleza estremecedora: “canceló el acta de acusación por nuestros pecados, lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz” (Col. 2,14).

En segundo lugar, hay un importante avance de la eclesiología en estas cartas paulinas, en relación a su luminosa visión de la Iglesia como “Cuerpo de Cristo” (1 Cor. 12, 12 y ss.). Nos presentan a Cristo como “cabeza de la Iglesia” (Ef. 1,23), cuyos miembros somos los cristianos “del cual todo el cuerpo (coordinado y unido por todos los ligamentos en virtud del apoyo –proveniente de la cabeza- según la actividad propia de cada miembro) obra el crecimiento del cuerpo en orden a su edificación (plena formación) en el amor” (Ef. 4,1o5-16). En Col. nos dirá que en virtud de la cabeza “todo el cuerpo, alimentado y ajustado gracias a los ligamentos y las articulaciones, crece con el crecimiento que da Dios” (Col. 2,19). Los cristianos, miembros de la Iglesia (no de una iglesia particular), “estamos edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús, en el cual el edificio entero, bien trabado, se alza para formar un templo santo al Señor, en el cual también vosotros sois coedificados mediante el Espíritu Santo para ser habitación de Dios” (Ef. 2,20-21). Como bien dirá San Pedro en su Primera Carta, los cristianos somos “piedras vivas” (1 Ped. 2,5) del Cuerpo de Cristo.   

La Iglesia, por tanto, es una, santa, gloriosa y de trascendencia cósmica. Las exhortaciones a la unidad que el Apóstol hace en 1 Cor., mostrándonos críticamente las divisiones de esa  iglesia particular, aquí se muestra de una manera más general y abstracta (Ef. 4,1-5). Ello refuerza la idea de que no fueron escritas por el Apóstol, aunque algunos salvan esa dificultad señalando que se trataría de modalidades de cartas circulares a las comunidades cristianas de Asía, y que luego se intitularían por una generación cristiana posterior, la cual además incluiría en dichas cartas verdaderos billetes pastorales del Apóstol, que la comunidad cristiana conservaba como oro en paño (Ef. 6, 21-22) (Col. 4, 19-22).  

Finalmente, en virtud de la obra redentora de Cristo, de su creencia en Él y del bautismo cristiano, el hombre viejo –el hombre carnal- queda sepultado (Col. 2,12) pero a continuación resucita, hecho hombre nuevo. Así, “despojado del hombre viejo con sus obras, y (…) revestido del nuevo, que se va renovando a imagen del que lo creó hasta llegar al perfecto conocimiento” (Col. 3,9-10), de modo que será “varón perfecto, a la medida de la estatura propia de la plena madurez de Cristo” (Ef. 4,13). Ya no estará dividido como lo estaba antes de la venida de Cristo, pues Él “de los dos hizo un solo pueblo (…) y creó en sí mismo “de los dos, un hombre nuevo, haciendo la paz” y reconcilió “a ambos con Dios en un (solo) cuerpo por medio de la cruz, matando en sí mismo la enemistad” (Ef. 2, 13-16). “Y a cada uno de nosotros se le dio la gracia conforme a la medida del don de Cristo” (Ef. 4,7).

El hombre nuevo significa una nueva creación; por tanto hablamos de una verdadera novedad ontológica. Las consecuencias éticas y morales de tal mutación crucial –del paso del hombre viejo al hombre nuevo- son muy claras, una radical metanoia: despojaros del hombre viejo, de vuestra conducta anterior, que se corrompe siguiendo los deseos engañosos, renovaros en el espíritu de vuestra mente, y vestiros del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y santidad verdaderas” (Col. 4, 22-24). Aunque en Ef. 2,6 parece aludirse a una escatología realizada –“Dios (…) nos resucitó con Él y nos sentó con Él en los Cielos “, todavía no ha llegado el tiempo de la plenitud para cada uno, pues  “cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros os manifestaréis vestidos de esplendor” (Col. 3,4). En ese sentido 2 Tim. 2,18 alude a algunos hombres (Himeneo y Fileto) que malinterpretaban este aspecto, probablemente debido a las dificultades del mundo helenístico cristiano de admitir la resurrección corporal del mundo judío.

En Efesios 5 nos mostrará casos concretos donde se expresará esa novedad: ausencia de fornicación, impureza, avaricia o embriaguez; vida santa, de permanente oración y acción de gracias; amor, respeto y sumisión mutua de los esposos en Cristo; obediencia de los hijos, paciencia de los padres, respeto entre amos y esclavos, pues el amo de ambos “está en los cielos y en Él no hay favoritismos”. Y muy necesario: fortalecerse en el Señor con una vida ascética y las armas de la Verdad, la justicia, la paz y la fe, donde seamos conscientes de que “no entablamos combate contra criatura humana, sino contra principados, potestades, dominadores de este mundo tenebroso, contra las fuerzas espirituales del mal (que están) en las regiones del aire”  (Ef. 5, 10-17).

En el mismo sentido, Colosenses nos recordará con gran belleza que la misericordia de Dios con nosotros exige potenciar la nuestra con el prójimo: “revestíos de sentimientos de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos cuando alguno tenga queja contra otro. El Señor os ha perdonado, así también vosotros. Y por encima de todo eso, la caridad, es decir, el vínculo de la perfecta unidad” (Col. 3,12-14).

II  

CARTAS PASTORALES.-

Las dos Cartas a Timoteo y la Carta a Tito forman un grupo especial dentro del Corpus Paulino, pero también de la literatura bíblica (preocupaciones pastorales y organizativas, culto, liturgia, jerarquía…), y es por ello por los que en el siglo XVII se las llamó Cartas Pontificales, y a mediados del siglo XVIII, el título actualmente empleado de Cartas Pastorales.

No son cartas destinadas a comunidades, sino a personas muy concretas –Timoteo y Tito-; San Pablo se las remite a ambos personajes, que estaban respectivamente de obispos en Éfeso y en Creta. Son pastores de esas iglesias particulares, y de ahí el nombre con el que se las designa.   

De la lectura atenta de estas cartas, observamos algunos aspectos comunes a destacar, que pueden orientarnos asimismo acerca de la ubicación temporal de las mismas, bien en tiempos de San Pablo o de generaciones cristianas posteriores.

En primer lugar, es evidente que nos encontramos ante comunidades cristianas que han ido abandonando la tensión escatológica que nos encontrábamos en los primeros textos paulinos (1 y 2 Tes.); comunidades, en donde aquella Iglesia carismática con una vida tan rica que encontramos en otros escritos (1 Cor. 12), va dejando paso a una organización más sólida y jerarquizada. Así, 1 Tim. 3 nos hablará de la condición moral que deben tener los aspirantes al episcopado, al diaconado o al presbiteriado (Tit. 1, 5-10), así como las ancianas, mujeres consagradas al servicio de la comunidad (Tit. 2, 3-5). Desde el punto de vista organizativo, dentro de la comunidad encontramos ministros merced a la imposición de las manos (2 Tim. 1,6), que dirigen la comunidad, presiden las reuniones litúrgicas, predican, enseñan… como verdaderos administradores de Dios (1 Tim. 3,4 y ss; Tit. 1,6).  En cualquier caso, el desarrollo de la jerarquía eclesiástica, tal y como se desarrolló a lo largo del tiempo, no fue uniforme en las diversas iglesias particulares (de hecho, el Episcopado parecía incluir al Presbiteriado –Fil. 1,1-), y en las Cartas Pastorales no encontramos la clara diferencia de los tres tipos de ministerios actuales: obispo, presbítero y diácono, aunque sí se citan indistintamente. 

En la organización eclesiástica de las Pastorales "sólo se presiente la evolución posterior" (Feuillet). Aunque esa circunstancia llevaría a postular la antigüedad de las mismas y su posible origen paulino, todo lleva a pensar en que hay indicios claros de la composición más bien tardía de estas cartas, que probablemente procedan de una generación posterior a la del Apóstol. La exhortación que se hace a Timoteo de “guardar el Depósito” (2 Tim. 6,20), demuestra que ya existía un corpus doctrinal sólido, que era atacado por los diversos herejes que iban surgiendo, los cuales proponían una falsa gnosis, como luego veremos. Frente a éstos, en las cartas se observa una especial preocupación por la transmisión de la sana doctrina,  lo que denota una convicción de continuidad en el tiempo de la Iglesia, lejos ya de entusiasmos parusíacos (1 Tes.). “Lo que me oíste ante muchos testigos, confíalo a hombres fieles tales que sepan enseñar también a otros” (2 Tim. 2,2). Pero al igual que dijimos en relación a las Cartas a Efesios y Colosenses, es muy probable la inclusión en estos textos más tardíos de verdaderas piezas maestras de la pluma del Apóstol, como observamos en la conclusión de 2 Timoteo o de Tito. 

En segundo lugar, en estas tres cartas encontramos importantes elementos doctrinales que no deben olvidarse: el plan de Dios de que todos los hombres se salven (1 Tim. 2, 4), pues Cristo vino al mundo precisamente para salvar a los pecadores (1 Tim. 1,5), el cual se entregó por todos (1 Tim. 2,6), a fin de que todos los hombres lleguen al conocimiento de la Verdad y se salven. El pueblo, rescatado por el sacrificio de Cristo, queda regenerado por el bautismo (Tit. 3,5). La guardiana de esa Verdad es la Iglesia “comunidad de los elegidos” (2 Tim. 2,10) y columna y fundamento de la Verdad(1 Tim. 3,15). En definitiva, “Cristo hombre es el único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tim. 2,5). Importante también es la referencia a la autoridad de las Escrituras inspiradas: “Todo Escrito inspirado por Dios es útil para enseñar, corregir, enderezar y educar en la justicia” (2 Tim. 3,16), fundamento escriturístico de la inspiración de las Sagradas Escrituras.   

Y desde este punto de vista doctrinal, es importante destacar el pasaje cristológico de Tit. 2, 11-14, donde se expresa de manera compendiada los hitos de toda cristología: la encarnación de Cristo (“apareció la gracia de Dios…), su divinidad (“el gran Dios y salvador nuestro, Jesucristo”), su redención (“se dio a sí mismo por nosotros”), su segunda venida (“aguardando la esperanza feliz y la manifestación gloriosa…). Y de todo ello se deriva una clara consecuencia moral para quienes le seguimos: “educándonos para vivir en este mundo de ahora mesurada, justa y religiosamente…).

En tercer lugar, se observa la preocupación del Apóstol por los que propagan falsas doctrinas. No se precisa a qué errores se refiere, pero parecen incluir elementos judaizantes y gnósticos. La descalificación radical que hacen las cartas (“espíritus de embusteros y enseñanzas del demonio” (1 Tim. 4,1), amigos del dinero (Tit. 1,11), denota la peligrosidad de tales personajes, que parecen jactarse de poseer una gnosis (1 Tim. 6,20), o de ser maestros de la ley mosaica (1 Tim. 1,7).  Frente a ellos, San Pablo propondrá rechazar “las polémicas tontas y de analfabetos, sabiendo que engendran luchas”, en definitiva,  “educar con mansedumbre a los adversarios, a ver si Dios les concede el arrepentimiento para llegar al conocimiento de la verdad, y entran nuevamente en razón, escapando de la trampa del diablo donde están atrapados para que hagan su voluntad” (2 Tim. 2, 23-26).

Las cartas, por último,  denotan una visión pesimista de “los últimos tiempos” (1 Tim. 4,1 y ss.) (2 Tim. 3 y ss.), pues “vendrá un momento en el que no soportarán la sana doctrina, al contrario (…) se agenciarán a maestros a la medida de sus propios deseos, cerrarán los oídos a la verdad y se volverán a las fábulas” (2 Tim. 4,3-4). Un pasaje que recuerda poderosamente al tono dramático que usó cuando se despidió entre lágrimas de los presbíteros de Éfeso (Hch. 20,26-30). Y advertirá que “todos los que pretendan vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución” (2 Tim. 3,12). Gran verdad, con la peculiaridad de que a lo largo de la historia, muchas de las víctimas que más han sufrido han sido los propios santos...pero no fuera sino dentro de la Iglesia. 

No obstante esa percepción, San Pablo -a punto de ser entregado por Cristo-, nos regalará algunas de las líneas más emotivas y hermosas de todo el Nuevo Testamento:

"Estoy ya vertiéndome como libación, y me ha llegado el momento de emprender la marcha. He luchado la noble lucha, he llegado al fin de la carrera, he guardado la fe. Para adelante me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, el juez justo, me dará en pago aquel día, y no sólo a mí sino también a todos los que hayan deseado su manifestación(2 Tim. 4, 6-8).

Porque, en definitiva, “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales el primero soy yo” (1 Tim. 1,15). 

 

 

 

 

 

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