viernes, 3 de enero de 2025

Aunque no hubiera Cielo, yo te amara.



I

Llama la atención el hecho de que durante mil años -desde Moisés hasta los Macabeos- el Pueblo Elegido por Dios no creyó en la vida eterna. Los judíos se adherían apasionada y fanáticamente a un solo Dios que únicamente les prometía -y con condiciones- una existencia relativamente feliz en "su tierra". Pero en el momento de la muerte un destino tenebroso se cernía sobre ellos, independientemente de si habían sido buenos o malos; se abocaban todos a un desierto de sombras donde probablemente estuvieran en un estado de inconsciencia, sin esperanza en cualquier caso de revocarse aquella triste situación. Curiosamente, semejante cosmovisión tenían también los paganos, pues Homero en el siglo VIII A.C. hizo exclamar al alma del antaño colérico Aquiles en el Hades que: "preferiría ser labrador y servir a otro, a un hombre indigente que tenga poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos" (Odisea, Rapsodia XI). 

Sin embargo, pese a tratarse de una religión centrada sólo y exclusivamente en la promesa de posesión de un país, no sólo sobrevivió a las calamidades sucesivas que destrozaron esa esperanza, sino que incluso llegó a extenderse a todas las naciones por Cristo, cumpliéndose rigurosamente lo que anunciaron sus profetas. Un verdadero milagro histórico, explícitamente pre-anunciado en el Antiguo Testamento, y que sólo los que tienen los ojos opacados por prejuicios materialistas son incapaces de captar. 

Para muchos, que miran con displicencia los caminos providenciales de Dios y la progresividad de su Revelación, la aceptación tardía por la religión judía de una vida más allá de la muerte, tiene una explicación naturalista. Algunos mencionan la influencia de una religión con la que los judíos acabarían conviviendo durante la época persa durante los siglos V y IV A.C., la zoroastrista (que sí creía al parecer en la inmortalidad del alma). Así lo afirma rotundamente Juan B. Bergúa en su introducción al "Avesta" (Clásicos Bergúa, 1992). Pero como señala N.T. Wright en su monumental estudio "La resurrección del Hijo de Dios" (Verbo Divino 2008):

"la noción fundamental de la resurrección, que surgió en torno a la época del exilio y volvió a ser puesta de relieve en el siglo II a.C., estribaba en la condición de Israel como único pueblo elegido del único dios creador. Expresar esto tomando prestada una idea clave del mismo pueblo que estaba provocando el problema (...) no hace justicia al proceso mucho más sutil de reflexión devoción y visión que al parecer tuvo lugar" (pág. 173-174). 

Como yo sí creo en la mano providente de Dios, pienso que su invisible influjo llevó a los sabios y profetas del Israel postexílico a cuestionar los viejos y tradicionales esquemas sapienciales que se resumían en la sencilla fórmula: sabiduría y/o cumplimiento escrupuloso de la ley = existencia feliz y colmada por todo tipo de bienes (sólo aquí, en su tierra). En efecto, Dios les hizo comprender que, desde el examen objetivo de su historia, ese modelo hacía aguas por todos los lados, e inspiró a dos portentosos escritores -el autor del libro de Job, y Qoelet- para que lo impugnasen. Y de este modo se fuese abriendo paso la reflexión sobre una vida plena post mortem.  Si la existencia humana, aún comportándonos con justicia y sabiduría, podía convertirse en un valle de lágrimas, el Dios providente debía compensar ese desafuero. 

En efecto, llegó un momento en que los judíos no podían seguir repitiendo cansinamente que han sido los pecados del pueblo los que han traído las desgracias (vgr. Dt. 28, 15-68; Lm. 1,18...), porque, aunque asumían que en general ese esquema era cierto, después de continuos reveses nacionales se percataron de que:

"Pues yo tenía entendido que les va bien a los hombres temerosos de Dios, a aquellos que ante su rostro temen, y que no les va bien al malvado, ni alargará sus días como sombra el que no teme ante el rostro de Dios. Pues bien, un absurdo se da en la tierra: Hay justos a quien sucede cual corresponde a las obras de los malos, y malos a quienes suceden cual corresponde a las obras de los buenos. Digo que éste es otro absurdo" (Qo. 8, 12-14).

Por descontado, Qoelet -de acuerdo a la tradición judía- no cree en Cielos ni infiernos tras la muerte:

"De hecho nadie sabe lo que lo que es mejor para el hombre durante los contados días de esta vana ilusión que es su vida. Sus días pasarán como sombra, ¿y quién podrá decirle lo que sucederá después de él bajo el sol? (Qo. 6, 12)

El Libro de Job, escrito probablemente un siglo antes que el Qoelet, nos presenta en una estremecedora narración ese mismo punto de vista; la vida virtuosa no garantiza la felicidad en la tierra ni tampoco abre la puerta a una vida mejor de ultratumba. La muerte no diferencia entre justos e injustos, lo devora todo:

"Hay quien muere en pleno vigor,

en el colmo de la dicha y de la paz,

repletos de grasa sus ijares,

bien empapado el meollo de sus huesos.

Y hay quien muere, la amargura en el alma,

sin haber gustado la ventura.

Juntos luego se acuestan en el polvo

y los gusanos los recubren"

                            (Job. 21, 23-26). 

Incluso antes del exilio babilónico, encontramos a Jeremías quien, pese a seguir escrupulosamente el esquema pecado-castigo para explicar por qué Babilonia arrasará muy pronto Jerusalén (Jer. 10,22), al mirarse hecho unos zorros y rechazado a causa de su fidelidad a la vocación profética, preguntará a Dios:

"¿Por qué le va bien a los malvados?

¿Por qué viven tranquilos los traidores?

                            (Jer. 12, 1).

En definitiva, la vida no recompensa siempre al bueno (más bien parece que es al revés); la muerte iguala a todos, y fuera de éstas coordenadas espacio temporales no hay otros mundos. De tal modo que:

"el polvo volverá a la tierra y el espíritu -entendido como mero aliento genérico de vida, no como alma inmortal- volverá a Dios, que es quien lo dio". "Vanidad de vanidades, todo vanidad" (Qo. 12, 7-8). 

II

Todo ese planteamiento, entre escéptico y existencialista, cambia partir del siglo II A.C., teniendo mucho que ver con la crisis que motivó la revuelta de los Macabeos. La creencia en la resurrección final se va introduciendo en la religión judía. La vigorosa defensa de un futuro juicio y una sentencia de castigo o premio que despliegan los siete hermanos ante las torturas ordenadas por Antíoco IV, abre de par en par esa puerta que Dios quiso que se estuviese cerrada hasta poco antes de la venida de su Hijo al mundo.

"Tú, criminal, nos quitas la vida presente. Pero el Rey del mundo nos resucitará a la vida eterna, a nosotros que morimos por sus leyes" (2 Mac. 7,9).

Y además, según la mayoría de biblistas, por esas fechas se redactará el Libro de Daniel, el cual afirmará: 

"Muchos de los que duermen 

en la tumba despertarán:

unos para vivir eternamente

y otros para la vergüenza

y el horror eternos" 

                               (Dn. 12,2),

El Libro de la Sabiduría, último escrito cronológico del A.T., llegará más lejos y asociará directamente la increencia en la resurrección con la impiedad:

"Razonando equivocadamente se han dicho:

Corta y triste es nuestra vida;

la muerte del hombre es inevitable 

y no se sabe de nadie que haya vuelto de la tumba.

Nacimos casualmente y luego pasaremos

 como si no hubiésemos existido,

pues nuestro aliento es como el humo,

y el pensamiento como una chispa

alimentada con el latido del corazón.

Cuando está chispa se apague

el cuerpo se va convertirá en ceniza

y el espíritu se desvanecerá como aire ligero".

(...)

Así piensan los malos, pero se equivocan;

su propia maldad los ha hecho ciegos.

No entienden los planes secretos de Dios

ni esperan que una vida santa tenga recompensa;

no creen que los inocentes recibirán su premio.

En verdad, Dios hizo al hombre para que no muriese,

y lo hizo a imagen de su propio ser;

sin embargo, por la envidia del diablo

entró la muerte en el mundo

y la sufren los que del diablo son"

              (Sab. 2, 1-3, 21-24).  

Y esta teología, que será la propia de los fariseos, pasará por Cristo al Nuevo Testamento y desde entonces la convicción en la resurrección final de la carne será doctrina central de la fe cristiana, de nuestra fe. No de la judía, pues los saduceos la negaban y se intentaron burlar de ella cuando le expusieron a Jesús el caso de los siete hermanos casados sucesivamente con una viuda (Mt. 22, 23-33).

III

"Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe. En este caso también están perdidos los que murieron creyendo en Cristo. Si nuestra esperanza en Cristo solamente se refiere a esta vida somos los más desgraciados de los hombres. Pero lo cierto es que Cristo ha resucitado" (1 Cor. 15, 17-20).

La franqueza de San Pablo es conmovedora. El Apóstol ha comprobado en sus propias  carnes -como antaño Jeremías o Job- las desgracias que le sobrevienen al justo, es decir, al que sigue incondicionalmente a Cristo.

"todo lo he dejado a un lado y lo considero basura por conocer a Cristo, por amor del cual lo he perdido todo" (Fil. 2,8). 

La opción cristiana, como vemos, tiene un coste muy elevado: ser perseguido (2 Tim. 3,12), sufrir indeciblemente (2 Cor. 11, 23-33), hasta perderlo todo. Pero perder todo para ganar Todo. "Morir para estar con Cristo, que es lo mejor" (Fil. 1,23); una nueva vida con Cristo donde

"no habrá muerte, ni jamás duelo, ni clamor, ni dolor porque todo lo que antes existía ha dejado de existir" (Ap. 21,4).

Pero no sólo en el más allá, pues el mismo Señor nos dice en algunos pasajes (Mt. 19,28-30, Lc. 18, 28-30 o Mc. 10, 28-31) que ya en esta vida -aparte de la inevitable persecución-, la fe en Él nos reportará:

"el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos, y campos" (Mc. 10,30). 

Es obvio que aquí Jesús no se refiere a riqueza material pues "¡qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! (Lc. 18,24), dado que los ricos aquí "ya han recibido su recompensa" (Lc. 6,24). El Señor alude a la red de solidaridad que irán confeccionando los cristianos comprometidos con la construcción del Reino de Dios, una verdadera comunión de santos en la tierra con evidentes repercusiones en el orden material, de tal modo que:

"la muchedumbre de los que habían abrazado la fe tenía un único corazón y alma, y ninguno decía que era propio suyo algo de sus bienes, sino que lo tenía todo en común" (Hch. 4,32).

Aun así, esa alegría actual del cristiano -bien conocida por los que abrazan la fe desde la increencia o el indiferentismo- existe en buena medida porque está anclada a una fe y a una esperanza más allá de las coordenadas mundanas, como una mujer grávida a punto de dar a luz (en feliz comparación que usan tanto el Señor como San Pablo (Jn. 16,21, Rm. 8,23). Sufre, pero a la vez espera. Es decir, parece decírsenos que si no existiera esa convicción, la vida cristiana sería tan trágica como un embarazo malogrado; seríamos "los más desgraciados de los hombres" (1 Cor. 15,19), y "si es verdad que los muertos no resucitan, entonces, como algunos dicen , "¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!" (1 Cor.15,32). La alegría de la fe sería una vanidad más, que sumaríamos a las narradas por Qoelet

Ahora bien, ¿realmente es así? ¿De verdad necesitamos tener la seguridad de una vida futura más allá de la muerte, para poder agradecer a Dios el hecho de que estamos vivos, de que su misericordia nos ha hecho conocer a su Hijo, el cual nos ha redimido -de momento aquí y ahora-, con una muerte de cruz? Conociendo lo que Cristo nos ha enseñado y ha hecho por nosotros, ¿realmente nuestra gratitud, expresada en una serena acción de gracias día a día, puede condicionarse y depender de si nos dará una eternidad feliz, hasta el punto de que, en caso contrario, lo tiremos todo por la borda? ¡Comamos y bebamos!

Conste que no estoy discutiendo la munificencia de Dios. Sé que nos regalará, aparte de la actual paz del corazón y los demás bienes terrenos que ya he descrito: "cien veces más y la vida eterna" (Mt. 19,29), pues "ni el ojo vio, ni el oído escuchó ni nadie pudo pensar lo que Dios tiene preparado para los que le aman" (1 Cor. 2,9). Estoy absolutamente convencido, pues para eso mismo resucitó Jesucristo, para hacernos partícipes de su gloria y divinidad por siempre (2 Ped. 1,4), hasta el punto que "los santos juzgarán al mundo" (1 Cor. 6,2). Y, por descontado, como cristiano, sé que los pasajes paulinos citados no pueden entenderse como si tuviésemos derecho a exigir el don de la eternidad junto a Él, dado que como aclara el Apóstol "por gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto es don de Dios" (Ef. 2,8).  

Lo que quiero poner de relieve -y vuelvo al inicio de este artículo- es que la intensidad de la fe de los israelitas, al igual que la de Abraham fue "contra toda esperanza"  (Rm. 4,18). Se aferraban al Dios verdadero (aunque no se les prometiera el Cielo), y seguían haciéndolo incluso tras la destrucción del Reino del Norte por Asiria y de Judá por los Babilonios (habiendo perdido hasta la tierra, el fruto granado de la promesa). Preservaron su fe a pesar de la devastadora lógica histórica y con el único fin -ahora lo comprendemos, aunque ellos lo desconocían-  de que el mundo entero conociera a Cristo. La historia del pueblo judío debía haber sido cancelada como la de los filisteos, los amorreos, los idumeos o los moabitas (naciones pequeñas y fronterizas con Israel), que fueron devoradas por los grandes imperios de alrededor. Todas ellas fueron aniquiladas salvo Israel, que sobrevivió... y ahí sigue. Es un verdadero milagro, constatado y probado en la Biblia. Sobrevivió para que nosotros renaciésemos en Cristo. Sólo para eso. 

En definitiva, si Israel permaneció fue por su fe. La misma fe, carente de esperanza, que llevó a Job -quien tampoco creía en vidas de ultratumba- a exclamar que "aunque Dios le quitase la vida, en Él seguiría confiando" (Job. 13,15). La misma fe que el cristiano debe tener en Dios -que es el mismo de la nación judía-, sencillamente porque ÉL es quién ES, y porque sabemos que "aunque dejemos de ser fieles, Él sigue siendo fiel porque no puede negarse a sí mismo" (2 Tim. 2,13).  Por eso, miramos al crucificado -que es Dios- y no podemos pedir nada. ¿Vida eterna para nosotros, si te vemos morir en una cruz? No, sólo cabe exclamar como aquel poeta desconocido del Siglo de Oro:

"Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera

que aunque no hubiera Cielo yo te amara

y aunque no hubiera infierno te temiera.  

No me tienes que dar porque te quiera,

pues aunque lo que espero no esperara

lo mismo que te quiero te quisiera".

viernes, 15 de noviembre de 2024

Éfeso (431): el Concilio que definió la Maternidad divina de María.


I

En la inolvidable película de Mel Gibson "La pasión de Cristo", hay una bellísima escena de inmenso calado teológico. Aquella en la que María, al pie de la cruz y mirando a su Hijo, exclama: "Carne de mi carne, corazón de mi corazón, déjame morir contigo". Nuestra bendita madre, con estas sublimes palabras, afirmaba dos grandes misterios de nuestra fe católica, uno definido dogmáticamente -su maternidad divina-; el otro aún no -su corredención-. En este artículo quiero hablar del complicado camino que llevó a la definición dogmática de la maternidad divina. Y escribo con la esperanza de que no a muy tardar se declare como doctrina definitiva su corredención, quinto dogma mariano (si los ecuménicos respetos humanos no lo impiden). Así lo deseamos hoy los católicos con la mente y el corazón, aunque sinceramente pienso que no podemos compararnos con la piedad del pueblo cristiano en el siglo V, y que constituyó la fuerza decisiva para aclamar a María como madre de Dios y madre nuestra.  

Para llegar a la definición de la Maternidad divina de María, debemos retroceder a los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381). A pesar de que éstos definieron frente a Arrio y a Macedonio de Constantinopla (y los pneumatómakos), la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo, no por ello cesaron las controversias teológicas, que se centraron en precisar dogmáticamente el mismo ser de Cristo: su persona, su humanidad y su divinidad, y cómo conciliar ambas naturalezas; podríamos decir que del problema de Dios, pasamos al de su Encarnación. Las raíces del conflicto podemos encontrarlas en la existencia de dos cristologías alternativas, la ortodoxa (defendida por Cirilo de Alejandría), y las sostenidas por Apolinar y Nestorio. Aunque, en el fondo, el partido se jugaba entre las dos grandes escuelas teológicas del momento -la de Antioquia y la de Alejandría-, ambas ortodoxas en sus posturas moderadas, ambas heterodoxas en sus excesos doctrinales. 

La Antioquena ponía el acento sobre todo en la humanidad de Cristo, y proponía una visión más divisiva de la relación de la naturaleza humana y divina de Cristo, con intención de salvaguardar su humanidad y evitar que la divinidad absorbiera a la humanidad (se pretendía sortear el error monofisita pero se podía caer en el error nestoriano). La Alejandrina, en cambio, de carácter unitivo, atendía sobre todo a la divinidad de Cristo, e incidía en la unión de ambas naturalezas para eliminar el peligro de admitir una doble persona en Cristo (pero para impedir el error de Nestorio, el riesgo era incurrir en la herejía monofisita). Y entremezcladas entre esas sesudas disputas (con sus cientos de matices), no podemos obviar la existencia de inmensos egos en los teólogos de una y otra adscripción. En el siglo V las escuelas teológicas se peleaban con más vehemencia que nuestros políticos en el parlamento patrio, sin excluir el ataque personal. Y las controversias dogmáticas llegaban hasta las plazas y mercados de las ciudades como hoy el fútbol.

Se asumía como doctrina tradicional de la Iglesia Católica la plena humanidad y la plena divinidad de Jesucristo, pero la controversia se enfocaba en fijar en fórmula dogmática su unión. Y fue precisamente la predicación de Nestorio la espoleta que activó convocatoria del Concilio efesino, aunque el conflicto ya se preveía por la aparición del apolinarismo, que entendía que el alma humana de Jesús había sido suplida por el Logos divino, con lo que la humanidad del Señor quedaba seriamente comprometida. Las consecuencias de tal error eran gravísimas para el misterio de la redención, pues lo que no ha sido asumido no puede ser redimido, como magistralmente expuso San Ireneo de Lyon. Fue fulminado el apolinarismo en el Concilio de Constantinopla del año 381. 

Señala Giuseppe Alberigo que Nestorio (381-451), un buen orador que había sido presbítero en Antioquía, al subir a la cátedra episcopal de Constantinopla como Patriarca, comenzó una predicación que escandalizó a muchos, aunque su punto de vista era más soteriológico y pastoral que doctrinal, pues “más que afrontar especulativamente la relación entre las dos naturalezas de Cristo, Nestorio se preocupa de exponer una teología de la vida cristiana que tiene como punto de referencia la concepción paulina del “segundo” Adán”. Nestorio quería probar que en la Escritura no se había atribuido jamás al Logos los acontecimientos de la vida terrena de Jesús, lo que en el fondo suponía cuestionar el misterio de la Encarnación y, en definitiva, oscurecer la salvación que Dios concede al hombre en Cristo.

Pero en todo caso, parece cierto que Nestorio, más que crear él la polémica del “Theotokos”, se vio arrastrado a ella. Nestorio rechazó la aplicación a la Bienaventurada Virgen María tanto del término “Theotokos” (madre de Dios), como “Antropotokos” (madre del hombre Jesús de Nazaret), proponiendo la solución intermedia del “Cristotokos” (madre de Cristo), desde una posición soteriológica y una terminología bíblica. 

Sonaba muy razonable y ecuánime, pero había un serio problema: no era correcto. Lo cierto es que Nestorio, por muy bien intencionado que estuviera, chocaba no sólo contra la tradición patrística sobre la Theotokos (Orígenes, por ejemplo), sino también contra la sencilla piedad del pueblo de Dios, pues ya en el siglo V, la devoción mariana, estaba profundamente arraigada en el pueblo cristiano. Hablamos del "sensus fidei", que son palabras mayores: con eso no se juega.

No sólo se trataba, por tanto, de una disputa entre inteligentísimos teólogos; el sentido de la fe del pueblo cristiano estaba expectante y se rezaba apasionadamente en todo el imperio, desde oriente a occidente, para que no se le negara a la Bienaventurada Virgen María su justo título  de Madre de Dios. Como vemos, igualito entusiasmo que el desplegado hoy por los católicos con ocasión del recientísimo Sínodo sinodal.

La teología de Nestorio, en definitiva, encontró una encarnizada oposición en Constantinopla y en otras zonas del imperio, y se le echó en cara un dualismo cristológico (dos personas en Jesucristo), e incluso repetir el error de Pablo de Samosata, que consideraba a Cristo como mero hombre, pero que debido a sus méritos fue constituido en Hijo de Dios por adopción en el momento de su bautismo (la herejía del monarquianismo adopcionista). Y a pesar de que historiadores antiguos (por ejemplo, Sócrates) han rechazado esas críticas desenfocadas a la discutible teología de Nestorio, lo cierto es que se impuso la imagen negativa de un hereje contumaz que defendía una dualidad de personas, probablemente porque Nestorio no distinguía correctamente la diferencia entre persona y naturaleza. La cuestión de la verdadera teología defendida por Nestorio es tan compleja que aún da hoy quebraderos de cabeza a los teólogos pero es asunto cerrado para la Iglesia Católica, que en el Concilio de Éfeso (431) estableció la fórmula dogmática de Cristo como una sola Persona (prosopon), y dos naturalezas (humana y divina). Y que la Santa Virgen es verdaderamente Madre de Dios, porque en ella el Hijo, el Logos, la Segunda Persona de la Trinidad se ha encarnado y se ha hecho hombre, tomando de ella la humanidad. "Carne de mi carne, corazón de mi corazón...". 

Junto con Nestorio, el otro gran protagonista de la historia previa al Concilio de Éfeso, fue Cirilo, obispo de Alejandría desde el 412 y que en el año 429 criticó duramente en sus homilías y en sus cartas la teología de Nestorio. La ácida discusión llegó hasta Roma y el papa Celestino I, primero en carta del 10 de agosto del 430 y en un sínodo inmediatamente posterior, condenó la teología del Patriarca de Constantinopla.

Finalmente, el emperador Teodosio II anuncia a los metropolitas y al papa Celestino I la convocatoria del Concilio, aunque Roma no mostró demasiado entusiasmo en él, dado que ya había fijado la ortodoxia en el sínodo romano anterior con lo que bastaría con que ratificase su sentencia (ya sabemos: "Roma locuta, causa finita"). San Agustín estaba invitado pero murió, víctima de los bárbaros del norte que asediaban Hipona, antes de iniciarse las sesiones, en el año 430.

II

Podemos resumir los errores de Nestorio, según nos han transmitido sus impugnadores, en los siguientes puntos que se examinaron en el Concilio:

- El hijo de la Virgen María es distinto al Hijo de Dios. Como hay dos naturalezas en Cristo, debe haber igualmente dos sujetos o personas distintas.

- Esas dos personas están vinculadas por una unidad accidental o moral. El hombre Cristo no es Dios, sino portador de Dios. El Verbo de Dios no se ha hecho hombre en Cristo, sino más bien ha morado en el hombre Jesucristo, de manera parecida a como Dios inhabita en los justos.

- Se niega la denominada comunicación de idiomaspues las propiedades humanas (nacimiento, pasión y muerte) sólo pueden predicarse del hombre Cristo, y las propiedades divinas (creación, omnipotencia, eternidad) sólo pueden enunciarse del Logos-Dios.

- No es correcto dar a María el título de Theotokos (“madre de Dios”); ella es “madre del hombre”, o como mucho “madre de Cristo”.

El Concilio de Éfeso se celebró entre junio y septiembre del año 431. Muchos han criticado -no sin visos de razón- las malas artes de Cirilo en ese Concilio, pues éste se inició antes de la llegada de los legados papales, y con la ausencia de Nestorio (en su representante, Juan de Antioquía) y de sus partidarios orientales, por lo que se vislumbraba su clara intención de predeterminar su resultado. Parece probado por las fuentes que poseemos que Nestorio era bastante mejor tipo que el fogoso obispo de Alejandría (a quien, por cierto, se empeñó en parodiar el cineasta Amenábar con su plúmbeo peplum "Ágora"). Pero lo que importa al final es que, de acuerdo a la tradición patrística y al sensus fidei del pueblo, Cirilo tenía razón y Nestorio estaba equivocado. La mayor o menor bonhomía, cuando está en juego la Verdad divina, es un aspecto irrelevante, aunque eso repugne al tóxico sentimentalismo de nuestro malhadado tiempo. Y lo cierto es que, gracias a San Cirilo, rezamos los cristianos el Ave María. 

Como era de esperar, vistos los preliminares que hemos descrito, el Concilio ratificó la ortodoxia expuesta por Cirilo, enseñando la doctrina de que, mediante la encarnación, el Verbo de Dios se hizo hombre, siendo perfecto Dios y perfecto hombre en una unión sin confusión de dos naturalezas. La naturaleza divina y la naturaleza humana se hallan en Cristo unidas hipostáticamente, es decir, en unidad de persona. Por tanto:

- Cristo con su propia carne es un ser único, es decir, una sola Persona.

El Logos-Dios está unido a la carne con una unión intrínseca y sustancial. Las propiedades humanas o divinas de que nos hablan las Sagradas Escrituras y los Santos Padres no deben repartirse entre dos personas o hipóstasis, sino que deben referirse al único Cristo, el Logos encarnado. Las consecuencias son conmovedoras: fue el Logos divino quien padeció en la carne, y fue crucificado, muerto y resucitó. Verdaderamente, el mismo Dios sufrió por cada uno de nosotros.

- La Santísima Virgen María es Madre de Dios porque parió según la carne al Logos-Dios encarnado.

Por último, se condenó a Nestorio mediante “doce anatematismos”. Citaremos los dos primeros como resumen de la doctrina asentada con carácter definitivo: la maternidad divina de la Virgen María, y la doble naturaleza divina y humana del Verbo de Dios, hecho carne.

Si alguno no confiesa que Dios es en verdad el Enmanuel, y que por eso la Santa Virgen es madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne) sea anatema”

Si alguno no confiesa que el Verbo de Dios Padre se unió a la carne según hipóstasis y que Cristo es uno con su propia carne, a saber, que el mismo es Dios al mismo tiempo que hombre sea anatema.

En cuanto a Nestorio, fue condenado con las siguientes palabras: “Nuestro Señor Jesucristo, por él blasfemado, establece por boca de este santísimo sínodo que el mencionado Nestorio sea excluido de la dignidad episcopal y de cualquier colegio sacerdotal”. Lo desterraron a un convento en Antioquia, y acabó sus días purgando en los desiertos de Libia, el mismo año (451) en el que se celebró el decisivo Concilio de Calcedonia, que ratificó y perfeccionó las fórmulas propuestas por su enemigo Cirilo. Las causalidades del destino. 

III 

En definitiva, en Éfeso se afirmaron los elementos más importantes de la fe cristológica, avanzando sobre la doctrina confirmada en Nicea (325) y abriendo paso a la más perfecta formulación dogmática expuesta, vente años después, en el Tomus Leonis del Papa León Magno y en el Concilio de Calcedonia. 

- Confirmación de la fe de Nicea en la divinidad de Cristo: La fe en Cristo reconoce que Él es el Hijo de Dios, el Unigénito y verdadero Dios (Dios perfecto), nacido del Padre antes de los siglos según la divinidad (…) consustancial (homoousios) al Padre según la divinidad.

- Humanidad de Cristo. Si el Credo de Nicea destaca la encarnación del Señor y su misión entre nosotros (que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó y se encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, (y) subió a los cielos), en Éfeso se avanzará teológicamente en explicar su humanidad: “hombre perfecto de alma racional y cuerpo", "semejante en todo a nosotros, salvo en el pecado", en los últimos tiempos el mismo por nosotros y por nuestra salvación nacido de María virgen según la humanidad”consubstancial a nosotros según la humanidad”. Hay, por tanto, un solo Señor Jesucristo, la Persona divina del Verbo encarnado, distinguiéndose dos naturalezas, divina y humana, unidas hipostáticamente en una sola persona.

- Destacar también la expresión con la que se pretende explicar esa unión de las dos naturalezas en una sola Persona: sin confusión. Como señala el Catecismo de la Iglesia Católica (numeral 470). “En esa unión misteriosa la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida. La Iglesia ha llegado a confesar con el correr de los siglos la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad y del cuerpo de Cristo. Pero paralelamente ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido”. 

- Igualmente, se supera la polémica de si la Bienaventurada Virgen María es “Antropotokos”, “Christotokos” o “Theotokos”, definiendo con firmeza esto último, puesto que Dios –en la Persona del Hijo-  se ha encarnado en las entrañas purísimas de María, asumiendo de ella la humanidad sin dejar de ser Persona Divina. El título de “Theotokos”, aunque mariano, refuerza la fe en la divinidad de Cristo, sin merma de su humanidad recibida de ella.  

- Finalmente, concluye la profesión de fe aludiendo a la cuestión de la “comunicación de idiomas”. Nestorio consideraba que las propiedades divinas del Hijo no pueden atribuirse al hombre Jesús, ni las humanas del hombre Jesús al Logos. Frente a ello, el Concilio define la unidad de persona, a la que se le aplican las propiedades humanas y divinas, según ambas naturalezas. En definitiva, el que es Palabra de Dios a causa de su generación eterna es también sujeto de propiedades humanas, y el que es hombre Cristo por haber asumido la naturaleza humana es sujeto de atributos divinos. 

En conclusión, Cristo es Dios; Dios es hombre. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación, la Persona única del Verbo de Dios se encarnó, padeció, murió y resucitó. Por nosotros. La carne en la que fue castigado el Señor era carne del Hijo de Dios hecho hombre en María, pero también carne nuestra dado que toda carne estaba representada, incluida y concentrada en carne de Cristo: era la carne de toda la humanidad en su misma cabeza, tal y como explica el gran teólogo español José María Bover. Por eso pudimos ser redimidos. Por eso nuestra vida como cristianos debe ser una permanente acción de gracias, en la que veamos a todo hombre como hermano de carne en Cristo y llamado por Él a la salvación. Por eso no sólo la madre de Dios sino cada uno de nosotros en el último instante de nuestras vidas, podemos mirar al crucificado y resucitado, y sentir verdaderamente que "no soy yo, sino que es Cristo el que vive en mí" (Gal. 2,20). Y exclamar junto a la Bienaventurada Virgen María, con la certeza de ser escuchado: "Carne de mi carne, corazón de mi corazón, déjame morir y resucitar contigo".


BIBLIOGRAFIA


Denzinger. Enchidrion Symbolorum (págs. 145 a 150) (Herder).

Giuseppe Alberigo y otros. Historia de los concilios ecuménicos. (págs. 67 a 70) (Ed. Sígueme).

Aurelio Fernández. Teología dogmática (págs. 182-183) (B.A.C).

Ludwit Ott. Manual de Teología dogmática (pág. 234 a 239) (Herder).

Catecismo de la Iglesia Católica (numeral 470).

José María Bover. Teología de San Pablo (pág. 322) (B.A.C.). 

Enciclopedia Católica.- Comunicación de idiomas.

 

 


domingo, 20 de octubre de 2024

Luces cristianas y sombras tibetanas: sobre el best seller del Dr. Sans Segarra.




Sin lugar a dudas este eminente cirujano de Barcelona, el Dr. D. Manuel Sans Segarra, es uno de los más importantes personajes mediáticos del momento, y lo es por su defensa -desde un punto de vista rigurosamente científico, según aduce-, de uno de los más importantes anhelos del hombre, su inmortalidad y su felicidad eterna. Por ello, tras haber visto algunos vídeos suyos por internet, me dispuse a comprar y leer el libro que ha escrito con la colaboración de Juan Carlos Cebrián "La supraconciencia existe. Vida después de la vida", un exitoso best seller que ya ha alcanzado la sexta edición. Lo leí de un tirón, y en este comentario, aun en caliente, quiero mostrar, por un lado el encaje de algunos de sus planteamientos con la Verdad revelada en nuestra fe, pero también advertir que otros asertos no sólo no cuadran con ella sino que además son abiertamente incompatibles, contrarios al más básico "sensus fidei". Por lo tanto, rechazables de plano. 

El autor propone como cuestión previa algo con lo que muchos estamos plenamente de acuerdo. La necesidad de superar el vigente paradigma científico -el método científico tradicional, su lógica materialista- para explicar fenómenos tan peculiares como las Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM), y anima al lector a despertar su "espíritu crítico" (pág. 25). Con inmenso sentido común afirmará casi al final de su libro que "Son numerosas las pruebas de la intervención externa de un diseñador inteligente que hizo surgir el universo de la nada. La teoría de la creación, citada en textos sagrados como el Génesis, es la más aceptada en la actualidad para explicar el origen del universo y de la vida en la tierra". De todos modos, creo que este autor se viene demasiado arriba cuando afirma que "gracias a la física cuántica, las matemáticas y la informática, todos los principios expuestos que niegan el materialismo, están científicamente comprobados" (pág. 134). Que conste que yo soy un enemigo a ultranza del materialismo científico, pero esa frase subrayada es -a día de hoy- mero flatus vocis. Y más excesiva aún es su afirmación de que "Michio Kaku, físico teórico de la Universidad de Nueva York, ha demostrado científicamente la existencia de Dios" (sic) (pág, 135). Como dijo irónicamente Nicolás Gómez Dávila en sus Escolios (y yo comparto): "Dejaría de creer en Dios si hubiera alguna prueba que demostrase su existencia". Porque como intuyó San Agustín: "Si enim comprehendis, non est Deus".

Un punto esencial de su obra es el hecho de que el enigma de la conciencia humana -el irresoluble problema, hasta ahora, de la compatibilidad de mente y cerebro-, puede ser explicado desde el punto de vista de la mecánica cuántica, pues "la conciencia podría ser el resultado de procesos cuánticos que ocurren dentro de las células cerebrales" (pág. 30). A este respecto menciona el trabajo del Premio Nóbel Roger Penrose, que indaga en las estructuras de la neurona (pero que dejaré de lado dada mi ignorancia acerca de la composición material del cerebro humano). En cualquier caso, él plantea esa posibilidad con prudencia, como hipótesis científica, aunque reconociendo que la investigación por ese camino tiene un inmenso potencial. Algo que comparto absolutamente. Fenómenos habituales en algunos santos como la bilocación (estar en dos sitios al mismo tiempo), la sutileza (la capacidad de atravesar elementos sólidos), o la agilidad (la posibilidad de desplazarse a distancias inmensas a veces con el solo pensamiento), son reportados en  los experimentos de la física cuántica. ¿Llegará el día en se logren tales objetivos, a nivel macroscópico, por la ciencia?   

Son muy interesantes y profundas las razones de su rechazo a las explicaciones que dan los científicos materialistas sobre las ECM (estados alucinatorios, dicen, del sujeto en una situación tan crítica como es el trance de la muerte). Mostrará las doce hipótesis de los materialistas, y las irá refutando con su experimentada sabiduría de médico (págs. 80-81). Una cosa son las alucinaciones (generalmente caóticas y diferentes en cada sujeto), y otra las ECM (coherentes y que siguen patrones similares). 

El autor considera que "la conciencia no es simplemente el resultado de la actividad neuronal del cerebro, sino que existe a un nivel más profundo y fundamental de la realidad" (...) "La conciencia es una propiedad fundamental del universo, presente en todas las cosas vivas y no vivas"(pág. 33). Con ello nos introduce en uno de los conceptos más relevantes (y polémicos) de su trabajo, el de la "Supraconciencia" (que el autor escribe con mayúsculas) y que no es sino "la presencia de la energía primera en cada uno de nosotros" (pag. 113). Inmediatamente me vino a la cabeza ese precioso discurso que San Pablo dirigió a los atenienses en el Areópago, donde se refirió al "Dios desconocido" como aquél que "no está lejos de ninguno de nosotros, porque en Él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch. 17,27-28). Usando el autor una metáfora marítima, "Imagina que la conciencia es un gran océano. Las olas en su superficie representan la actividad neuronal de nuestro cerebro. Cada ola es única y efímera, al igual que cada sensación que experimentamos (...). En las profundidades de ese océano existen corrientes y movimientos que no podemos ver, pero que son fundamentales para la formación de las olas en superficie" (pág. 31). Y aunque "existe una conciencia local originada por la actividad bioquímica de las neuronas (pág. 32) (...) la Supraconciencia es la idea de que la conciencia no es simplemente el resultado de la actividad neuronal del cerebro, sino que existe en un nivel más profundo y fundamental de la realidad" (pág. 33). 

En realidad, la "Supraconciencia" es "como un campo de energía que permea todo el universo", y que en última instancia remite a "la energía cuántica universal, la energía primera". Con la continua referencia a la "energía", el autor da la impresión de que hablase de una fuerza inmanente e impersonal, y no del Dios cristiano que es, desde el punto de vista ontológico, trascendente, y desde la fe, ante todo "Padre". El autor explica que el contacto del hombre con la "supraconciencia" requiere técnicas de meditación, y no hay que ser un lince para descubrir que aquí se refiere a los procesos mentales de los yoguis orientales: "eliminar de nuestra mente toda tormenta , originada desde el exterior, dejándola en blanco para que pueda aflorar la Supraconciencia. El camino es el control de la relajación, la respiración y la concentración, apoyado en la meditación"  (pág. 147)

Probablemente pensando en el lector cristiano del libro, el Dr. Sans Segarra se cura en salud al añadir igualmente que "la oración sincera y profunda dirigida a Dios tiene, para muchas personas, el mismo efecto" (pág. 148). Pero lo cierto es que, como se ha puesto de manifiesto en numerosas ocasiones por teólogos serios, la oración cristiana y la meditación oriental son aceite y agua; la primera se dirige, por mediación de Jesucristo, al Dios Uno y Trino; la segunda a una energía global. Con la meditación budista vaciamos la mente, y sólo Dios sabe lo que puede colarse por ahí. En virtud de la oración cristiana, la miseria de nuestros pecados nos lleva a impetrar la misericordia de Dios que "jamás rechaza a un corazón contrito". Toda la filosofía que subyace detrás de las religiones orientales presupone una cosmovisión panteísta, ególatra y egostista de la realidad, radicalmente diferente a la perspectiva cristiana, que establece la diferencia ontológica entre Dios y la creación, entre el Ser subsistente y el ser participado. No en vano, el Dr. Sans Segarra destacará especialmente al filósofo Baruc Spinoza y a su concepto de Dios "muy distinto del Dios personal del teísmo clásico, visto como un juez estricto". "El Dios de Spinoza- una realidad eterna, infinita y perfecta- es el de la unidad, la armonía y el amor" (págs. 135-136). Ignoro si el autor ha leído directamente a este filósofo holandés de origen sefardí, pero lo cierto es que el panteísmo de su sistema filosófico es un insulto al Dios trascendente de la religión judeo-cristiana. 

Por otro lado, me parece que el autor muestra cierta displicencia con uno de los más sólidos principios de la fe cristiana, la naturaleza caída del hombre y la necesidad de ser redimido (pág. 38). El concepto esencial de la fe cristiana de la exigencia de la Gracia está totalmente ausente en esta obra y el drama del hombre, para el Dr. Sans Segarra, no es que esté sometido al pecado y necesite de un don sobrenatural para alcanzar la vida eterna. Su problemática es vivir en cierta ignorancia, pero que puede ser superada por sí mismo -es el renovado pelagianismo contra el que combatió San Agustín- logrando ese superior y bienaventurado estado mediante la introspección y la meditación profunda (pág. 113).  

Para un cristiano, que aún conserve un básico "sensus fidei", este planteamiento es inadmisible. Es más, su libro ha provocado que comience a mirar con alguna desconfianza las experiencias positivas de las personas que viven una ECM, pues, "aunque se despierta en ellas la espiritualidad, suelen perder interés por la filiación religiosa (...), de tal modo que para ellos "la espiritualidad es una necesidad imperiosa de comunicarse con la energía primera, independientemente de los dogmas religiosos" (pág. 141). 

Aquí debemos afirmar sin titubeos que, desde el punto de vista cristiano, en el caso de que esa "energía primera" se identifique con Dios, es inexcusable que su acceso sólo pueda hacerse a través de Cristo, pues "nadie va al Padre sino por Mí" (Jn. 14,6) y "no se nos ha dado bajo el cielo otro nombre que el de Jesús para salvarnos" (Hch. 4,12). Ahora bien, si esa "energía primera", no es el Dios trascendente de nuestra fe, no necesitamos ciertamente a Cristo. El problema es que si no es el Dios cristiano sólo puede tratarse de una entidad verdaderamente siniestra. Esa que todos tenemos en mente, aunque en ningún momento se cita ni de pasada en este libro (si bien quizás indirectamente se aluda a él al mencionar las escasísimas ECM con experiencias infernales) (pág. 67). Un ser, como nos explican los exorcistas, que sabe perder para luego ganar. Y si un cristiano, tras una ECM mística y placentera, abandona las verdades de nuestra fe, sólo podemos calificar su vivencia como preternatural y diabólica. Hay que decirlo alto y claro. 

Hay, además, otros puntos que no puedo aceptar como cristiano. En algunas entrevistas el autor se ha revelado como creyente en la hipótesis de la reencarnación. En su libro se limita a exponer algunos estudios basados en la hipnosis, en los que según parece los pacientes han referido episodios de regresión a vidas pasadas (pág. 72 y 73). A mi juicio, esos estados pueden explicarse naturalmente sin recurrir al expediente de vidas anteriores, y desde el punto de vista de la fe cristiana es incuestionable que "está reservado a los hombres morir una sola vez y tras esto juicio" (Hb. 9,27). El rechazo a la reencarnación es una doctrina definitiva del cristianismo, y las opiniones teológicas que pudieron favorecerla (por ejemplo, Orígenes) fueron combatidas  como heréticas. Rechazable es también su concepto platónico del cuerpo material como "cárcel forzosa" (pág. 228), pues el cuerpo nos acompañará toda la eternidad tras la muerte y el juicio final, bien glorificado en una hermosura sin igual, bien deformado hasta el espanto en los condenados. 

Por último, de este excelente médico y manifiestamente mejorable teólogo, comparto sin reserva mental alguna la necesidad de "controlar el ego, nuestra falsa identidad, que me gusta denominar el "no yo", inhibiendo sus cuatro armas: la ignorancia, la afección por lo material, el egoísmo y el miedo" (pág. 10).

El único matiz que pondría a esta frase es que, para vencer esos terribles enemigos de uno mismo, no tenemos que importar del oriente técnicas de meditación -tan habituales de los detestables manuales de autoayuda- sino creer firmemente en Nuestro Señor Jesucristo, que hace dos mil años proclamó: "Venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré".  

¿Tenemos miedo? Jesús nos tranquiliza ante las tormentas que aterrorizan nuestra vida: "No tengáis miedo; tened ánimo. Yo estoy aquí, con vosotros". 

¿Somos egoístas? Jesús nos enseñó "No hay amor más grande que dar la vida por los amigos".

¿Tenemos afección por lo material? Jesús nos advirtió: "No os afanéis diciendo qué beberemos o qué comeremos. Porque los gentiles buscan todas esas cosas, pero vuestro PADRE CELESTIAL sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura".

¿Somos ignorantes? Jesús se autodefinió como la Sabiduría pues: "Yo soy el Camino, la Verdad  y la Vida". Y como dice San Pablo "Cristo Jesús fue hecho por Dios para nosotros sabiduría, como también justicia, santificación y redención" (1 Cor. 1,30).

¿Tenemos pánico a la muerte? Pues creamos en Jesús porque: "Yo soy la resurrección y la vida; el que crea en mí, aunque muera vivirá".

En definitiva, yo afirmo con la misma convicción y tranquilidad que el Dr. Sans Segarra que la muerte física no pone fin a la existencia del hombre. Y, además, añado que nos abre -a los cristianos, seguro- a la plenitud como hijos de Dios (Jn. 1,12). Pero no me fundamento en los avances de la ciencia ni en lo que me digan unos y otros, aunque "examino todo y retengo lo bueno" (1 Tes. 5,21). De modo absoluto sólo me fío de Jesucristo, mi Señor y mi Salvador, quien:

"A pesar de su condición divina
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso dios lo levantó sobre todo
y le concedió el "Nombre sobre todo Nombre",
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo, 
y toda lengua proclame:
¡Jesucristo es Señor para la gloria de Dios Padre" .
    (Fil. 2, 6-11).




viernes, 27 de septiembre de 2024

Sobre el Catecismo Contrarrevolucionario de Monseñor Schneider (y IV): los Sacramentos y el Culto.




(Monseñor Schneider -en el centro- con fieles de la Asociación Una Voce Sevilla en el Oratorio de la Escuela de Cristo, durante la visita que hizo a la ciudad en diciembre de 2016, y tras la Santa Misa celebrada en la anexa Parroquia de Santa Cruz. 

Las fotos que se insertan en este comentario están tomadas de la citada Santa Misa Prelaticia por el Rito Tradicional, del Tercer Domingo de Adviento (Gaudete).

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Concluyo con este cuarto artículo mi reflexión sobre el Compendio de Monseñor Schneider, cuya tercera y última parte de su Catecismo titula "El culto divino: Ser santo"

Como explica a continuación "los actos de culto incluyen todos los medios de santificación, es decir, todas las formas en que honramos a Dios y nos santificamos" (III,1,2). Esos medios son la oración (entramos en comunión con Dios y suplicamos su Gracia), los sacramentos (que significan y producen esa misma Gracia), y la liturgia o el culto público de la Iglesia (que regula la oración pública y los sacramentos) (III,12,2). Señalaré a continuación algunos puntos importantes o clarificadores:

1º.- ERRORES sobre la GRACIA y la JUSTIFICACIÓN.- Frente al error moderno del naturalismo (exclusión y a veces la negación de todo el orden sobrenatural, lo que implica considerar al hombre y a la naturaleza como autosuficientes (II,1,11-12), Monseñor Schneider afirmará rotundamente la necesidad de la Gracia para elevarnos sobre nuestra condición humana, para disfrutar de la amistad y comunión con Dios y para nuestra salvación. La Gracia es un "don sobrenatural que Dios nos concede gratuitamente -sin que tengamos derecho a ella y sin que Dios esté obligado a concederla- por los méritos de Jesucristo para nuestra salvación o en orden a la realización de alguna tarea" (III,1,5). Aun así Dios, por su inmensa bondad siempre la concede a todos los hombres para hacer lo necesario en las circunstancias de nuestra vida para alcanzar el cielo, aunque puede "frustrarse si nos resistimos culpablemente a ella" (III,1,23).  "Dios desea que todos los hombres se salven"  (1 Tim. 2,4), pero "que correspondamos o no a ese don divino es cuestión de nuestra libre decisión" (III,1,31). Ahora bien, nos advierte Monseñor Schneider que la infidelidad a la gracia puede "disminuir la frecuencia y la fuerza de las gracias que nos dan". "Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros" (St. 4,8) (III,1,30).

Vinculado con el naturalismo, nuestro autor citará el neopelagianismo, "la noción de que el hombre es salvado simplemente por las buenas obras morales, con independencia de su cooperación con la gracia divina y la fe salvadora". Éste es el "error más común acerca de la Gracia en nuestro tiempo" (III,1,15), lo que puede constatarse haciendo una simple encuesta, y no precisamente entre ignorantes de nuestra fe, sino a cristianos que incluso frecuentan los sacramentos. Otro error, opuesto a éste y propio de los protestantes, es la negación de la cooperación humana a la Gracia, pues consideran que "la voluntad libre, sin ayuda de la gracia de Dios sólo puede pecar". Ese grave yerro de naturaleza antropológica y teológica convierte al hombre en un títere, en un ser indigno sin libertad, y a Dios en un juez injusto que crea a seres humanos para castigarlos eternamente sin relación a sus actos libres pecaminosos. Fue fulminado este dislate en el Concilio de Trento.      

Para describir nuestro paso del estado de pecado al de gracia, se usa el término Justificación (III,2,45). Cada uno de los cristianos debemos ser conscientes (y más aún, llevarlo grabado a fuego en nuestras almas) que "La resurrección del hombre pecador y su paso al estado de gracia divina es un milagro mayor que la resurrección de los muertos a la vida; de hecho, es un milagro mayor que la creación del universo material" (III,1,47). 



2º.- LA ORACION CRISTIANA.- La oración "es una elevación de la mente y del corazón a Dios para adorarle, darle gracias, pedirle perdón y solicitar su gracia" (III,3,64).  La importancia de la oración en la vida cristiana radica en el hecho de que "no podemos hacer nada sobrenaturalmente bueno sin ayuda de la gracia de Dios, que debe buscarse mediante la oración" (III,3,75). Por ello Nuestro Señor nos recuerda que "es necesario orar siempre" (Lc. 18,1), "sin cesar"  (1 Tes. 5,17) (III,3,77). Y esta necesidad de oración muestra el orden de la Providencia, pues "Dios da fertilidad a los campos, pero quiere que los labremos y cuidemos; nos da capacidades intelectuales, pero exige que estudiemos;. y de manera similar, Dios quiere nuestra salvación pero con la condición de que nosotros también la queramos, y operemos con su gracia a través de la oración" (III,3,76).

Remito a los espléndidos consejos sobre las circunstancias, características y cualidades de la oración cristiana en (III,3,78-105). Pero quiero destacar especialmente la prelación de bienes que debemos pedir en oración: el primero de todos es "la vida eterna y la caridad sobrenatural que nos conduce a ella". Todos los demás bienes "los deberíamos desear sólo como medios para ganar el cielo" (III,4,88). Por tanto, todas nuestras necesidades temporales de cualquier índole, debemos siempre pedirlas condicionalmente, esto es, si no son obstáculos para nuestra salvación y humildemente, con perfecta sumisión a la voluntad de Dios" (III,4,89). El cristiano debe hacer su oración "en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo (...) pidiendo aquellas bendiciones que Él ha merecido para nosotros y estando profundamente convencidos de que él ora en nosotros" (III,4,92)

Y en relación con este último consejo, un aviso a navegantes de nuestro tiempo. "Cualquier camino de oración  que busque la unión con Dios al margen de la sagrada humanidad de Jesucristo, el Verbo encarnado, es incompleto y engañoso: Nadie va al Padre sino por Mí (Jn. 14,6)". (III,4,123). Por lo tanto no debemos practicar formas "cristianizadas" de yoga, zen u otras formas de oración paganas, puesto que "no pueden practicarse de manera segura, ya que están inherentemente vinculadas a una forma falsa  de adoración y a los engaños del diablo" (III,4,124). 

3º.- LOS SACRAMENTOS.- "Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios". Esta cita que nuestro catecismo toma de San León Magno, explica con inmensa simplicidad y belleza que el Señor, tras su vida como hombre, quiso dar continuidad  a esa presencia entre nosotros hasta el fin de los tiempos a través de signos sacramentales. "Éstos son como la humanidad de Nuestro Señor, y las gracias que transmiten son como la Divinidad oculta bajo ella" (III,6,166).  Las razones por las que así lo decidió el Señor las explica magistralmente Santo Tomás, y están recogidas en el catecismo (III,6,167): "1. La condición del hombre, de cuya naturaleza es propio dirigirse a las cosas espirituales e inteligibles mediante las corporales y sensibles. 2. Al pecar el hombre, su afecto quedó sometido a las cosas corporales, y debe aplicarse la medicina donde está la enfermedad. 3. Dado el predominio que en la actividad humana tienen las cosas de orden material, le fueron propuestos al hombre en los sacramentos algunas actividades materiales para que, ejercitándose en ellas provechosamente, evite la superstición como es el culto a los demonios o cualquier otra práctica nociva y peligrosa".

Son siete los sacramentos, porque "reflejan en el orden espiritual las diversas necesidades de nuestra vida corporal" (III,6,172). Nacemos a la vida sobrenatural por el bautismo; la fortalecemos mediante la confirmación; la alimentamos con la Santa Eucaristía; somos sanados o incluso resucitados si nuestra alma está muerta por el pecado mortal con la penitencia; preparados a la muerte con la extrema uncióngobernados en la sociedad espiritual de la Iglesia con las sagradas órdenes, y fomentamos dicha sociedad mediante el sacramento del matrimonio (III,6,173).

Del capítulo 7 al 13 de esta tercera parte, Monseñor Schneider explicará con detalle cada uno de los siete sacramentos. Me limitaré a recoger aquella parte de su enseñanza que, a mi juicio, más pueden ayudar a disipar los desenfoques y errores actuales sobre cada uno de ellos.

1º.- BAUTISMO.- La importancia del bautismo es tal que "ningún otro sacramento puede recibirse antes del bautismo, no puede repetirse y nadie puede salvarse sin recibir sus efectos santificantes" (III,7,217). Y precisará luego que "aparte de por su signo sacramental ordinario (...) también puede ser recibido (...) mediante el perfecto amor a Dios (el llamado "bautismo de deseo") o el martirio por la verdadera fe (el llamado "bautismo de sangre") (III,7,234). El bautismo nos regenera en Cristo Jesús (III,6,234), borra el pecado original y los pecados actuales (III,7,236) y nos convierte verdaderamente en "una nueva criatura" (2 Cor. 5,17) (III,7,237). 

En una sección de su catecismo se pregunta nuestro autor por el destino de los no bautizados. Es un tema abierto teológicamente, pero del que sí se pueden aventurar algunas conclusiones: 1. Todo caso de salvación extraordinaria sólo y exclusivamente puede tener como causa los méritos de Nuestro Señor Jesucristo (III,7,253). 2. Dios "no consiente, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con eternos suplicios si no es reo de culpa voluntaria" (Pío IX, Quanto Conficiamur) (III,7,250). 3. Ningún no bautizado puede rechazar el pecado mortal y cumplir la voluntad de Dios sin su gracia (III,7,251). 4. Desgraciadamente no podemos asumir que haya muchos casos de salvación extraordinaria entre los no bautizados porque el mismo Señor nos advirtió "¿Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y qué pocos dan con ellos (Mt, 7,14). 5. El hecho de que sea posible que los no bautizados sean salvados, no implica que sea probable, por lo que se nos urge a todos los cristianos evangelizar (III,7,254). 6. En el caso de bebés no bautizados, Monseñor Schneider se acoge a la opinión teológica general: si bien no pueden alcanzar la visión beatífica, quizá sean "acogidos en una eternidad pacífica, una especie de visión indirecta o mediata de Dios" (Santo Tomás De malo q.5, a.5) (III,7,258). Aunque el autor no lo recoge, en nuestros días Benedicto XVI dio un argumento en favor de la salvación integral de esas criaturas (incluidas las abortivas) que sinceramente me convenció. Jesús dijo "Dejad que los niños se acerquen a Mí, no se lo impidáis" (Mt. 19,14).  

En cualquier caso, el error central de muchos es pensar que la naturaleza humana tiene derecho a la visión beatífica. Y concluye Monseñor Schneider: "Podemos pedirle a Dios que conceda a esos niños el milagro de la gracia santificante debido a su infinita misericordia, pero su destino en última instancia sigue siendo un misterio que confiamos a la amorosa Providencia de Dios" (III,7,259).  

2º-CONFIRMACIÓN.-  A través de este sacramento instituido por Cristo (Hch. 1,5), se nos otorga el Espíritu Santo con la abundancia de sus dones y hacernos cristianos perfectos (III,8,260). Por lo tanto, este sacramento "fortalece y completa la gracia del bautismo en nuestras almas" (II,8,261). 

Lo más llamativo de esta parte es el juicio severo que el autor hace al pentecostalismo, al Movimiento Carismático o Renovación Carismática. Lo considera -a mi juicio con bastante agudeza- como "un fenómeno nuevo -en cierto sentido una nueva religión- que se asemeja a herejías como el montanismo y que enfatiza la experiencia religiosa carismática, efusiva, sentimental e irracional". En definitiva, "un verdadero peligro espiritual en nuestro tiempo"(III,8,294).

Criticará -con idéntica lucidez- "el apoyo ocasional de miembros de la jerarquía de la Iglesia, que ven el movimiento como una supuesta "nueva primavera" de la Iglesia o una implementación del "espíritu" del Concilio Vaticano II" (III,8,295.) 
 
Frente a estos desmanes, propondrá la "sobria ebrietas Spíritus", la ebriedad sobria del Espíritu Santo,  un corazón ardiente unido a una mente guiada por la razón (III,8,300), considerando que la verdadera renovación de la Iglesia sólo se producirá "por un retorno a la auténtica y constante Tradición católica" (III,8,304).  El sentimentalismo tóxico, importado de movimientos ajenos a la tradición católica, pudre los cimientos de la fe.
      
    

3º.- EUCARISTÍA.- Monseñor Schneider dedica dos partes a este sublime sacramento, que perpetúa el sacrificio de la cruz (III,9,305): la Eucaristía como SACRAMENTO y la Eucaristía como SACRIFICIO. Probablemente sean, junto con las de la liturgia, las páginas más hermosas de todo su Compendio y eso que simplemente se limita a recoger ordenadamente lo que los católicos hemos creído y creemos sobre ese impresionante milagro de amor, que hace arrodillarse de una vez a las miríadas de ángeles del Cielo. No me es posible exponer tal o cual punto y dejar aparcados los demás, por lo que ruego la atenta lectura de esas imprescindibles páginas. 

De hecho, la dignidad de este sacramento hace que Monseñor Schneider critique algunos aspectos actuales de práctica sacramental, por ejemplo la actual consideración de los diáconos como ministros ordinarios de la comunión según el nuevo Código de Derecho Canónico (en contra de la tradición litúrgica de la Iglesia, que los consideraba extraordinarios), o que los laicos a día de hoy distribuyan la comunión de manera habitual en las iglesias (III,9,344-345). Más duro aún es su juicio sobre la denominada comunión en la mano. "Debemos recibir la Sagrada Comunión de rodillas (si nuestra condición física lo permite) y en la boca" (III,9,363); la "práctica actual de la comunión en la mano es espiritualmente dañina y ajena al patrimonio litúrgico católico (...esa tradición fue inventada por los calvinistas para manifestar su rechazo a las órdenes sagradas y a la transubstanciación" (III,9,364); "atenta contra los derechos de Cristo (...); debilita la creencia y el testimonio en la encarnación y en la transubstanciación (...); facilita el robo y la profanación de Hostias consagradas (III,9,365). En definitiva, no debería prolongarse el indulto (ordenado por Pablo VI), ni por "necesidades pastorales" ni por un presunto "derecho de los fieles". El único derecho es el "del Señor a tener la mayor reverencia posible" (III,9,366)

Por último, enjuiciará duramente la prohibición de los ritos de culto público y los sacramentos debido a las preocupaciones sobre la salud pública. "Es una violación de los derechos de Dios y de los fieles, así como una subordinación de la ley suprema de la Iglesia -salus animarum, salud del alma- al cuidado de los cuerpos" (II,14,440)Sin duda, tenía presente mientras redactaba esta crítica la decisión -más cobarde que prudente-, de la jerarquía eclesiástica durante la pandemia del COVID, obedeciendo sin rechistar a las autoridades civiles, y sin tener en cuenta que "una prohibición general del culto católico excedería los límites del poder civil y violaría los derechos divinos y de su Iglesia" (II,15,487).

4º.- PENITENCIA.-  Explicó nuestro papa Francisco en 2015 que el sacramento de la confesión no debe ser una tortura para los católicos ni convertirse en un interrogatorio molesto e invasivo. Pero también criticó a confesores que confunden la misericordia con tener manga ancha. Por lo tanto "ni el confesor de mangas largas ni el confesor rígido son realmente ministros de la misericordia". El primero porque dice al penitente "no hay pecado; el otro  porque le echa en cara que "la ley es ésta". 

Francisco hablaba aquí como un buen pastor que advertía de los dos peligrosos extremos en los que puede incurrir un confesor. Pero hay otro grave error, esta vez cometido por el fiel que va a confesarse y es pensar que con una mera mención de sus pecados sin arrepentimiento puede obtener el perdón. En realidad, lo que más deseamos los fieles ante este "incómodo" sacramento es alcanzar, además de  los efectos sobrenaturales propios del mismo (el perdón de los pecados), "una paz sensible y una serenidad de conciencia" (III,10,476). Y eso sólo se logra, como explica Monseñor Schneider, mediante una confesión donde estemos verdaderamente compungidos de corazón por los pecados y los expongamos con sinceridad y claridad (en número y especie) (III,10,460); de ahí la necesidad de la contrición: "es absolutamente necesaria para la remisión de los pecados mortales, porque sin ella nos mostramos enemigos de Dios, que no puede mostrarnos su amistad si permanecemos impenitentes y obstinados en el mal  (III,10,479). Como recordó Juan Pablo II, "se reprueba cualquier uso que restrinja la confesión a una acusación genérica o limitada a solo uno o más pecados considerados más significativos" (III,10,466) 

Por otra parte, el sacerdote debe comportarse "como servidor justo y misericordioso, para contribuir al honor divino y a la salvación de las almas" (III,10,468). Por consiguiente debe conocer e identificar claramente "los pecados objetivamente graves del penitente, porque no es misericordia excusar o mentir sobre el pecado, y mucho menos dejar a los penitentes en estado de pecado debido a la negativa de un sacerdote de hablar como un padre autorizado y un médico atento, tareas confiadas por Cristo a cada confesor" (III,10,467). 

Finalmente, la última parte de esta sección se dedica a los sufragios e indulgencias. Llena de esperanza la certeza de saber que a la hora de nuestra muerte podemos obtener una indulgencia plenaria si "recibimos los sacramentos o, al menos, estamos contritos por nuestros pecados; invocamos el santo nombre de Jesús al menos en nuestro corazón, y aceptamos la muerte con sumisión a la voluntad de Dios y en expiación por nuestros pecados" (III,10,554). 

5º.- UNCIÓN de ENFERMOS.- Aparte de advertirnos sobre las "grandes Misas de Sanación como medio habitual de obtener este sacramento (por el peligro de que el fiel descuide el frecuente sacramento de la penitencia) (III,11,570), lo más relevante del mismo son las disposiciones aconsejables para recibirlo. Éstas inciden, una vez más, en la esencia teocéntrica de la fe cristiana, hoy tan aparcada: "1º.- Una gran confianza y esperanza en Dios, apoyándose en su poder, bondad y misericordia; 2º.- Una sumisión perfecta a su santa voluntad, ya que a los que aman a Dios todo le sirve para el bien (Rm. 8,28); 3º.- La disposición a ofrecer nuestras enfermedades y sacrificios a Dios como penitencia por nuestros pecados y ganar méritos" (III,11,573).

6º.- ÓRDENES SAGRADAS.- Frente a los errores protestantes y de una nueva teología "progresista" que pretende (por vía de hecho) equiparar el Orden Sagrado con el Sacerdocio común de los laicos, Monseñor Schneider citará a Pío XII, en una Alocución de 1954: "Es necesario afirmar firmemente que el sacerdocio común a todos los fieles, por elevado y digno que sea, difiere no sólo en grado, sino también en esencia (...)" (III,12,587).  Como destaca nuestro autor, de acuerdo al Concilio de Trento, el Orden Sagrado  es un "sacramento instituido por Cristo, que produce una transformación permanente en el alma de un hombre, haciéndolo partícipe del divino sacerdocio de nuestro Señor, dándole el poder espiritual y la gracia para desempeñar dignamente las funciones sagradas" (III,12,585). En efecto, antes de la Última Cena, "los colocó (a los apóstoles) por encima de los demás discípulos; durante la misma "les dio poder para consagrar su Cuerpo y su Sangre" y, por último, tras la resurrección "les dio poder y jurisdicción para perdonar los pecados, predicar, bautizar y realizar todos los demás deberes sacerdotales" (III,12, 586).

Defenderá la diferencia entre órdenes mayores y menores (III,12,590-595); que "sólo el obispo y el sacerdote" pueden actuar "in persona Christi capitis", y el celibato como "tradición inmemorial y apostólica"  (III,12,596-598). Aunque no los cite, parece aludir a los "sedevacantistas" cuando afirme "la validez de los nuevos ritos de ordenación introducidos por Pablo VI" , dado que siguen siendo los mismos que en la ordenación del Rito Romano Tradicional" (III,12,602).

Por supuesto, rechaza rotundamente con toda la tradición de la Iglesia que una mujer pueda ser sacerdote o diácono. "1º.- Contrario a la Escritura como a la Tradición, ya que nunca se hizo en la Antigua Ley ni en el Nueva. 2º.- Inconsistente con el significado esponsal del sacerdocio, por el cual un hombre representa y extiende la presencia de Cristo, esposo de la Iglesia. 3º.- Opuesto al correcto ordenamiento de los sexos según el cual "la cabeza de todo hombre es Cristo, la cabeza de la mujer es el hombre" (1 Cor. 11,3) y ninguna mujer debe "enseñar y tener autoridad sobre el hombre" (1 Tim. 2,12). 4º.- Imposible, dada la enseñanza infalible de la Iglesia de que las mujeres no pueden ser ordenadas (carta Ordinatio Sacerdotalis de Juan Pablo II). (III,12,634 y 638-639 sobre los diáconos). Las cuatro razones -sobre todo la última- son suficientes para cerrar definitivamente el debate, aunque es de prever que a muchos/as no les guste, sobre todo la tercera.  

Es muy, muy crítico con la inclusión por el papá Francisco en el Código de Derecho Canónico (Canon 230) (2021) de la posibilidad de que mujeres reciban las órdenes menores de lectora y acólita  (III,12,645), y lo explica con profundas razones de tradición que todo católico coherente debería meditar (III,12,644). Califica esta novedad como "ruptura grave y manifiesta con la tradición litúrgica ininterrumpida de la Iglesia oriental y occidental" (aunque ya había sido consentida esa práctica por vía de hecho, como también recuerda nuestro obispo, por Pablo VI, Juan Pablo II  e incluso Benedicto XVI). Una ruptura, como muchas otras -por ejemplo, la comunión en la mano- que, primero tolerada, con el tiempo alcanza carta de naturaleza. Y añadirá que "en el futuro la Santa Sede sin duda deberá rectificar esa ruptura sin precedentes con la práctica universal de la Iglesia" (III,12,645).   

Cierra esta sección poniendo el ejemplo de la bienaventurada Virgen María, quien "a pesar de haber sido la más digna de tal servicio, no hay ningún registro de que la Santísima Virgen María haya hecho (funciones litúrgicas) alguna vez". Y cita a San Epifanio que Chipre, que señala con rotundidad que "no fue del agrado de Dios (que ella fuera sacerdote). Ni siquiera se le confió la administración del bautismo, porque Cristo podría haber sido bautizado por ella y no por Juan" (III,12, 648-649).   

7º.- MATRIMONIO.-  Aunque elevado a sacramento por Cristo, el matrimonio es institución arraigada en el derecho natural que consiste en "la unión conyugal exclusiva, perpetua e indisoluble entre un hombre y una mujer, ordenada a la procreación y a la asistencia mutua entre los cónyuges" (III,13, 650). Como enseña Santo Tomás de Aquino "principalmente es un deber de la naturaleza y fue instituido antes del pecado y no como remedio" (III,13,655). Desgraciadamente, tras el pecado, un San Pablo pesimista propondrá "mejor casarse que abrasarse" (1 Cor. 7,9). 

El fin primero (finis operis) es la procreación y educación de la prole, y el fin secundario (finis operantis) es "la asistencia mutua, el amor mutuo y la cooperación de los cónyuges en el cumplimiento de sus deberes. La experiencia subjetiva de los esposos no cambia ni suplanta el fin objetivo mismo del matrimonio como ha sido declarado por el magisterio constante a lo largo de los siglos" (III,13,656-657).  Triple fin del matrimonio, por lo tanto, es: "1º.- el nacimiento de los hijos y la educación de ellos para la gloria de Dios; 2º.- la fidelidad mutua y 3º.- el matrimonio es un sacramento, o en otras palabras, manifiesta la unión indisoluble de cristo y su Iglesia" (III,13,658).

Es relevante su sección acerca de los "errores sobre el matrimonio": frente a la novedad de Amoris Laetitia, rebate que "puedan crecer en gracia y caridad aquellos que se han divorciado y luego han contraído un nuevo matrimonio por la ley civil", pues, dado que nos encontramos en una situación de "adulterio público", "no puede recibir la gracia santificante ni la salvación hasta que se arrepientan y se reconcilien con Dios" (III,13,704); se rechaza el uso de cualquier tipo de anticonceptivos,  incluyendo el abuso del método de la abstinencia temporal (III,13, 705-712); se insiste en la falta de autoridad del poder civil para redefinir la institución matrimonial, así como para introducir el llamado "matrimonio homosexual", pues se hacen cómplices de "un pecado que clama al cielo  y coloca a la nación en el camino de la destrucción moral o física" (III,13, 714-715). La Iglesia nunca podrá bendecir tales uniones, por contrarias a la ley divina y natural (a pesar de lo que parece pretender Fiducia supplicans) (III,13,716), y ningún católico debe asistir a tales enlaces civiles (III,13,719). 

Finalmente, tratará de los efectos y deberes del matrimonio; de los cónyuges entre sí, de cada uno de ellos y de los padres con sus hijos. El marido es cabeza de familia y debe ejercer una autoridad y liderazgo prudentes, como imagen digna del amor providente y sacrificial de Cristo a su Iglesia (III,13,694). La mujer es el corazón del hogar, debe someterse a su marido como al Señor en las cosas legítimas (Ef. 5,25), mostrándole afecto y amoroso apoyo, desempeñando sus tareas domésticas con devoción y atención, siendo modesta y reservada en su comportamiento y vestimenta" (III,13,695). 

Es evidente que esos deberes propios del matrimonio cristiano son incomprensibles para los no cristianos (y hasta ofensivos dirán algunos), pero también son imposibles e irrealizables para los mismos cristianos sin el auxilio de la gracia. En un matrimonio natural puede existir amor, respeto y fidelidad entre los cónyuges, pero no esa entrega sobrenatural -sometiéndose  unos a otros en el respeto a Cristo (Ef. 5,21)- que lo habilita, por su carácter de sacramento, como un poderoso medio de santificación y futura salvación para ambos. Y además -como señaló León XIII- es un "primer seminario" , "semillero y fundamento mismo de las futuras vocaciones sacerdotales y religiosas" (III,13,722). Por último, la Iglesia, siempre ha elogiado a las familias numerosas, pese a alguna reciente y muy desafortunada comparación zoológica de Francisco (III,13,725). Les animo a leer detenidamente las bellísimas palabras tomadas de Pío XII, con la que cierra este sacramento (III,12,726). 




4º.- LA LITURGIA.- La fuerza de la Tradición católica, que se va desplegando a lo largo de este detallado catecismo, alcanza su cenit ya casi al final  cuando aborda el tema la liturgia. Aquí se pone de manifiesto la innegociable conciencia católica del autor, sabedor de que la liturgia es un misterio que se nos ha dado a los cristianos como un inmenso don. De hecho, para entender adecuadamente su importancia nos debemos remontar hacia su origen, pero ante ese inefable principio inaugural cualquier capacidad humana palidece, y el hombre sólo puede arrodillarse y adorar en silencio: "la liturgia tiene su origen en el eterno intercambio de amor entre las Tres Personas de la Santísima Trinidad, que a su vez, es objeto de incesante adoración en el cielo" (III,15,758).

Esa liturgia celestial, que de manera grandiosa nos describe el Apocalipsis (con incienso, cánticos y silencios), fue traída al mundo, bajo la providencia de Dios en la historia, primeramente en el sacrificio mosaico, y luego perfeccionada de manera definitiva por Nuestro Señor Jesucristo en el Sacrificio Eucarístico: "Sumo Sacerdote de la nueva y eterna alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales" (III;15,763).

Sólo siendo conscientes de lo que estamos hablando cuando tratamos de liturgia -y pocos católicos lo son hoy- podemos deducir dos inevitables corolarios:

El primero es que el fin principal de la liturgia "no es la instrucción o edificación del hombre (...) sino la glorificación de Dios". Así nos lo expresa el Apocalipsis: "Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos" (Ap. 5,13). Por supuesto, es también "fuente de instrucción y santificación para los que participan en ella", pero como aspecto subordinado y secundario (III,15,755).

El segundo es que la liturgia "no puede ser fabricada ni decretada; sólo puede recibirse humildemente, protegerse diligentemente y transmitirse con reverencia. Este es el principio apostólico rector: Tradidi quod accepi. Os transmití lo mismo que yo recibí" (1 Cor. 15,3)" (III,15,767). En consecuencia "sólo los ritos tradiciones gozan de esa santidad inherente; es decir, las formas litúrgicas que han sido recibidas desde la antigüedad y desarrolladas orgánicamente en la Iglesia como un solo cuerpo de acuerdo con el auténtico sensus fidelium y el perennis sensus ecclesiae (sentir perenne de la Iglesia), debidamente confirmado por la jerarquía (III,15,766).  Por lo tanto, la jerarquía eclesiástica (no puede) crear a voluntad nuevas formas litúrgicas, pues (...) "la continuidad litúrgica es un aspecto esencial de la santidad y catolicidad de la Iglesia" (III,15,765). 

Enlazando ambos aspectos, Monseñor Schneider considera con gran perspicacia que la forma más común del culto centrado en el hombre se introduce en la liturgia con los abusos litúrgicos y las innovacioneslas cuales, "incluso cuando no contienen ninguna falsedad objetiva, tales innovaciones -celebración de la Misa en un estilo protestante semejante a un banquete, como en un círculo cerrado, con bailes, espectáculos, estilos de organizaciones seculares o religiones paganas etc- socavan la Tradición constante de la Iglesia y vulneran los mismos ritos sagrados" (II,12,382-383)Como escribió Nicolás Gómez Dávila: "quién reforma un rito, hiere a un dios".

La Iglesia Católica fue fiel a esa regla a lo largo de la historia, y queda probado con la feroz condena del Sínodo de Pistoya (1786), perpetrado avant la lettre con la finalidad de simplificar los ritos, introducir el vernáculo y proferir en alto las oraciones: "temeraria, ofensiva a los piadosos oídos, insultante para la Iglesia y que favorece las injurias que profesan los herejes contra ella" (Pío VI, Auctorem fidei, 1794) (III,15,770). Todos los papas sentían temor reverencial ante la hipótesis de "suprimir un rito litúrgico de costumbre inmemorial en la Iglesia" (III,15,771), pues como afirmó Benedicto XVI -el añorado papa teólogo de exquisita sensibilidad litúrgica-, "lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser de improviso totalmente prohibido o incluso perjudicial" (III,15,770). 

Monseñor Schneider, además, enlaza la antigüedad del rito (los ritos tradicionales) con su santidad: "sólo los ritos tradicionales gozan de esa santidad inherente"  (III,15,766). ¿Se insinúa un déficit de los actuales por las alteraciones litúrgicas introducidas tras el Concilio Vaticano II, especialmente la Nueva Misa? Es mucho suponer, pero llama la atención su significativo silencio ante la innovación del rito romano moderno (introducido por Pablo VI en 1969), salvo una mención crítica en otra parte del catecismo al Ofertorio moderno (al que aludí en un artículo anterior)(I,16,680). 

En cambio, sí defenderá  el Rito Romano tradicional ante las burdas acusaciones de "clerical" (por la exclusión de los laicos del presbiterio) y "oscurantista" (por sus silencios y el aroma a misterio que impregna el rito). "El papel propio de los laicos es ser santificados interiormente por los sacramentos y someter todas las realidades temporales al Reinado de Cristo". Y nosotros no somos quienes para juzgar "los misterios sagrados, ante los cuales los santos y los ángeles cubren su rostro (Job. 40,4) (Is. 6,2) (Ap. 7,11); misterios que "están apropiadamente velados tras un iconostasio visual o sonoro, o "velo santo," como parte de la debida reverencia que Dios ha ordenado" (Ex. 33, 18-33) (2 Cor. 3, 7-11) (III,15,775).

En suma, Monseñor Schneider reafirma con rotundidad que "no puede prohibirse de forma legítima el Rito Romano tradicional para toda la Iglesia (...) porque este rito tiene su fuente en la Palabra del Señor y en un uso apostólico y pontificio antiguo, junto con la fuerza canónica de una costumbre inmemorial; nunca podrá ser abrogado ni prohibido" (III,15,772). Y "legítimamente los católicos no estamos obligados a cumplir la prohibición de ritos litúrgicos católicos tradicionales" (II,15,484). 

CONCLUSION

Definitivamente, es imposible pensar y sentir en católico sin decir un rotundo "amén" a cada palabra de Monseñor Schneider en su enseñanza sobre la liturgia. 

Corrijo, en todo su Credo; en la totalidad de su Compendio de la fe católica. Por muchas glosas, notas a pie de página, matices e incluso correcciones que hagamos -ya he leído algunas críticas por internet-, se nos ha entregado un monumento de cimentada solidez y, también, de melancólica belleza sobre el catolicismo que nunca debimos perder. Una religión centrada, por encima de cualquier consideración, en la gloria de Dios, a través de Jesucristo, nuestro Maestro, nuestro Rey, nuestro Señor y nuestro Salvador, al que debemos gratitud y fidelidad hasta la misma cruz: "Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales" (Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium, 83) (III,15,763). 

Esa adoración, que el Cuerpo Místico de Cristo -la Iglesia- hace al Padre especialmente en el Sacrificio de la Misa, ratifica nuestra condición de hijos de Dios obtenida en el bautismo, y nos lleva a amar al prójimo con amor sobrenatural (Charitas), y a juzgar el mundo con una lucidez profética, venciendo siempre el desánimo con la virtud de la Esperanza y la certeza inconmovible de la Fe. No hay otro camino, por tanto, que el retorno a ese catolicismo vertical al que nos interpela esta magna obra de Monseñor Schneider, tan alejado del catolicismo horizontal que hoy se destila por casi todas partes. Sólo así podremos comprender con exactitud y vivir con radicalidad esas palabras que escribió San Pablo a los cristianos de Galacia, después de zurrarles de lo lindo precisamente por pervertir el Evangelio de Cristo

"Con Cristo he sido crucificado, y ya no vivo yo, sino que en mí vive Cristo. Y si ahora vivo en carne, vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó por mí" (Gal. 2,20).