viernes, 3 de enero de 2025

Aunque no hubiera Cielo, yo te amara.



I

Llama la atención el hecho de que durante mil años -desde Moisés hasta los Macabeos- el Pueblo Elegido por Dios no creyó en la vida eterna. Los judíos se adherían apasionada y fanáticamente a un solo Dios que únicamente les prometía -y con condiciones- una existencia relativamente feliz en "su tierra". Pero en el momento de la muerte un destino tenebroso se cernía sobre ellos, independientemente de si habían sido buenos o malos; se abocaban todos a un desierto de sombras donde probablemente estuvieran en un estado de inconsciencia, sin esperanza en cualquier caso de revocarse aquella triste situación. Curiosamente, semejante cosmovisión tenían también los paganos, pues Homero en el siglo VIII A.C. hizo exclamar al alma del antaño colérico Aquiles en el Hades que: "preferiría ser labrador y servir a otro, a un hombre indigente que tenga poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos" (Odisea, Rapsodia XI). 

Sin embargo, pese a tratarse de una religión centrada sólo y exclusivamente en la promesa de posesión de un país, no sólo sobrevivió a las calamidades sucesivas que destrozaron esa esperanza, sino que incluso llegó a extenderse a todas las naciones por Cristo, cumpliéndose rigurosamente lo que anunciaron sus profetas. Un verdadero milagro histórico, explícitamente pre-anunciado en el Antiguo Testamento, y que sólo los que tienen los ojos opacados por prejuicios materialistas son incapaces de captar. 

Para muchos, que miran con displicencia los caminos providenciales de Dios y la progresividad de su Revelación, la aceptación tardía por la religión judía de una vida más allá de la muerte, tiene una explicación naturalista. Algunos mencionan la influencia de una religión con la que los judíos acabarían conviviendo durante la época persa durante los siglos V y IV A.C., la zoroastrista (que sí creía al parecer en la inmortalidad del alma). Así lo afirma rotundamente Juan B. Bergúa en su introducción al "Avesta" (Clásicos Bergúa, 1992). Pero como señala N.T. Wright en su monumental estudio "La resurrección del Hijo de Dios" (Verbo Divino 2008):

"la noción fundamental de la resurrección, que surgió en torno a la época del exilio y volvió a ser puesta de relieve en el siglo II a.C., estribaba en la condición de Israel como único pueblo elegido del único dios creador. Expresar esto tomando prestada una idea clave del mismo pueblo que estaba provocando el problema (...) no hace justicia al proceso mucho más sutil de reflexión devoción y visión que al parecer tuvo lugar" (pág. 173-174). 

Como yo sí creo en la mano providente de Dios, pienso que su invisible influjo llevó a los sabios y profetas del Israel postexílico a cuestionar los viejos y tradicionales esquemas sapienciales que se resumían en la sencilla fórmula: sabiduría y/o cumplimiento escrupuloso de la ley = existencia feliz y colmada por todo tipo de bienes (sólo aquí, en su tierra). En efecto, Dios les hizo comprender que, desde el examen objetivo de su historia, ese modelo hacía aguas por todos los lados, e inspiró a dos portentosos escritores -el autor del libro de Job, y Qoelet- para que lo impugnasen. Y de este modo se fuese abriendo paso la reflexión sobre una vida plena post mortem.  Si la existencia humana, aún comportándonos con justicia y sabiduría, podía convertirse en un valle de lágrimas, el Dios providente debía compensar ese desafuero. 

En efecto, llegó un momento en que los judíos no podían seguir repitiendo cansinamente que han sido los pecados del pueblo los que han traído las desgracias (vgr. Dt. 28, 15-68; Lm. 1,18...), porque, aunque asumían que en general ese esquema era cierto, después de continuos reveses nacionales se percataron de que:

"Pues yo tenía entendido que les va bien a los hombres temerosos de Dios, a aquellos que ante su rostro temen, y que no les va bien al malvado, ni alargará sus días como sombra el que no teme ante el rostro de Dios. Pues bien, un absurdo se da en la tierra: Hay justos a quien sucede cual corresponde a las obras de los malos, y malos a quienes suceden cual corresponde a las obras de los buenos. Digo que éste es otro absurdo" (Qo. 8, 12-14).

Por descontado, Qoelet -de acuerdo a la tradición judía- no cree en Cielos ni infiernos tras la muerte:

"De hecho nadie sabe lo que lo que es mejor para el hombre durante los contados días de esta vana ilusión que es su vida. Sus días pasarán como sombra, ¿y quién podrá decirle lo que sucederá después de él bajo el sol? (Qo. 6, 12)

El Libro de Job, escrito probablemente un siglo antes que el Qoelet, nos presenta en una estremecedora narración ese mismo punto de vista; la vida virtuosa no garantiza la felicidad en la tierra ni tampoco abre la puerta a una vida mejor de ultratumba. La muerte no diferencia entre justos e injustos, lo devora todo:

"Hay quien muere en pleno vigor,

en el colmo de la dicha y de la paz,

repletos de grasa sus ijares,

bien empapado el meollo de sus huesos.

Y hay quien muere, la amargura en el alma,

sin haber gustado la ventura.

Juntos luego se acuestan en el polvo

y los gusanos los recubren"

                            (Job. 21, 23-26). 

Incluso antes del exilio babilónico, encontramos a Jeremías quien, pese a seguir escrupulosamente el esquema pecado-castigo para explicar por qué Babilonia arrasará muy pronto Jerusalén (Jer. 10,22), al mirarse hecho unos zorros y rechazado a causa de su fidelidad a la vocación profética, preguntará a Dios:

"¿Por qué le va bien a los malvados?

¿Por qué viven tranquilos los traidores?

                            (Jer. 12, 1).

En definitiva, la vida no recompensa siempre al bueno (más bien parece que es al revés); la muerte iguala a todos, y fuera de éstas coordenadas espacio temporales no hay otros mundos. De tal modo que:

"el polvo volverá a la tierra y el espíritu -entendido como mero aliento genérico de vida, no como alma inmortal- volverá a Dios, que es quien lo dio". "Vanidad de vanidades, todo vanidad" (Qo. 12, 7-8). 

II

Todo ese planteamiento, entre escéptico y existencialista, cambia partir del siglo II A.C., teniendo mucho que ver con la crisis que motivó la revuelta de los Macabeos. La creencia en la resurrección final se va introduciendo en la religión judía. La vigorosa defensa de un futuro juicio y una sentencia de castigo o premio que despliegan los siete hermanos ante las torturas ordenadas por Antíoco IV, abre de par en par esa puerta que Dios quiso que se estuviese cerrada hasta poco antes de la venida de su Hijo al mundo.

"Tú, criminal, nos quitas la vida presente. Pero el Rey del mundo nos resucitará a la vida eterna, a nosotros que morimos por sus leyes" (2 Mac. 7,9).

Y además, según la mayoría de biblistas, por esas fechas se redactará el Libro de Daniel, el cual afirmará: 

"Muchos de los que duermen 

en la tumba despertarán:

unos para vivir eternamente

y otros para la vergüenza

y el horror eternos" 

                               (Dn. 12,2),

El Libro de la Sabiduría, último escrito cronológico del A.T., llegará más lejos y asociará directamente la increencia en la resurrección con la impiedad:

"Razonando equivocadamente se han dicho:

Corta y triste es nuestra vida;

la muerte del hombre es inevitable 

y no se sabe de nadie que haya vuelto de la tumba.

Nacimos casualmente y luego pasaremos

 como si no hubiésemos existido,

pues nuestro aliento es como el humo,

y el pensamiento como una chispa

alimentada con el latido del corazón.

Cuando está chispa se apague

el cuerpo se va convertirá en ceniza

y el espíritu se desvanecerá como aire ligero".

(...)

Así piensan los malos, pero se equivocan;

su propia maldad los ha hecho ciegos.

No entienden los planes secretos de Dios

ni esperan que una vida santa tenga recompensa;

no creen que los inocentes recibirán su premio.

En verdad, Dios hizo al hombre para que no muriese,

y lo hizo a imagen de su propio ser;

sin embargo, por la envidia del diablo

entró la muerte en el mundo

y la sufren los que del diablo son"

              (Sab. 2, 1-3, 21-24).  

Y esta teología, que será la propia de los fariseos, pasará por Cristo al Nuevo Testamento y desde entonces la convicción en la resurrección final de la carne será doctrina central de la fe cristiana, de nuestra fe. No de la judía, pues los saduceos la negaban y se intentaron burlar de ella cuando le expusieron a Jesús el caso de los siete hermanos casados sucesivamente con una viuda (Mt. 22, 23-33).

III

"Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe. En este caso también están perdidos los que murieron creyendo en Cristo. Si nuestra esperanza en Cristo solamente se refiere a esta vida somos los más desgraciados de los hombres. Pero lo cierto es que Cristo ha resucitado" (1 Cor. 15, 17-20).

La franqueza de San Pablo es conmovedora. El Apóstol ha comprobado en sus propias  carnes -como antaño Jeremías o Job- las desgracias que le sobrevienen al justo, es decir, al que sigue incondicionalmente a Cristo.

"todo lo he dejado a un lado y lo considero basura por conocer a Cristo, por amor del cual lo he perdido todo" (Fil. 2,8). 

La opción cristiana, como vemos, tiene un coste muy elevado: ser perseguido (2 Tim. 3,12), sufrir indeciblemente (2 Cor. 11, 23-33), hasta perderlo todo. Pero perder todo para ganar Todo. "Morir para estar con Cristo, que es lo mejor" (Fil. 1,23); una nueva vida con Cristo donde

"no habrá muerte, ni jamás duelo, ni clamor, ni dolor porque todo lo que antes existía ha dejado de existir" (Ap. 21,4).

Pero no sólo en el más allá, pues el mismo Señor nos dice en algunos pasajes (Mt. 19,28-30, Lc. 18, 28-30 o Mc. 10, 28-31) que ya en esta vida -aparte de la inevitable persecución-, la fe en Él nos reportará:

"el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos, y campos" (Mc. 10,30). 

Es obvio que aquí Jesús no se refiere a riqueza material pues "¡qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! (Lc. 18,24), dado que los ricos aquí "ya han recibido su recompensa" (Lc. 6,24). El Señor alude a la red de solidaridad que irán confeccionando los cristianos comprometidos con la construcción del Reino de Dios, una verdadera comunión de santos en la tierra con evidentes repercusiones en el orden material, de tal modo que:

"la muchedumbre de los que habían abrazado la fe tenía un único corazón y alma, y ninguno decía que era propio suyo algo de sus bienes, sino que lo tenía todo en común" (Hch. 4,32).

Aun así, esa alegría actual del cristiano -bien conocida por los que abrazan la fe desde la increencia o el indiferentismo- existe en buena medida porque está anclada a una fe y a una esperanza más allá de las coordenadas mundanas, como una mujer grávida a punto de dar a luz (en feliz comparación que usan tanto el Señor como San Pablo (Jn. 16,21, Rm. 8,23). Sufre, pero a la vez espera. Es decir, parece decírsenos que si no existiera esa convicción, la vida cristiana sería tan trágica como un embarazo malogrado; seríamos "los más desgraciados de los hombres" (1 Cor. 15,19), y "si es verdad que los muertos no resucitan, entonces, como algunos dicen , "¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!" (1 Cor.15,32). La alegría de la fe sería una vanidad más, que sumaríamos a las narradas por Qoelet

Ahora bien, ¿realmente es así? ¿De verdad necesitamos tener la seguridad de una vida futura más allá de la muerte, para poder agradecer a Dios el hecho de que estamos vivos, de que su misericordia nos ha hecho conocer a su Hijo, el cual nos ha redimido -de momento aquí y ahora-, con una muerte de cruz? Conociendo lo que Cristo nos ha enseñado y ha hecho por nosotros, ¿realmente nuestra gratitud, expresada en una serena acción de gracias día a día, puede condicionarse y depender de si nos dará una eternidad feliz, hasta el punto de que, en caso contrario, lo tiremos todo por la borda? ¡Comamos y bebamos!

Conste que no estoy discutiendo la munificencia de Dios. Sé que nos regalará, aparte de la actual paz del corazón y los demás bienes terrenos que ya he descrito: "cien veces más y la vida eterna" (Mt. 19,29), pues "ni el ojo vio, ni el oído escuchó ni nadie pudo pensar lo que Dios tiene preparado para los que le aman" (1 Cor. 2,9). Estoy absolutamente convencido, pues para eso mismo resucitó Jesucristo, para hacernos partícipes de su gloria y divinidad por siempre (2 Ped. 1,4), hasta el punto que "los santos juzgarán al mundo" (1 Cor. 6,2). Y, por descontado, como cristiano, sé que los pasajes paulinos citados no pueden entenderse como si tuviésemos derecho a exigir el don de la eternidad junto a Él, dado que como aclara el Apóstol "por gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto es don de Dios" (Ef. 2,8).  

Lo que quiero poner de relieve -y vuelvo al inicio de este artículo- es que la intensidad de la fe de los israelitas, al igual que la de Abraham fue "contra toda esperanza"  (Rm. 4,18). Se aferraban al Dios verdadero (aunque no se les prometiera el Cielo), y seguían haciéndolo incluso tras la destrucción del Reino del Norte por Asiria y de Judá por los Babilonios (habiendo perdido hasta la tierra, el fruto granado de la promesa). Preservaron su fe a pesar de la devastadora lógica histórica y con el único fin -ahora lo comprendemos, aunque ellos lo desconocían-  de que el mundo entero conociera a Cristo. La historia del pueblo judío debía haber sido cancelada como la de los filisteos, los amorreos, los idumeos o los moabitas (naciones pequeñas y fronterizas con Israel), que fueron devoradas por los grandes imperios de alrededor. Todas ellas fueron aniquiladas salvo Israel, que sobrevivió... y ahí sigue. Es un verdadero milagro, constatado y probado en la Biblia. Sobrevivió para que nosotros renaciésemos en Cristo. Sólo para eso. 

En definitiva, si Israel permaneció fue por su fe. La misma fe, carente de esperanza, que llevó a Job -quien tampoco creía en vidas de ultratumba- a exclamar que "aunque Dios le quitase la vida, en Él seguiría confiando" (Job. 13,15). La misma fe que el cristiano debe tener en Dios -que es el mismo de la nación judía-, sencillamente porque ÉL es quién ES, y porque sabemos que "aunque dejemos de ser fieles, Él sigue siendo fiel porque no puede negarse a sí mismo" (2 Tim. 2,13).  Por eso, miramos al crucificado -que es Dios- y no podemos pedir nada. ¿Vida eterna para nosotros, si te vemos morir en una cruz? No, sólo cabe exclamar como aquel poeta desconocido del Siglo de Oro:

"Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera

que aunque no hubiera Cielo yo te amara

y aunque no hubiera infierno te temiera.  

No me tienes que dar porque te quiera,

pues aunque lo que espero no esperara

lo mismo que te quiero te quisiera".