domingo, 16 de marzo de 2025

"Mis confesiones" en "Las confesiones": dos fechas manuscritas en el Libro VIII


(Foto de 2012, generación marista 1974-1987 en las escaleras de la Iglesia del Colegio San Fernando. El primero de la última fila por la izquierda es menda. Parque jurásico en vivo).

"¿No es un servicio militar el destino del hombre sobre la tierra?
(Job. 7,1).

"Milicia es la vida del hombre contra la malicia del hombre"
(Baltasar Gracián. Oráculo manual).

"Extenso y escabroso es el camino que lleva del infierno hacia la luz"
(John Milton. El paraíso perdido. Libro II).

I

Corría el año 1985 y cursaba por entonces el tercer y último curso del llamado BUP (Bachillerato  Unificado y Polivalente, ahí es nada) en el Colegio San Fernando de Sevilla, de los Hermanos Maristas. Tenía por entonces dieciséis años recién cumplidos y había una asignatura nueva que lograba el milagro de gustarme más incluso que la literatura, la filosofía. ¿Cómo es posible que no fuera hasta el ultimo año de nuestro colegio cuando literalmente nos enseñaron una disciplina para aprender a pensar? Y más que pensar sobre la Verdad -estaba en un colegio de curas-, a pensar de verdad.  

Nuestro profesor, además, era un dominico de excelente inteligencia y humor, el Padre Otero, y a él le debo mi primer acceso a un libro que ha marcado bastante mi vida, y que leí por vez primera en ese curso 1985-1986 (aunque omití los capítulos finales, excesivamente teológicos y densos para mi edad. Hoy, desde la distancia temporal, le daría un coscorrón a esa cabeza juvenil con algún que otro acné y bastante más pelo que ahora). Pero, en fin, recuerdo que el Padre Otero nos recomendó con gran insistencia que leyéramos Las confesiones mientras nos explicaba la llamada iluminación de la filosofía de San Agustín (Libro X, Cap. 10), la peculiar y cristianizada visión del santo del concepto de la reminiscencia platónica. 

No creo que mis compañeros le hicieran mucho caso, pero yo sí y aprovechando mi cumpleaños pedí a mi madre el libro, que adquirió en la Librería San Pablo de la calle Sierpes. Una coqueta edición en octavo de Ediciones Paulinas, con traducción de Antonio Brambila, que conservo todavía como oro en paño. En ella, el traductor nos avisa de que su versión es la primera en castellano que sustituye el reverente Vos (que los traductores daban a Dios), por el más entrañable pronombre Tú. Ciertamente el cambio es relevante y mucho.   

Volví hace unos meses, como dije, a adentrarme -ya por cuarta vez- en el ardiente corazón y portentosa mente de este santo africano, y mientras acariciaba el libro me di cuenta de ciertas fechas y notas que yo había manuscrito con lápiz, al final del Libro VIII, Cap. 12, durante otras dos anteriores ocasiones en las que había releído Las confesiones. Las fechas eran el 05 de julio de 2008 y el 11 de enero de 2010, (luego contaré por qué hice anotaciones bajo esas fechas). En ese capítulo situado en el centro del libro -y cenital por su importancia-, el santo describe, no su conversión (que fue un proceso largo iniciado pocos años antes en Milán por el contacto con San Ambrosio), sino su definitividad, su llegada a la meta. Es el conocidísimo episodio en el que estando en el jardín de su casa en Milán oyó extramuros una voz de niño que le decía en latín: "Toma y lee". Abrió el libro que tenía a su lado, las Epístolas paulinas, y al azar leyó el pasaje de Rm. 13,13-14 donde el Apóstol exhortaba a  dejar comilonas, embriagueces, fornicación, impudicia, contiendas y envidias; en definitiva, revestirse de Nuestro Señor Jesucristo y no dejarse llevar por las concupiscencias de la carne.  La rotundidad de su transformación la explica el santo con dos inolvidables frases:

"No quise leer más ni era menester. Porque al terminar de leer la última sentencia  una luz segurísima penetró en mi corazón, disipando las tinieblas de mi dubitación". 

II 

Como dije antes, tras haber llegado en las dos renovadas lecturas de la obra a ese capítulo que narra la conversión de San Agustín, yo, apunté dos fechas de manera consecutiva, una del año 2008 y otra del año 2010. Y escribí a continuación las siguientes frases: bajo el primer año, "Definitivo con todas las consecuencias"; bajo el segundo: "Ahora sí".  

Patético e imprudente, ya lo sé.  Esas vanas palabras que escribí, no eran sino una falsa certeza. En el fondo escondía aquel cínico deseo de San Agustín adolescente: "Dame castidad y continencia, pero todavía no. Temía que me escucharas demasiado pronto" (Libro VIII, Cap. 7).  

Cuando hace unos meses, concluí mi cuarta lectura de la obra, tuve la pudicia de no señalar a lápiz ni fecha ni certeza alguna en ese capítulo. Es verdad que lo volví a leer con juvenil emoción, y con la convicción de que mi fe católica seguía sólida como un diamante (porque ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? (Rm. 8,25). ¡Nada, ni nadie!) y, además, asumía más y mejor que antaño que, verdaderamente, todo es Gracia. Como dice San Pablo: "Aunque el hombre exterior se desmorone; sin embargo, nuestro (hombre) interior se renueva día tras día" (2 Cor. 4,16). Pero las fechas y notas del texto atestiguaban un soberano fracaso en mis altas expectativas morales de antaño como aspirante a santo. Las debilidades recurrentes de la carne se ataban y desataban por tiempos; caía y me levantaba, me levantaba y caía. Y aunque a veces dejaba constancia de altísimos propósitos en los venerables libros de santos que leía (como el San Agustín), la vida, tras años pesando sobre el suelo, volvía a mostrarme el demacrado rostro de mi debilidad humana. Sólo me sacó de tales desvelos el correcto entendimiento de aquello que el Señor advierte a San Pablo al final de Segunda Corintios: ¿Dices que tu fe es grande?¿Dices que tanto has recibido de Mí?  Pues te voy a dar una espina, emisaria de Satanás, para que no te engríes. Dicho y hecho, bendito sea su Nombre. 

Las Confesiones indagan sobre ese problema humano que traemos de fábrica -la concupiscencia-, dedicando el santo nada más y nada menos que seis capítulos (4 a 9) del Libro IV a describirnos con parsimonia los devastadores efectos psicológicos de una niñería fútil, el pecadillo que de niño todos hemos hecho alguna vez como sisar alguna fruta de un árbol ajeno. Es conmovedor cómo San Agustín narra que aquellas peras "ni siquiera eran apetecibles en forma y olor", perfecta metáfora de la falsa capa de bondad con la que nos engaña el pecado. Agustín no hurta las peras porque tuviera hambre sino que las cortó "sólo para robarlas, y prueba de ello es que apenas cortadas las arrojé", "lo importante era hacer lo que estaba prohibido". Lo hizo, en fin, "por fastidio de la justicia y sobra de iniquidad" . En definitiva, un magistral escrutinio espiritual sobre los devastadores efectos que la concupiscencia deja en el alma de los mortales. 

En suma, al leer por primera vez, con dieciséis años, esos pasajes culminados con la conversión de San Agustín, estaba seguro de que echándole voluntad se corregirían mis defectos, pero la realidad fue otra. De hecho, mi fe fue debilitándose progresivamente hasta caer en cierto sincretismo poco comprometido, aunque debo reconocer que jamás dejé de creer en Dios, pues el ateísmo siempre me ha parecido disparatado e irracional, una triste derrota del pensamiento, con sólo reflexionar un poco. Pero cierto día de octubre de 2003 la misericordia del Señor me volvió a llamar de la manera que suele hacerlo: cuando quiere y como quiere; sin que uno pueda esperarlo. El año siguiente -2004- leí por primera vez la Biblia entera, con treinta y cuatro años, tarde te conocí. Y poco tiempo después releí Las confesiones. Mi fe desde entonces no ha dejado de fortalecerse porque ambos libros son para mí verdaderos canales de la Gracia. 

Pero mis pasiones, aunque más controladas, seguían y siguen recordándome la milicia que es nuestra vida. La prueba de ello -prueba caligráfica- está manuscrita en los márgenes del final del capítulo 12, Libro VIII y fechadas en los años 2008 y 2010. Pero nunca llegó para mí el gran momento, el "definitivo con todas las consecuencias", el "ahora sí" que dejé marcado entoncesHoy, más modesto e prudente, sé reírme de mí mismo y serenamente desengañado (y a la vez con una bastante más depurada fe) me doy cuenta de que no comprendía de la misa a la media la grandeza del Señor y la insignificancia de mi yo. "Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mi el poder de Cristo" (2 Cor. 12,9).


domingo, 9 de marzo de 2025

La Biblia en "Las Confesiones" de San Agustín y en mi vida.

I

San Agustín, en un famoso pasaje de Las Confesiones (Libro III, Cap. 4) nos explica que fue la lectura de una obra (hoy perdida) de Cicerón, el Hortensio, la razón por la que se activó su inmenso amor a la sabiduría. De hecho gracias a ese libro enderezó a Tí (a Dios) sus pensamientos, asociando correctamente los conceptos de Dios y Sabiduría. Muy bonito, pero con un terrible error de base: "Esta sabiduría tenía yo que amar, buscar y conseguir y el libro me exhortaba a abrazarme a ella con todas mis fuerzas. Yo estaba encandecido. Lo único que me faltaba en medio de toda fragancia era el nombre de Cristo".   

Le faltaba, en definitiva, el conocimiento del Señor sin el cual "una literatura que lo ignora, por verídica y pulida que pudiera ser, no lograba apoderarse de mí" (Lib. III, Cap. 4). Significativamente, San Agustín pudo haberlo encontrado durante su adolescencia, culminando esa Sabiduría a la que exhortaba el Hortensio porque tuvo un primer encuentro con las Sagradas Escrituras. Sin embargo, fracasó porque su sensualidad se imponía en todos los ámbitos, y en los libros buscaba ante todo la delectación estilística y sensual más que un contenido tan duro como verdadero a la vez, como era el de la Biblia. Daba igual que Homero fuera vano, porque era dulce (Libro I, Cap. 14) y eso lo compensaba todo. 

"Tarde te conocí", comenzó diciendo San Agustín al inicio de Las confesiones, y es probable que tuviese en su mente ese primer acercamiento fallido a la Biblia. De la Sagrada Escritura, dice el santo, "era inevitable que me pareciera indigna en su lenguaje comparada con la dignidad de Marco Tulio (Cicerón). Mi vanidosa suficiencia no aceptaba aquella simplicidad en la expresión con el resultado de que mi agudeza no podía penetrar en sus interioridades". En definitiva, la soberbia del Agustín adolescente, aunque la leyó por curiosidad, sacó la conclusión de que era "humilde en el estilo, sublime en la doctrina pero cubierta por lo común y llena de misterios", y en definitiva  se negaba "a doblar la cerviz para ajustarme a sus pasos" (Libro III, Cap. 5). 

En realidad, estas palabras son muy actuales porque hay dos maneras en nuestro tiempo de no ajustarse a sus pasos; dos extremos que se tocan. La primera es la de aquellos que se acercan frívolamente al Libro y lo leen prescindiendo de las más elementales reglas de interpretación de un texto de tal naturaleza y cayendo en burdos anacronismos. Gentes obsesionadas con la búsqueda de contradicciones, pasajes escabrosos o comportamientos violentos e inmorales para desacreditar la revelación; es decir, hacen una lectura aviesa, sin la mínima benevolencia que se le exige a todo lector de buena fe sobre cualquier obra. No desean entender, su dictamen está confeccionado a priori desde la descalificación. 

Con los segundos aludimos a algunos modernos exégetas, aparentemente creyentes, pero que con excusas científicas, olvidan que es el mismo Dios el que ha querido entregarnos a través de sus providenciales caminos ese mismo libro que desmenuzan y criban con tanta desenvoltura. El joven San Agustín, al igual esos ateos  y exégetas, "hinchado de vanidad, se sentía muy grande" . Y sin embargo, como dice él mismo en ese capítulo, "la Sagrada Escritura es tal que se deja ver sublime y elevada a los ojos de los que son humildes y pequeños, y yo me desdeñaba de ser pequeño". 

II

También como San Agustín, podría decir yo "Tarde te conocí". Mi historia de amor con la Biblia fue parecida a la suya. De adolescente la hojeaba con curiosidad pero siempre me atascaba, aunque recuerdo que leí completo el Apocalipsis; a saco, por puro morbo (y sin entender una palabra). A los treinta años "nel mezzo del camin de nostra vita", ya había devorado algunas de las más importantes obras de la literatura universal, pero nunca me había atrevido a entrar a corazón abierto en la Biblia, a pesar de ser uno de los pilares culturales y espirituales de la civilización occidental. Sinceramente, me echaba para atrás. La Biblia -no podemos negarlo- es un libro antiguo, complicado, de pasajes ásperos (redaccional y moralmente), muy extenso y variado, y asusta (y hasta repele) a los lectores por avezados que sean. Me conformaba por entonces con detenerme en pasajes del Nuevo testamento o con escuchar otras lecturas en las Misas que asistía. Y pare de contar. Pero al cumplir los treinta y cuatro años -y coincidiendo con una fuerte experiencia de conversión, un evento radical como el de aquel huerto de Milán donde se encontraba San Agustín (Libro VIII, Cap. 12)- me zambullí en serio en ese inmenso océano, cuya orilla es un paraíso en la tierra (Gen. 2,8) y cuyo horizonte final la eterna y felicísima fiesta de las bodas de Dios con su pueblo (Ap. 21). Si mi conversión cambió espiritualmente mi vida, comenzar a comprender las Sagradas Escrituras purificó mi mente de muchos cantos de sirena.   

Desde entonces ha sido la lectura central de mi vida. Desde mi experiencia como apasionado lector del Libro, aconsejo que para una correcta lectura del texto, esto es, para que ese libro en su conjunto vivifique el alma del creyente, hay que poner a su servicio toda la inteligencia de un hombre, pero también todo el corazón de un niño que se fía de su Padre y se deja llevar de la mano por el Espíritu (Libro III, Cap. 5). Pero ser un niño que también vive, se nutre y se desarrolla en el seno de una amplia familia que le cuida, le protege y le muestra el bien y el mal, la verdad y el error (la Iglesia). Es último aspecto es decisivo, no sólo para evitar desviarse, sino porque sólo la Iglesia Católica -la fundada por Cristo sobre Pedro y su confesión de fe (Mt. 16,18)-, nos permite asegurar la divinidad de estos libros. El mismo San Agustín, en un texto contra Mani, lo explica sin complejos: "Por mi parte, no creeré en las Escrituras a menos que la autoridad de la Iglesia Católica me mueva a ello". Yo tampoco. Sinceramente no comprendo de dónde derivan los protestantes la autoridad que dan a los textos sagrados. Sin la Madre Iglesia, acabaría como tantos necios que entran en la Biblia como un elefante en una cacharrería. 

Con los criterios señalados (y con el esencial apoyo de tantos teólogos y exégetas píos y sabios del pasado), lectura tras lectura, vamos profundizando en la historia de la salvación, comprendiendo la progresividad de la revelación y enlazando, cada vez con mayor coherencia, la antigua y rígida ley y la novedad que nos trae Cristo, la libertad del cristiano (Gal. 5,1). Si lo hacemos con paciencia, sin agobios, año tras año, llegará un momento en que en el que nos sucederá como aquel hombre torpe, incapaz de admirar un cuadro maravilloso porque tenía sus narices pegadas al lienzo, pero que se apartó poco a poco y lo pudo mirar desde una distancia perfecta para apreciar sus inmensas bellezas. Bellezas que se resumen en una única Verdad: Cristo camino, verdad y vida; el único Nombre dado bajo el cielo para salvarnos. Porque como expresó el santo africano en otra de sus obras: "Abierta o secretamente, Cristo me sale al encuentro y me conforta cuanto recorro anhelante las páginas de aquellos Libros y Escrituras". Por eso, para entender plenamente a Cristo, no basta espigar en los Cuatro Evangelios. Como expresó San Jerónimo en el prólogo su Comentario al Libro de Isaías: "Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría; de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo". 

III

Y por supuesto, es muy necesario especialmente hoy, recordar que San Agustín ya en el siglo IV y V se opone a lecturas anacrónicas o integristas de la Biblia (las primeras, propias de los ateos; las segundas, de algunos creyentes).  Critica el anacronismo de quienes por el hecho de leer cosas que les chocan de los patriarcas, los jueces o los reyes de Israel, "no los tienen por justos estos imperitos que con cerrado criterio juzgan de las costumbres del género humano con la medida de sus propias costumbres" (Lib. III, Cap. 7). Pero también rechaza el integrismo de quienes suponen que Dios reveló el libro letra por letra. Y anticipándose varios siglos a los sólidos criterios hermenéuticos de la Constitución sobre la Sagrada Escrituras, Dei Verbum, Concilio Vaticano II (1965), señalará una doble autoría, el "autor Divino y autor humano". Recordemos que esta Constitución Dogmática  afirma que "Dios habló a los hombres y a la manera humana", por lo que el estudioso de la Biblia "debe investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos" (D.V.12)Y algo muy importante: la Dei Verbum ponderará la "admirable condescendencia de Dios" (D.V. 13)su bondad y paciencia para abajarse hasta las torpes meninges de un pueblo de dura cerviz, permitiendo incluso que su revelación contenga, en el Antiguo Testamento, "algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos" (D.V.15)

De similar manera, el Libro XII, Cap. 18 de Las confesiones distingue audazmente entre el mensaje revelado y la recepción del escritor sagrado, admitiendo la posibilidad de que el mismo Dios revelase algo, que podía ser interpretado correctamente de dos maneras ¡incluso sin saberlo el hagiógrafo!: "Así pues, mientras cada uno intenta percibir en las Sagradas Escrituras aquello percibió en ellas quien las escribió, ¿qué hay de malo en que perciba lo que Tú, luz de todas las mentes veraces, muestras que es verdad, aunque el autor a quien lee no pensase eso, porque también el percibió algo verdadero, aunque no lo mismo".  Eso es perfectamente lícito -siempre salvando el principio de no contradicción y la recta fides-, pues la D.V.12, no establece como único criterio hermenéutico el "Espíritu con la que la escribió el hagiógrafo", sino que exige una lectura e interpretación más amplia en la que se tenga en cuenta "el contenido y unidad de toda la Sagrada Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe". De hecho sólo así la profecía del Antiguo Testamento alcanza definitividad en el Nuevo. 

Por tanto, San Agustín propondrá claramente un sano pluralismo a la hora de interpretar pasajes difíciles o abiertos, siguiendo la estela de grandes Padres eclesiásticos como Orígenes, que defendió dos siglos antes de San Agustín una triple lectura bíblica: literal, alegórica y espiritual. En el citado Libro XII, Cap. 18, dejará claro que si son dos los más importantes mandamientos de Dios -el amor a Dios y al prójimo-. "¿qué puede importarme el que se interpreten las palabras de un modo u otro, si son de todas suertes verdaderas?" Debemos, por tanto, seguir ese gran principio, que no es de San Agustín, pero que se le atribuyó con bastante lógica: "en lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; y en todo, caridad"

En definitiva, conocimiento y caridad, caridad y conocimiento "caritas in veritate". Dice San Agustín: "Todos los que vemos y discernimos la verdad en las palabras de tu Libro nos hemos de amar unos a otros y hemos de amarte a Tí, que eres nuestro Dios y fuente de toda verdad si es que estamos sedientos de la verdad y no de meras vanidades" (Libro XII, Cap. 30). La Biblia es Verdad. Y lo es porque Dios es su autor y en Él no cabe el error, ni puede engañar ni ser engañado. 

Ahora bien, en cuanto a este concepto, Veritas, hay que aclarar que es absurdo exigir a la Biblia certezas aceptadas por el método científico, pues la Biblia, es un libro antiguo -redactado durante un milenio-, que nunca tuvo la pretensión de describirnos la verdad al modo que la concebimos hoy los cartesianos occidentales (Aletheia). Si Dios se hubiese revelado a los griegos, lo hubiera hecho sin duda de esa manera. Afortunadamente no lo hizo por dos sólidos motivos. Uno, para así abajarnos nuestros humos, como lo explica magistralmente San Pablo en el capítulo 1, versículo 22 de su primera Carta a los Corintios. "¿Qué queréis, Sabiduría? Pues os voy a entregar la locura de un crucificado". Y  dos, ante todo para todo expresar mejor su amor, pues "la ciencia hace engreídos y en cambio la caridad edifica" (1 Cor. 2,8, ). De todos modos, Dios fue también generoso con los griegos, pues les regaló suficiente inteligencia para que algunos filósofos, aun en las tinieblas del paganismo, alcanzasen a ser, en feliz expresión de San Justino (siglo II), "semillas del Verbo". Pero nada más. 

Lo mejor se lo entregó a un pueblo de pastores iletrados cuya única gloria no era otra que ser esclavos de un poderoso país. La Sabiduría de Dios prefirió comunicarse con un pueblo insignificante, rudo y más bruto que un arado, que concebía la verdad al estilo oriental, la Verdad de la fidelidad de Dios (Emet). Por eso mismo fue elegido ("mis caminos no son vuestros caminos"). La historia de Dios con el hombre es, ante todo, una historia de fidelidad, primero al pueblo judío, y después al pueblo de Dios en Cristo, para conducirnos a todos hacia la salvación (Rm.11,25-28). Una fidelidad y un amor que no se rompe ni se romperá por la ingratitud humana, individual y colectiva, pues "aunque seamos infieles, Él permanece fiel pues no puede negarse a sí mismo" (2 Tim. 2,13). Los judíos fueron infieles en el pasado, los cristianos lo somos hoy (¿alguien lo duda?), pero como dice la Biblia "Dios nos encerró a todos en la rebeldía para tener misericordia de todos" (Rm. 12,32).  

Por todo eso -y por mucho más- la Biblia es Verdad. Ninguna verdad científica y empírica es tan cierta como lo es ésta (deriva de la fe). Pero si queremos convencernos aún más, al modo humano, examinemos el milagro de la historia de Israel, lo que anunciaron sus profetas y cómo se ha cumplido todo rigurosamente en Cristo, luz de las naciones (Is. 49,6); en Cristo, que es el Emmanuel, el Dios con nosotros (Is. 7,14). Desde que el Altísimo se fijó en Israel, selló una Alianza de salvación, pero no sólo con ellos sino también, como anunció a los profetas, una alianza eterna con la toda la humanidad por la fe en su Hijo Jesucristo, Señor Nuestro. Y nos recuerda San Agustín, ya casi concluyendo Las confesiones, que en el proceder de Dios hay que conjugar el tiempo con la eternidad: "vosotros decís las cosas en el tiempo, Yo las digo en la eternidad" (Libro XIII, Cap. 29). 

Lo dijo y lo hizo. Emet, fidelidad inquebrantable y eterna de Dios con su pueblo.

"Alabad a Dios, naciones enteras; loadle, pueblos todos

pues fuerte es su amor para nosotros,

y su fidelidad dura para siempre"

                                                        (Sal. 117).




sábado, 22 de febrero de 2025

¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?


 
Resumen de la Segunda Parte del libro "Antropología teológica fundamental" de Alejandro Martínez Sierra.


Cuando tus cielos miro, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas que fijaste,

¿qué es el hombre (me digo) para que de él te acuerdes

Y el hijo de Adam para que de él te cuides?

(Sal. 8, 4-5).

INTRODUCCION.-

La segunda parte del Manual de Teología  “Antropología Teológica Fundamental” del filósofo y teólogo Alejandro Martínez Sierra se dedica a un tema tan sugestivo como misterioso: el hombre.  Y como todo buen tratado teológico no puede menos que comenzar con el dato revelado en las Sagradas Escrituras.

En el Antiguo Testamento se utilizan numerosos términos que quieren referirse a tal o cual aspecto del hombre: Basar, la parte visible del cuerpo para señalar su relación con el cosmos; Nefes, anhelo, alma, que indica su apertura a lo alto y trascendente; Ruaj, viento, fuerza vital, aliento de YHWH, relación del hombre con Dios; Leb, corazón, entraña, sede de los sentimientos que evoca su capacidad de relacionarse libremente con su creador…

Como sabemos son dos los relatos que encontramos en el Génesis sobre la creación del mundo y del hombre: el relato sacerdotal (Gn. 1,26-2,4a), más solemne y esquemático, y el relato yavista (Gn2,4b-25), lleno de vida y colorido. Las discrepancias, que son fáciles de reconocer en ambos relatos, se explican por el hecho de que el redactor final (pese a ser consciente de las diferencias con el sacerdotal) quiso incluir el relato yavista, por motivos teológicos, para explicar el origen de la dramática entrada del mal y la muerte en el mundo.

Del relato sacerdotal se ha destacado la clara ruptura del ritmo de la creación a la hora de narrar la creación del hombre. Dios entra en un debate consigo mismo (¿Cómo interpretarlo?, ¿restos de politeísmo primitivo, imagen aún muy borrosa del Dios uno y trino, que por cierto, también encontramos en el solemne inicio de la Biblia –Gn. 1,1-3-?…): 

“Entonces dijo Elohim ¡Hagamos al hombre a imagen nuestra, a nuestra semejanza…”! (Gn. 1,26). El hombre está creado a imagen de Dios, y al crearlo lo hace como macho y hembra (Gn. 1,27), subrayando el escritor sagrado la igualdad esencial entre los dos sexos, que cooperarán con el creador a desarrollar su obra.

El relato yavista, por su parte, quiere apuntalar los dos elementos esenciales del hombre: el polvo del suelo (adamah) y el aliento de Dios que le insufla la vida. Se ha querido buscar paralelismos y precedentes en los relatos de Gilgamesh o el mito de Prometeo (los etnólogos suponen que los pueblos primitivos creían que los vivientes procedían de la tierra), pero en el relato del Génesis se destaca con singular belleza que el hombre es criatura de Dios, hecha a su imagen, si bien de materia deleznable. Y también en la creación de Eva (procedente de la costilla de Adam), se oyen ecos de los mitos de aquellos pueblos con los que convivía Israel, por ejemplo el de Enki y Ninhursag, pero desde luego no pueden compararse el texto bíblico. Basta leer la emocionada exclamación de Adán cuando contempló por primera vez la belleza de la mujer ¡Carne de mi carne! Por ella, el hombre abandonará a su padre y a su madre, se unirá a ella y serán una sola carne. La igualdad en dignidad de ambos sexos es una constante en el relato Yavista.

Al igual que en las Escrituras judías, tampoco hay una explicación antropológica explícita sobre el hombre en el Nuevo Testamento. Aquí se pondera sobre todo su relación nueva con Dios, una vez redimido por Cristo. El Nuevo Testamento sigue ofreciendo, al igual que el viejo, una visión unitaria del hombre, pese a ciertos textos (Mt. 10,39 por ejemplo) que podrán dar una imagen dicotómica propia de la cultura helénica. No obstante, sí parece que en los escritos paulinos se observa una clara concepción dualista, especialmente en la contraposición sarx-neuma. En cualquier caso, los autores del Nuevo testamento, tienen interés por el hombre no tanto desde un punto de vista ontológico sino histórico-salvífico.


VISIÓN UNITARIA o DUALISTA del HOMBRE.-

Y ya que hemos aludido a ello, debemos indicar en línea de principio que esa visión unitaria del hombre, propia del judaísmo, chocará con las concepciones dualistas de la filosofía pagana.. Este aspecto quizás sea el punto conflictivo más importante de la antropología de todos los tiempos.

Pese a que algunos textos tardíos del Antiguo Testamento, como el libro deuterocanónico de la Sabiduría (8,19-29,9,15) parecen asumir un esquema dualista sobre el hombre, del examen íntegro de la Biblia judía se deduce clarísimamente una concepción unitaria del mismo, así como una esperanza (sobre todo en los últimos libros) de un juicio final y una resurrección de todo el hombre.

En cuanto a la Tradición cristina, los primeros Padres Apostólicos y Apologetas (Justino, Ireneo, Tertuliano) observaron, según señala A. Orbe “una antropología escrituraria. No basan sus reflexiones en las nociones filosóficas, sino en la Palabra revelada”; sobre todo en el contexto de una lucha sin cuartel con el dualismo gnóstico. Sin embargo la tradición neoplatónica y dualista está también presente con Clemente de Alejandría, Orígenes o San Agustín, que consideraba el alma la parte principal del hombre por su cercanía a Dios, mientras que el cuerpo es la fuente de pecado. Esa concepción dualista, con reminiscencias gnósticas, fue definitivamente desterrada por el genio del Doctor Angélico, por Santo Tomás de Aquino que defendió la unidad radical e íntima del compuesto humano formado de alma y cuerpo, así como la no consideración del cuerpo como inferior al alma o cárcel de ella. Además, defiende que el alma no existe con anterioridad al cuerpo porque éste es la condición de existencia de aquél. 

El magisterio de la Iglesia, muy apoyado en santo Tomás, ha rechazado errores como la preexistencia de las almas (Orígenes), afirmando la individualidad de una para cada hombre y la creación inmediata del alma por Dios, en el momento de la concepción. La visión católica, por lo tanto, no es ni dualista ni hilemorfista (pese a que se hayan usado términos y expresiones de ese claro sabor por teólogos católicos, como el mismo Santo Tomás). 


EL HOMBRE, IMAGEN de DIOS.-

Son muchos los significados dados a la sublime idea judeocristiana del hombre como Tzelem Elohim o imago Dei, pero todas ellas tienen de común denominador el dominio, en nombre de Dios, que aquél debe ejercer en la tierra. Se deja clara, a la vez, la trascendencia e inmanencia de Dios en la existencia humana: ser imagen no significa ser aquello de lo que se es imagen. En un precioso texto bíblico (Sab. 2,23), se da a entender que es en razón de la inmortalidad a que el hombre está vocacionado por lo que se le considera imagen de Dios.    

Por su parte, de otros textos, ya del Nuevo Testamento (1 Cor.11,7, Sant. 3,9, 2 Cor. 4,4 o Hb. 1,3…), deducimos también que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, pero sobre todo que Cristo ha hecho visible la imagen del Padre, porque Él es su imagen más perfecta. Por eso se puede afirmar sin complejos que el hombre ha sido creado a imagen de Cristo. Ese es uno de los puntos más interesantes de la cristología de San Ireneo. Por otro lado San Agustín ve en todas las cosas semejanzas con Dios por su metafísica de la participación y ejemplaridad, pero hace una diferencia esencial: las criaturas son vestigios de Dios; sólo el hombre es imagen de Dios. Finalmente, el Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes, sin tratar directamente del tema, se hace eco de él, al afirmar que el hombre es imagen de Dios en cuanto es capaz de conocer y amar a Dios, y en su señorío sobre el mundo (12).                    

EL HOMBRE COMO PERSONA y SER SOCIAL.- 

Si el concepto de hombre, como indicamos al principio, plantea problemas al definirlo con exactitud, más aún los genera el de persona. De hecho, con este término se produce una curiosa paradoja, pues no es objetivable, de modo que cuando nos acercamos a ella –a la persona- con intención de contemplarla desaparece de nuestra vista. Si es objeto ya no es persona.  

Aparte de lo anterior, es incomprensible este término entendiéndolo aisladamente, pues la persona nunca se entenderá aislada, sino sólo en comunicación creadora y amorosa con otra. Por lo tanto, su noción oscila indefinidamente entre los dos polos de un sustancialismo des-relacionado y de una relación des-sustancializada.

Pero más decisivo es aclarar que este concepto no existía en la antigüedad, hasta el punto de que parece no encontrarse fuera del campo de la revelación. Sólo desde el judeocristianismo los hombres pasan a ser personas. Son las discusiones teológicas cristológicas y trinitarias contra el modalismo de Sabelio, las que dieron origen a tal término en virtud de la teología de los Padres Capadocios (Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa). Fueron ellos, en efecto, quienes dieron el correcto sentido a las expresiones ousia e hipostasis (que en Nicea se entendieron sinónimas, pudiendo tener un fuerte marchamo unitarista o monarquiano), con la sencilla y sublime fórmula una ousía, tres hipostasis, entendiendo este último término como persona/s. Una naturaleza divina, Tres Personas divinas.

Boecio en el siglo VI dio la primera definición canónica de persona con la clásica expresión: Naturae rationalis individua substantia (sustancia individual de naturaleza racional), expresión que sin embargo aparece como truncada por no reflejar un aspecto esencial de ella: su comunicabilidad. Más adelante, Ricardo de San Víctor, Santo Tomás de Aquino o Duns Scoto intentarían mejorar la definición de Boecio, abriéndola a la comunicación.

Por último, debe incidirse también en la dimensión social de la persona. Por su naturaleza espiritual necesita de la sociedad (como del seno materno en su biología), para formar su personalidad. La vida social, por tanto, no es para el hombre una sobrecarga accidental. Como dice la Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: “A través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación”.

 

EL HOMBRE, CREADOR CREADO. LA ACTIVIDAD HUMANA.-

Siendo el hombre colaborador en la obra creadora de Dios, debe desarrollar desde el primer instante de su existencia, las fuerzas escondidas de la naturaleza. El mandato de ELOHIM es rotundo: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y dominadla; mandad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra” (Gen. 1,28). Ahora bien, el hombre debe siempre tener presente que no es sino un mero administrador, un jardinero de un vasto parterre, y como señala Pannemberg “el abuso autosuficiente por parte del hombre del encargo divino de dominio se vuelve contra él mismo y lo sume en la ruina”. De ahí la importancia que algunos papas recientes han dado a la conciencia ecológica, desde San Juan Pablo II hasta nuestro actual Santo Padre Francisco en su encíclica “Laudato si”.  Tres cosas nunca debe olvidar el hombre: tener en cuenta la naturaleza de cada ser; ser consciente de la limitación de recursos naturales (no todos son renovables) y conciliar el desarrollo con la dignidad de la vida humana, sobre todo cuando se genera contaminación.

La misma idea –el dominio sobre el mundo por el trabajo- encontramos en el relato yavista. “Tomó, pues, YHWH DIOS al hombre y lo dejó en el jardín del Edén para que lo labrase y cuidase” (Gen. 2,15). Dios descansó, pero al hombre le dejó las herramientas del trabajo: inteligencia, corazón, inventiva, tesón, manos, ansia de trabajar. Todo lo que mueve y estimula al hombre para realizar los ideales que brotan de su alma. Con ello queda claro que el trabajo en modo alguno se concibe (al menos inicialmente) como una maldición, sino más bien es una bendición del cielo que permite al individuo realizarse y ofrecer un servicio a la sociedad. El mismo Cristo trabajó durante su larga vida oculta con sus manos, un ejemplo para todo cristiano que debe configurarse necesariamente con Él.

Finalmente, no podemos olvidar que el trabajo va acompañado de fatiga y dolor. Y ese efecto hay que atribuírselo al pecado del hombre. “Maldito sea el suelo por tu causa; con  fatiga te alimentarás de él todos los días de tu vida (…) y comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gen. 3,17-19). Pero en cualquier caso, la reflexión cristiana sobre el dolor alcanza una dimensión nueva tras Cristo crucificado. En efecto,  Cristo no ha desvelado tal vez del todo el misterio del dolor (sobre todo el que brota de las injusticias humanas), pero ha indicado con el suyo, fruto de las mismas injusticias, que el sufrimiento, asumido en amor al Padre y a los hombres, se convierte en el ara del propio sacrificio, que da gloria a Dios y fructifica en favor de la humanidad. 

 EL ORIGEN DEL HOMBRE.-

I

Martínez Sierra concluye su tratado sobre el hombre, llevándolo a sus orígenes. La aparición de las hipótesis científicas evolucionistas a partir de la obra de Lamark (1744-1829) y sobre todo de Charles Darwin (1809-1882), obligó a partir de entonces a la búsqueda de nuevos planteamientos no sólo en el área de la ciencia sino también de la teología. Darwin había afirmado que el mecanismo de la evolución –desde los organismos más rudimentarios hasta los más complejos- radica en lo que él llamaba selección natural, la supervivencia de los más aptos. Desde esta perspectiva no finalista y mecanicista, la diferencia entre el psiquismo del hombre y el del animal no es más que de grado.

Ese nuevo punto de vista, que revolucionó la ciencia natural como dijimos, chocó al principio con la teología cristiana, pues muchos aún hacían una lectura historicista y radicalmente literal de los relatos del Génesis, especialmente en el ámbito evangélico o protestante (pero, todo hay que decirlo, también desde San Agustín se proponía una lectura alegórica de los primeros capítulos del Génesis). En el terreno católico, un concilio celebrado en Colonia (1862), condenó el transformismo absoluto, aunque no concretó la acción de Dios, que se supone inmediata, a la hora de crear al hombre. Prudentemente, el Concilio Vaticano I (1869-1870) no condenó el evolucionismo, pero sí el materialismo y afirmó que Dios creó al hombre en el alma y en el cuerpo. Algunos teólogos de finales del siglo XIX (Mivart y Leroy) propusieron que Dios sólo crea inmediatamente el alma  (por lo tanto, ésta no puede provenir por evolución), pero el cuerpo o sustrato material sí podría tener origen en ella. Roma no acogió estos novedosos puntos de vista teológicos, pero tampoco manifestó una condena formal al evolucionismo. Finalmente, y con el ínterin de la Respuesta de la Pontificia Comisión Bíblica de 1909, la encíclica de Pío XII Divino Afflante Spíritu dejó claro que las cuestiones que aún no habían sido resueltas deben dejarse a la investigación de los exégetas y cientificos. En 1950 la encíclica Humani Generis diferenció entre las hipótesis y los hechos, debiendo aceptarse los segundos y examinarse con cautela las primeras, de modo que si se oponen a la doctrina revelada se rechazan de plano. Y establece los siguientes principios nucleares ante las hipótesis evolucionistas: competencia, cada uno en su ramo, de profesionales científicos y teológicos; la evolución sólo puede afectar al cuerpo (provenga o no el cuerpo de materia orgánica preexistente); las almas son creadas inmediatamente por Dios; el juicio de la Iglesia debe ser acatado y, finalmente, queda abierta la puerta a la investigación sobre el origen del cuerpo del primer hombre.

Estos criterios se han mantenido por papas posteriores como San Juan Pablo II, que señaló la plausibilidad de las teorías evolucionistas sobre el cuerpo, pero afirmó asimismo que el alma, por ser espiritual no puede proceder de la materia.  

II

Tradicionalmente se consideró que el hombre salía íntegramente de las manos del creador por una acción directa e inmediata sobre la totalidad del compuesto humano, entendido como alma y cuerpo. Sin embargo, con el desarrollo de las teorías evolucionistas, para muchos científicos el hombre es un producto de la evolución genética del mundo animal. Selección natural mas alteraciones genéticas aleatorias darían como resultado el hombre tal y como lo conocemos hoy. Es el llamado neodarwinismo, que es el paradigma científico más admitido en la actualidad.

Ahora bien, esa teoría anterior no termina de explicar la naturaleza del nuevo ser, dotado de razón y albedrío. El cambio de un animal irracional a racional, que a Darwin le parecía una cuestión de grado, tiene una verdadera dimensión ontológica, y tratar de explicarlo por una mera evolución mecanicista y aleatoria resulta insuficiente. La naturaleza humana es irreductible por su dimensión intelectiva a la especie animal. No sólo es grado. Es algo más.

Muchos teólogos diferenciaron la creación directa del alma por Dios, y la evolución admitida para la humanización del cuerpo, pero esta teoría hoy se ha abandonado por su extrincesismo, ya que no se acomoda a la concepción actual del hombre como una unidad íntima que exige para su creación una acción plenamente única.

Desde el punto de vista teológico debemos aceptar los datos ciertos que nos propone la fe: (1).- Unidad del hombre, formado por cuerpo y espíritu, siendo éste la forma de aquél. (2).- Dualidad de realidades en el hombre, que no son reducibles la una a la otra, y (3).- El alma es la forma sustancial del cuerpo humano; es espiritual, simple, e inmortal. Tiene origen en un acto creador de Dios, no es producto de lo que le precede ni surge por evolución de la materia; el alma no existe fuera del cuerpo, sino que comienza a existir como forma de él.

En definitiva, la teología católica afirma que, entre el primer hombre y el animal, su antecesor, hay un hiato, una separación que no explican las solas fuerzas de la materia evolucionante. 

III

¿Cómo explicar entonces, desde la teología, la aparición del hombre de modo que podamos conciliarlo con los datos que nos proporciona la ciencia empírica? Hoy se intenta explicar esa evolución desde una continuidad discontinua. Por una parte, en los animales irracionales, la evolución produce las formas corporales e incluso la psique del nuevo animal: la transformación es la causación efectora de su morfología y psique. Por otra, en el caso humano, su capacidad intelectiva marca una discontinuidad, que no sólo es una diferencia de grado. Podemos decir que la aparición del hombre, en su unidad total, está determinada por la transformación del homínido, pero no está efectuada o causada, como lo estaba la del animal, por ella. Hasta tal punto que podemos afirmar que la nueva psique, la humana, es efecto de una creación ex nihilo; una creación que supera la capacidad operativa de lo ya existente y, consiguientemente, demanda otro factor causal, amén del empíricamente detectable: la acción creadora de Dios.

Eso no significa que la psique humana nada tenga que ver con la determinación de las estructuras germinales de la materia. La psique humana, ni es adición ni es creación ab extrínseco o desde fuera. Podríamos decir, en definitiva, que la acción creadora precede al mecanismo de la evolución. Es el cumplimiento intrínseco de la exigencia de transformación germinal. En conclusión, el espíritu no aparece como un epifenómeno de la materia, sino como una efloración de la misma. No epifenómeno, porque no es producido por ella sola. Y sí efloración, porque la acción del Creador no es exterior sino interior a la acción de las criaturas. La acción de Dios en la naturaleza se podría calificar como concurso natural. En el hombre, concurso creativo.

En definitiva, Dios colabora con la causa secundaria, a la que trasciende y eleva haciéndola que se autosupere.

IV

Finalmente, concluye Martínez Sierra esta parte del tratado antropológico sobre el hombre con una reflexión acerca del monogenismo y del poligenismo.

Fundándose en la mera lectura bíblica, el pensamiento tradicional católico era monogenista. Sin embargo, la aparición de las teorías evolucionistas y un nuevo acercamiento a las Sagradas Escrituras, ha hecho que se considere por algunos que no hay fundamento en el texto inspirado para defender en exclusividad el monogenismo. Para esta línea de interpretación, el Adán de Gen. 1,26 no es un individuo concreto, sino la humanidad en la que quedarían englobados todos los hombres.

No obstante, dificultaría esa comprensión el segundo relato, donde Adán sí parece ser un hombre concreto. Aunque, como ya recordamos, aquí parece que el autor usa un ropaje literario para afirmar una verdad trascendente como es la entrada del pecado en el mundo, por lo que no puede tomarse como afirmación directa del autor la creación inmediata y exclusiva por Dios.

En definitiva, considerar el monogenismo como una verdad revelada que se explicita en ambos relatos bíblicos parece excesivo a juicio de muchos teólogos. Cierto es que el pensamiento del narrador sagrado es monogenista, pero no podemos aceptar que cualquier categoría cultural desde la cual escribe pueda erigirse en verdad de fe. Hay otros textos bíblicos que se invocan para defender el monogenismo (Eclo. 17, 1-14, Hch. 17,26 o Rm. 5,12), y el Concilio de Trento, acerca del pecado original, consideró que es “uno en su origen” y que “se contrae por generación”, afirmaciones que muchos teólogos no consideran objeto de definición por ser afirmaciones que están hechas no directa sino indirectamente.

Pío XII en su encíclica Humani Generis admitió como hipótesis, como vimos, el evolucionismo (con la condición de que no se cuestionara la creación inmediata de las almas por Dios). Y en relación con el poligenismo, afirma algo que ha hecho correr ríos de tinta: “no se ve en modo alguno cómo puede conciliarse esta sentencia con lo que las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia proponen sobre el pecado original, que procede del pecado cometido verdaderamente por un solo Adán y que, transfundido a todos por generación, es propio de cada uno”.

¿Indica dicho texto que, si existiera la posibilidad de conciliación futura, podría admitirse el poligenismo? Así lo afirmó el gran teólogo recientemente fallecido José Antonio Sayes. Lo cierto es que Pablo VI en 1966, en un simposio de la Pontificia Universidad Gregoriana sobre el pecado original, claramente no concedía luz verde a las teologías que lo defendieran.

En conclusión, mucho camino hay todavía que recorrer. Para la ciencia, para la exégesis y para la teología.  


viernes, 14 de febrero de 2025

La Inmaculada Concepción en el juicio a Luis Rubiales.


Siempre es conmovedor observar cómo en una ciénaga ha llegado a brotar una rosa.

"Buenos días, mire ¿Cuándo fue vd. nombrado seleccionador absoluto?", preguntó la fiscal/feminista a Luis de la Fuente. "El día 8 de diciembre de 2022", respondió el seleccionador. Y añadió sin inmutarse: "día de la Inmaculada Concepción". 

Sin duda esta piadosa (y valiente) coletilla iba directamente dirigida al corazón seco de la fiscal/feminista, la cual desde luego acusó ese golpe. En efecto, la bienaventurada Virgen María, y en especial el misterio de su Inmaculada Concepción, es una impugnación a la totalidad de los errores que ha traído la malvada ideología feminista actual. Toda una declaración de principios de nuestro exitoso seleccionador contra este Ministerio Fiscal de la era Sánchez, cuya cabeza hiede así como también algunos de sus miembros.  

Pero analizando el episodio más a fondo, no me cabe duda que le ha dado la estocada a todo lo que significa este proceso. Una estocada ciertamente espiritual e invisible (e imperceptible para la inmensa mayoría) pero tan profunda como para herirlo en su oscura entraña. Como era previsible, la fiscal/feminista, quizás en venganza por mencionar a aquella ante quien huye el diablo, le hizo un interrogatorio absolutamente capcioso, y finalmente pidió su imputación por "falso testimonio".  

Confío en que esto último no vaya a más. A mi juicio, es una disparatada salida de tono de esta fiscal/feminista, que tuvo que ser corregida con aspavientos por el magistrado-juez (cosa bastante anormal en el foro, y lo digo como abogado que soy). Juez al que por cierto, se le nota bastante cabreado, y lo entiendo perfectamente: debe estar, como dicen los jóvenes, alucinando en colores por este vergonzoso espectáculo mediático de jornadas interminables en la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional (A.N.) para juzgar esto. Quiero pensar que es así.

En realidad, qué juez/jurista con un mínimo sentido común no lo estaría. Imparte justicia en un Tribunal que, según la Ley Orgánica del Poder Judicial, debe atender causas de magnitudes diabólicas: terrorismo, narcotráfico a gran escala, delitos contra la corona, extradiciones y euroórdenes, o delitos económicos como falsificación de moneda por grupos organizados que causen grave daño a la economía nacional.  ¿Y nadie se ha preguntado entonces lo grotesco y ridículo que es gastar los dineros y la paciencia del contribuyente en este tema; en dedicar esfuerzos en probar lo que vieron millones de personas en todo el mundo, y en perder en definitiva el tiempo en este vodevil, mientras se acumulan causas y más causas de gravísimos delitos en los anaqueles de la A.N? ¿Cuántos españoles hoy, se dan cuenta de que el rey está desnudo y se callan?

Como muchos no callamos, me pregunto legítimamente cómo es posible que este asunto tan chusco (que no duraría ni cinco minutos en el juzgado de paz más destartalado del pueblo más cutre de nuestra malhadada patria) haya llegado a este tribunal que sólo atiende causas especialmente graves. Sé que se me responderá que la A.N. también es competente para juzgar delitos cometidos por españoles en el extranjero. Y que, claro, hablamos de una "agresión sexual" (sic) entre compatriotas acaecida en el confín del mundo; eso sí, ante millones de espectadores. A esa cuestión le dediqué un artículo publicado en infovaticana, y quiero recordar ahora un párrafo: 

"Para los que aún conservamos el sentido común, lo sucedido en el palco de autoridades nos pareció un gesto algo chocante pero sin excesiva importancia (más grave fue la anterior exhibición de testosterona delante de la reina y la infanta). La misma jugadora, siendo cierto que manifestó en un primer momento que no le había gustado, lo hizo entre risas y en el vestuario donde todas sus compañeras gritaban de júbilo. Sin embargo, de manera incomprensible el asunto ha acabado copando los más importantes periódicos y medios visuales del orbe, y excitando la intervención de buena parte de los ministros de en funciones de nuestro gobierno (que no sólo han reclamado la dimisión del agresor sexual (sic) sino que incluso se le castigue ejemplarmente). Dada la podredumbre ideológica de nuestro gobierno tal reacción la daba por excusada, pero sí me ha sorprendido que se haya sumado a esa ejecución pública la futbolista afectada y casi todas sus compañeras de consuno. Entre todos y todas han convertido al tal Rubiales en víctima propiciatoria de la hybris feminista del mundo entero". 

Un año y seis meses después de estas palabras, culmina ese sainete con la traca de un juicio retransmitido en directo, el cual deseo de corazón que pase a la historia. Sí, ojalá sea exhibido en las aulas de las Facultades de Derecho del mundo (facultades serias y sanas, quiero decir) para ejemplificar cómo la ideología arrasa con el mejor fruto de la recta razón que es la justicia. Suponiendo, lo que es mucho suponer, que las universidades del futuro abandonen esas rémoras irracionales tan enquistadas hoy en sus médulas. 

De todos modos, es evidente que sería desmesurado e injusto por mi parte equiparar este lamentable espectáculo con otros modelos de justicia pervertida y criminal que encontramos a espuertas en la historia y que sí se analizan en las aulas universitarias. Hoy avergüenza a los franceses evocar el affaire Dreyfus y aquellos juicios militares de la Gran Guerra, recordados en la estremecedora película de Kubrik, Senderos de gloria. O a los rusos rememorar los procesos de Moscú de los años 30, con ese sádico acusador llamado Vyshinski. O a los alemanes los juicios del tribunal del pueblo presididos por aquel siniestro juez/fiscal simultáneo Freisler. Aquellas parodias de justicia acabaron en dramas y tragedias con millares de víctimas; el nuestro afortunadamente sólo concluirá con un esperpéntico entremés, pero no por menos doloroso va a ser menos grave. Porque, con mayor o menor intensidad, todos ellos sin excepción son paradigmas de uso alternativo del derecho, un insulto al más noble concepto de lo que es la judicatura y la ley, la recta ordenación de la razón en aras del bien común. Y no olviden los españoles la cuestión clave aquí: no se juzga sólo el pico/beso robado del marichulo Rubiales. Aquí se decide lo que entendemos por justicia; es decir, es ella -la más importante virtud cardinal- la que está sentada en el banquillo de los acusados con una venda en los ojos. Y eso nos afecta a todos. Quien tenga oídos...

En fin, me viene ahora a la cabeza uno de los más grandes españoles de todos los tiempos, Miguel de Cervantes y su maravilloso entremés El juez de los divorcios. Concluyendo la obrita, el juez insta a las irreductibles parejas a reconciliarse. Pero el procurador -hoy sería nuestro desprestigiado Ministerio Fiscal patrio, que ha sustituido el noble arte del derecho por la bajeza política (el Fiscal general) o por la ideología (la fiscal/feminista)-, se opondrá con la siguiente reflexión:

"Desa manera moriríamos de hambre los escribanos y procuradores de esta audiencia. No, no, sino todo el mundo ponga demandas (...) y nosotros habremos gozado del fruto de sus pendencias y necedades".

El feminismo, con el que muchos/as han hecho su modus vivendi, exige más que un puntual castigo ejemplar; demanda muchas víctimas propiciatorias en su araPor tanto es de prever que este aquelarre progre se repetirá en nuestro país. Un país al que se le podría aplicar asimismo esas palabras de la jovial novela cervantina La ilustre fregona: "Aquí se canta, aquí se reniega, acullá se riñe, acá se juega y por todo se hurta".  

Por todo ello, no sólo no es irrelevante sino tremendamente esperanzador que entre tanto despropósito, y precisamente en un juicio como éste, un mero testigo (y un católico cabal) se haya atrevido a recordar a aquella que se juzgó a sí misma como Esclava del Señor. De Nuestro Señor, quien le concedió el privilegio de su Inmaculada Concepción, ser Madre de Dios y de cada uno de los cristianos, y Reina del Cielo y de la tierra. 

Concluyo. La historia nos habla del Milagro de Empel, cuando la noche del 08 de diciembre de 1585 se helaron sorpresivamente las aguas del Mosa y pudieron pasar los Tercios, rompiendo el cerco al que le tenían sometidos los rebeldes holandeses, a los que acabarían derrotando pese a su inferioridad numérica. Durante el dramático asedio un soldado que cavaba una trinchera descubrió una tablilla con la imagen de la Inmaculada Concepción, y a tal evento se atribuyó el posterior y extraño fenómeno meteorológico que salvó la vida a los españoles. Siglos después indago como cristiano los signos de mi tiempo y, aunque cada vez más de tarde en tarde, me puedo alegrar de que se evoque, aunque sea de pasada, a la Concebida sin pecado original en este estercolero en el que se ha transformado nuestro país tras años de socialismo y pepeísmo.

Parece muy poca cosa pero de ella nunquam satis. Me hace soñar con otro Milagro de Empel, y que sigamos siendo la nación predilecta de aquella que pisará algún día la cabeza al demonio y lo mandará al infierno para siempre. A él y a todas sus ideologías con las que ha podrido la mayoría de las almas de mis queridos compatriotas.

sábado, 8 de febrero de 2025

Las Cartas Paulinas a los Tesalonicenses: de la escatología a la soteriología.


I

Tesalónica fue la primera ciudad europea que visitó San Pablo durante su segundo viaje apostólico en compañía de Silas y Timoteo (49-53). Predicó allí (Hch. 17, 1-9) y fundó una sólida comunidad cristiana, pero la presión y el odio de los judíos le obligó a abandonarla apresuradamente. Desde Corinto envió a esa ciudad a Timoteo, cuyo elogioso informe sobre los avances de la congregación motivó que, sobre finales del año 50 o inicios del 51, les escribiera la primera de sus cartas, que es además el primer texto cronológico del Nuevo Testamento (suponiendo que no haya sido Gálatas como proponen algunos) .

En esta Epístola, tras ponderar la fe, la esperanza y la caridad de esa joven comunidad (1 Tes. 1, 2-3), les exhorta a la castidad, a rechazar la impureza, al trabajo, y les entrega sabios consejos como “examinarlo todo y retener lo bueno” (1 Tes. 5,21) o “respetar a los que os presiden en el Señor” (1 Tes. 5, 19). Sobre todo, incidirá en un asunto que preocupaba a los tesalonicenses, un acontecimiento tan complicado y emotivo como era la suerte de los cristianos muertos antes de la parusía del Señor, que suponían inminente. San Pablo les consuela indicándoles que esos muertos tendrán una situación muy ventajosa porque resucitarán con la segunda venida del Señor y precederán a la glorificación de los supervivientes, los cuales se unirán a Cristo, arrebatados en las nubes al encuentro con el Señor.  Citando al mismo Jesús, dirá que el Señor vendrá “como un ladrón por la noche” (Mt. 24,36, 1 Tes. 5,1).

Sin embargo, pronto hubo de remitirles una segunda carta, porque al Apóstol llegaron preocupantes noticias de Tesalónica. Por lo visto, algunos cristianos, seguros de la inminencia de la Segunda Venida del Señor, adoptaban una actitud pasiva, esperando ociosamente ese momento, papando moscas y sin dar golpe. San Pablo les precisará que la Segunda Venida no es inminente (II. Tes. 2,2), pues debe producirse antes una Apostasía General, culminada con la venida del “Anomos”, del “hombre sin ley”, “hombre de Iniquidad”; en definitiva “el Anticristo”, el cual está de momento retenido por la figura enigmática del katejon, del obstáculo”, pero que será aniquilado al final por el Señor Jesús “con el soplo de su boca” (II Tes. 2, 8). Y les reconvendrá con una frase que ha alcanzado merecida fama: “quien no trabaje, no coma” (II Tes. 3,10). Probablemente algunos fieles de Tesalónica malinterpretaban el dicho de Eclesiástico 39,1: “El que aplica su alma a meditar la Ley del Altísimo indagará en la sabiduría de los antiguos y dedicará sus ocios a los profetas”.

Muchos hoy consideran esta segunda carta como seudopaulina, escrita por una posterior generación a la de San Pablo. El filólogo Antonio Piñero, que la analiza desde una óptica estrictamente racionalista, afirma una división casi al 50% entre los partidarios de la autenticidad paulina y los que están en contra (“Guía para entender el Nuevo Testamento”). Eso lo examinaremos más adelante.

                                                                                        II                                 

Encontramos en ambas cartas la triple división típica de las Cartas de San Pablo: Introducción, Cuerpo y Conclusión.

1º.- En la INTRODUCCIÓN de ambas cartas se incluye un “saludo a los destinatarios” (I Tes. 1,1, II Tes. 1,1), una “acción de gracias”, en términos y vocabulario muy parecidos. Por ejemplo en I Tes. 1 refiere la fe, la esperanza y la caridad, y en II Tes. 1 la fe y la caridad solamente.

2º.- En relación con el CUERPO de las cartas, en I Tes. podemos efectuar una subdivisión. (a).- Parusía del Apóstol 2, 13 a 3,13) y (b).- Parusía del Señor, sin duda el aspecto doctrinal más importante de la carta. Este segundo punto es el único que se aborda en II Tes. 2, aunque de manera diferente como veremos.

En la primera Epístola, el Apóstol no escatima elogios hacia los hermanos de Tesalónica: “hemos encontrado en vosotros nuestra consolación con motivo de vuestra fe” (I Tes. 3, 7). Les exhorta al progreso en la santificación (I Tes. 4,3), sobre todo en el aspecto de la pureza, “sin abandonarse a los ardores de la concupiscencia como los gentiles que no conocen a Dios” (I Tes. 4,5). Y por último les animará a “trabajar con vuestras manos” (1 Tes. 4, 11), a “hacer el bien unos con otros y con todos” (I Tes. 5,15), y a estar siempre alegres y rezar incesantemente (I Tes. 5, 16-17). Junto con Filipenses (Fil 2,2-4,4), podríamos decir que ésta es la carta paulina de la alegría. 

En II Tes., sin embargo, más que elogios a las virtudes teologales de los tesalonicenses (sólo los encontramos al comienzo, en II Tes. 1, 3-4), el tono es como más sombrío y parece apuntar a un ambiente de renovada persecución contra la comunidad. Persecución que, si en I Tes., sólo brota puntualmente a causa de los judíos (“también vosotros habéis sufrido de los judíos” I Tes. 2,14), en II Tes. parece tener un más amplio espectro: “vosotros que sois afligidos”. Y anunciará que cuando retorne el Señor “tomará venganza de aquellos que no reconocen a Dios y de los que no obedecen el Evangelio” (II Tes. 1,8).

Por otro lado, si en I Tes. encontramos elogios y exhortaciones a la comunidad, esta segunda carta tiene un carácter más crítico por el hecho de que, como dijimos, algunos se negaban a trabajar con la excusa de la inminente segunda venida de Nuestro Señor. “Viven desordenadamente sin trabajar, mezclándose indiscretamente en asuntos ajenos” (II Tes. 3,11). Aparte de ello, lo más relevante es que aquí San Pablo parece corregir la primera carta, que apuntaba la cercanía de esa venida, pues el mismo Apóstol presupone en I Tes. 4,15 que aún estará vivo cuando acontezca. Y anunciará dos eventos futuros, pero que precederán a la parusía: la apostasía y la venida del “Anomos”, del Anticristo.  Los versículos donde explicará la acción del Anticristo, sobre todo su capacidad para simular prodigios que seduzcan y engañen a las gentes, adoptan el estilo de la literatura apocalíptica judía, usado por el Señor (II Tes. 2, 9-12-Mt. 24,11).

En definitiva, la parusía no será inminente y por lo tanto “quien no trabaje, que no coma”. Y de modo parecido al caso del incestuoso de 1 Cor. 5, San Pablo usará su autoridad, pues "si alguno no obedece la orden que damos en esta carta, a éste señalado, para no tratar con él a fin de que se avergüence, pero no lo consideréis enemigo sino amonestadle como hermano" (II Tes. 14-15).

Hay que destacar asimismo en II Tes. 3,15 la referencia a “tradiciones que aprendisteis por vuestra enseñanza oral o por nuestra carta”, prueba de que, junto a los documentos escritos que formarían el Canon del Nuevo Testamento, existía también una Tradición Oral.

3º.- Finalmente, en cuanto a la CONCLUSIÓN y SALUDO FINAL, en ambas cartas se incide en la paz, pero con un diferente matiz, vinculado precisamente a la inminencia o no de la Segunda Venida del Señor: en I Tes. el Apóstol parece tener la convicción de ella pues pide que (la paz) “os santifique en modo perfecto, y todo vuestro espíritu, cuerpo y alma se conserve irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo(I Tes. 5,23). Sin embargo, al mencionar la paz al final de II. Tes. 3, 16-18), no menciona para nada la parusía, pues como ya apuntó anteriormente “el día del Señor (no) será inminente” (II Tes. 2,2). Curiosamente, en esta segunda carta a los Tesalonicenses, que muchos estudiosos hoy consideran seudoepigráfica, concluye afirmando rotundamente que el saludo final “es de mi mano; esa es la señal que distingue mis cartas” (II Tes. 3,17).

III

Los críticos, como ya dijimos, se encuentran hoy divididos en cuanto a la autoría de San Pablo. Los argumentos más poderosos para negar hoy la autenticidad paulina de II Tes. radican en la cercanía que se pretende entre ambas cartas, sus parecidos formales pero a la vez su diferente visión de un evento –la segunda venida del Señor- que la comunidad primitiva es seguro que creía como muy próxima. Como señala Antonio Piñero “Si este breve escrito (II Tes.) procede de la pluma de Pablo tendría el interés de permitirnos observar cómo el gran apóstol se corrige a sí mismo en un punto importante de doctrina y en un lapso breve de tiempo. Pero si la carta no es auténticamente paulina sino escrita por un discípulo, su lectura nos permite formarnos una mejor idea de un cambio en la perspectiva sobre el fin del mundo ocurrido en la Iglesia una generación después de la muerte de Pablo”. 

Lo segundo parece, para muchos, más lógico, y explicaría el hecho de que la Iglesia progresivamente deje de poner el acento en la escatología (advenimiento inminente del Señor y de los últimos tiempos) y se vaya incidiendo más en la soteriología (salvación operada ya aquí, sin perjuicio de que sea consumada en el mundo futuro cuando vuelva el Señor)

Parece ser que San Pablo sí creyó, al menos durante una época, en la inminente venida del Señor: tenemos, aparte de I Tes. 4,15, la misma referencia a la transformación de los vivos -entre los que se incluye el propio San Pablo-, junto a la resurrección de los muertos en 1 Cor. 15, 51-52. Y también lo creyó toda la Iglesia: (St.5,9), (1 Ped. 4,7) o incluso (Hb. 10, 37). De hecho, la carta seudoepigráfica de II Ped. pretende ofrecer una explicación por ese retraso (II Ped. 3, 1-13), frente a los que se reían de los cristianos a causa de esa tardanza, nihil novum sub solem. Ello prueba, primero, la antigüedad de esa creencia y, segundo, cómo fue matizándose a medida que moría la generación de los que conocieron al Señor. Ese es el contexto en el que parece incardinarse II Tes., finales del siglo I. Como señala W.R.F Browning “La escatología de II Tes. 2 insta a los destinatarios a estar atentos a los signos del fin, mientras que 1 Tes. 5, 4-5 les avisa que el final vendrá de manera inesperada”. 

Pero existen otras hipótesis. Autores como Harnack consideran que ambas cartas fueron escritas al mismo tiempo; la primera para los paganos convertidos y la segunda para los judeocristianos. Dibelius, por su parte, cree que la primera carta tenía un carácter privado (dirigida al jefe de la comunidad local), y la segunda un carácter público (para la comunidad). Y César Vidal, en su obra “Pablo, el judío de Tarso”, defiende la autoría paulina de ambas, pero estima que II Tes. fue escrita con anterioridad a I Tes.: “Los argumentos para pensar que la denominada segunda se escribió antes que la primera arrancan de su propio contenido. De hecho, en la segunda se menciona a los creyentes como sometidos a persecución (II Tes. 1, 4 y ss), una circunstancia que en la primera carta es citada como algo del pasado (1 Tes. 1,6, 2,14)” (pág. 200).

En cualquier caso, es indiscutible que también hay fuertes argumentos para defender la autenticidad paulina. Ernest Best señala que “Si sólo tuviéramos II Tes. pocos eruditos dudarían que San Pablo la escribió, pero cuando se pone junto a I Tes. entonces aparecen las dudas”. 

Lo cierto es que, como otros autores han destacado, es difícil entender que una Iglesia, que ya tuviera una Carta del Apóstol, fuese aceptar sin discusión una falsa dirigida a ellos, redactada décadas más tarde y tan diferente en cuanto a contenido. Hay que recordar que, al igual que en la netamente paulina Gálatas (Gal. 6,11), Pablo destaca aquí su firma (Metzger). Y señalan los exégetas que en las epístolas mayores de San Pablo se encuentra más del 80%-90% del vocabulario de I y II Tes. Aparte de ello, II Tes. se cita en el  Canon de Marción y en el Fragmento Muratori, y es mencionada por Ireneo, Policarpo y Justino Mártir. (siglo II). La Tradición la he tenido como indiscutiblemente paulina.

Todo ello nos lleva a atribuir, en principio, la autoría a San Pablo, hasta que haya otros argumentos más fuertes que avalen su naturaleza seudoepigrafica. Como señalan A, Robert y A. Feuillet en su “Introducción a la Biblia. Tomo II”: “A pesar de las dificultades suscitadas contra la autenticidad de II Tes., podemos, sin contravenir las reglas de la crítica, seguir  sosteniendo que las dos epístolas fueron dirigidas a la misma comunidad de los Tesalonicenses y hacia la misma época, 52 o 53, en el orden que las conocemos y por el mismo autor, que es San Pablo. Es el parecer de la mayoría de los autores”.

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Para finalizar, hay que decir que ambas cartas, sean o no paulinas, nos recuerdan a los cristianos verdades fundamentales de nuestra fe. Por mucho que el Señor retrase su vuelta, y se sigan reiterando las burlas de los paganos del tiempo de II Ped. (hoy sobre todo por internet), ésta se producirá algún día de manera sorpresiva, "como un ladrón" (I Tes. 5,1). Y si nosotros estamos atentos a los "signos de los tiempos" (Mt. 16,2), podemos rastrear en el nuestro algunas pistas, indicadas en II Tes., que sugieren su proximidad: una apostasía que se extiende sin freno, unida al espíritu del "anomos" (hombre sin ley). Vivimos en un tiempo marcado por las fábulas que han desterrado a la sana doctrina (2 Tim. 4,5) y por una desvalorización radical de la ley divina y natural, que deja de ser una recta ordenación de la razón para transmutarse en ideología perversa y en sensiblería tóxica. Retirados ya los obstáculos -el misterioso katejon, identificado como intuyeron muchos Padres de la Iglesia con un justo orden legal/racional, hoy desplazado-, no es descabellado pensar que pronto se encarnará ese maléfico espíritu. Y entonces el mundo pondrá la alfombra roja al "hombre de perdición" en carne y hueso, al Anticristo. 

Es verdad que desde la primera generación cristiana se han vinculado hombres perversos con el anticristo y en circunstancias más dramáticas que las que hoy vivimos  (Nerón, Diocleciano, Mahoma, Napoleón...). Muchos creyeron entonces en la inminente venida del Señor... pero Él no vino "porque aún no ha llegado su hora" (Jn. 2,4-7,30). 

Sin embargo, Dios es fiel a sus promesas; es siempre veraz y leal (II Tim. 2,13-Ap. 19,11), y sólo por eso los cristianos acertaremos algún día. ¿Seremos nosotros? ¿Contemplaremos cómo el actual estado de cosas culminará en "la gran tribulación, como no la ha habido desde el principio del mundo, ni la habrá" (Mt. 24,21)? ¿Ha llegado el tiempo de la siega (Ap. 14,15)? Terrible panorama, pero únicamente si esa gran tribulación adviene sabremos que "está cerca nuestra liberación" (Lc. 21,28). Sólo entonces miraremos fijos al cielo, abriremos nuestros brazos y exclamaremos con fe, con esperanza y con caridad: "¡El Señor viene con todos sus santos! "(Mt. 25,31, Jd. 14). 

Quizás sea hora, por lo tanto, de volver a pensar y sobre todo sentir como la primera generación cristiana de Tesalonica. Ahora bien, mientras tales eventos no ocurran, velar y orar como nos exigió el Señor (Mc. 13,33). Pero igualmente nunca olvidarnos del tirón de orejas que dio el Apóstol a esa comunidad y que sigue resonando generación tras generación:  "El que no trabaje, no coma".

viernes, 3 de enero de 2025

Aunque no hubiera Cielo, yo te amara.



I

Llama la atención el hecho de que durante mil años -desde Moisés hasta los Macabeos- el Pueblo Elegido por Dios no creyó en la vida eterna. Los judíos se adherían apasionada y fanáticamente a un solo Dios que únicamente les prometía -y con condiciones- una existencia relativamente feliz en "su tierra". Pero en el momento de la muerte un destino tenebroso se cernía sobre ellos, independientemente de si habían sido buenos o malos; se abocaban todos a un desierto de sombras donde probablemente estuvieran en un estado de inconsciencia, sin esperanza en cualquier caso de revocarse aquella triste situación. Curiosamente, semejante cosmovisión tenían también los paganos, pues Homero en el siglo VIII A.C. hizo exclamar al alma del antaño colérico Aquiles en el Hades que: "preferiría ser labrador y servir a otro, a un hombre indigente que tenga poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos" (Odisea, Rapsodia XI). 

Sin embargo, pese a tratarse de una religión centrada sólo y exclusivamente en la promesa de posesión de un país, no sólo sobrevivió a las calamidades sucesivas que destrozaron esa esperanza, sino que incluso llegó a extenderse a todas las naciones por Cristo, cumpliéndose rigurosamente lo que anunciaron sus profetas. Un verdadero milagro histórico, explícitamente pre-anunciado en el Antiguo Testamento, y que sólo los que tienen los ojos opacados por prejuicios materialistas son incapaces de captar. 

Para muchos, que miran con displicencia los caminos providenciales de Dios y la progresividad de su Revelación, la aceptación tardía por la religión judía de una vida más allá de la muerte, tiene una explicación naturalista. Algunos mencionan la influencia de una religión con la que los judíos acabarían conviviendo durante la época persa durante los siglos V y IV A.C., la zoroastrista (que sí creía al parecer en la inmortalidad del alma). Así lo afirma rotundamente Juan B. Bergúa en su introducción al "Avesta" (Clásicos Bergúa, 1992). Pero como señala N.T. Wright en su monumental estudio "La resurrección del Hijo de Dios" (Verbo Divino 2008):

"la noción fundamental de la resurrección, que surgió en torno a la época del exilio y volvió a ser puesta de relieve en el siglo II a.C., estribaba en la condición de Israel como único pueblo elegido del único dios creador. Expresar esto tomando prestada una idea clave del mismo pueblo que estaba provocando el problema (...) no hace justicia al proceso mucho más sutil de reflexión devoción y visión que al parecer tuvo lugar" (pág. 173-174). 

Como yo sí creo en la mano providente de Dios, pienso que su invisible influjo llevó a los sabios y profetas del Israel postexílico a cuestionar los viejos y tradicionales esquemas sapienciales que se resumían en la sencilla fórmula: sabiduría y/o cumplimiento escrupuloso de la ley = existencia feliz y colmada por todo tipo de bienes (sólo aquí, en su tierra). En efecto, Dios les hizo comprender que, desde el examen objetivo de su historia, ese modelo hacía aguas por todos los lados, e inspiró a dos portentosos escritores -el autor del libro de Job, y Qoelet- para que lo impugnasen. Y de este modo se fuese abriendo paso la reflexión sobre una vida plena post mortem.  Si la existencia humana, aún comportándonos con justicia y sabiduría, podía convertirse en un valle de lágrimas, el Dios providente debía compensar ese desafuero. 

En efecto, llegó un momento en que los judíos no podían seguir repitiendo cansinamente que han sido los pecados del pueblo los que han traído las desgracias (vgr. Dt. 28, 15-68; Lm. 1,18...), porque, aunque asumían que en general ese esquema era cierto, después de continuos reveses nacionales se percataron de que:

"Pues yo tenía entendido que les va bien a los hombres temerosos de Dios, a aquellos que ante su rostro temen, y que no les va bien al malvado, ni alargará sus días como sombra el que no teme ante el rostro de Dios. Pues bien, un absurdo se da en la tierra: Hay justos a quien sucede cual corresponde a las obras de los malos, y malos a quienes suceden cual corresponde a las obras de los buenos. Digo que éste es otro absurdo" (Qo. 8, 12-14).

Por descontado, Qoelet -de acuerdo a la tradición judía- no cree en Cielos ni infiernos tras la muerte:

"De hecho nadie sabe lo que lo que es mejor para el hombre durante los contados días de esta vana ilusión que es su vida. Sus días pasarán como sombra, ¿y quién podrá decirle lo que sucederá después de él bajo el sol? (Qo. 6, 12)

El Libro de Job, escrito probablemente un siglo antes que el Qoelet, nos presenta en una estremecedora narración ese mismo punto de vista; la vida virtuosa no garantiza la felicidad en la tierra ni tampoco abre la puerta a una vida mejor de ultratumba. La muerte no diferencia entre justos e injustos, lo devora todo:

"Hay quien muere en pleno vigor,

en el colmo de la dicha y de la paz,

repletos de grasa sus ijares,

bien empapado el meollo de sus huesos.

Y hay quien muere, la amargura en el alma,

sin haber gustado la ventura.

Juntos luego se acuestan en el polvo

y los gusanos los recubren"

                            (Job. 21, 23-26). 

Incluso antes del exilio babilónico, encontramos a Jeremías quien, pese a seguir escrupulosamente el esquema pecado-castigo para explicar por qué Babilonia arrasará muy pronto Jerusalén (Jer. 10,22), al mirarse hecho unos zorros y rechazado a causa de su fidelidad a la vocación profética, preguntará a Dios:

"¿Por qué le va bien a los malvados?

¿Por qué viven tranquilos los traidores?

                            (Jer. 12, 1).

En definitiva, la vida no recompensa siempre al bueno (más bien parece que es al revés); la muerte iguala a todos, y fuera de éstas coordenadas espacio temporales no hay otros mundos. De tal modo que:

"el polvo volverá a la tierra y el espíritu -entendido como mero aliento genérico de vida, no como alma inmortal- volverá a Dios, que es quien lo dio". "Vanidad de vanidades, todo vanidad" (Qo. 12, 7-8). 

II

Todo ese planteamiento, entre escéptico y existencialista, cambia partir del siglo II A.C., teniendo mucho que ver con la crisis que motivó la revuelta de los Macabeos. La creencia en la resurrección final se va introduciendo en la religión judía. La vigorosa defensa de un futuro juicio y una sentencia de castigo o premio que despliegan los siete hermanos ante las torturas ordenadas por Antíoco IV, abre de par en par esa puerta que Dios quiso que se estuviese cerrada hasta poco antes de la venida de su Hijo al mundo.

"Tú, criminal, nos quitas la vida presente. Pero el Rey del mundo nos resucitará a la vida eterna, a nosotros que morimos por sus leyes" (2 Mac. 7,9).

Y además, según la mayoría de biblistas, por esas fechas se redactará el Libro de Daniel, el cual afirmará: 

"Muchos de los que duermen 

en la tumba despertarán:

unos para vivir eternamente

y otros para la vergüenza

y el horror eternos" 

                               (Dn. 12,2),

El Libro de la Sabiduría, último escrito cronológico del A.T., llegará más lejos y asociará directamente la increencia en la resurrección con la impiedad:

"Razonando equivocadamente se han dicho:

Corta y triste es nuestra vida;

la muerte del hombre es inevitable 

y no se sabe de nadie que haya vuelto de la tumba.

Nacimos casualmente y luego pasaremos

 como si no hubiésemos existido,

pues nuestro aliento es como el humo,

y el pensamiento como una chispa

alimentada con el latido del corazón.

Cuando está chispa se apague

el cuerpo se va convertirá en ceniza

y el espíritu se desvanecerá como aire ligero".

(...)

Así piensan los malos, pero se equivocan;

su propia maldad los ha hecho ciegos.

No entienden los planes secretos de Dios

ni esperan que una vida santa tenga recompensa;

no creen que los inocentes recibirán su premio.

En verdad, Dios hizo al hombre para que no muriese,

y lo hizo a imagen de su propio ser;

sin embargo, por la envidia del diablo

entró la muerte en el mundo

y la sufren los que del diablo son"

              (Sab. 2, 1-3, 21-24).  

Y esta teología, que será la propia de los fariseos, pasará por Cristo al Nuevo Testamento y desde entonces la convicción en la resurrección final de la carne será doctrina central de la fe cristiana, de nuestra fe. No de la judía, pues los saduceos la negaban y se intentaron burlar de ella cuando le expusieron a Jesús el caso de los siete hermanos casados sucesivamente con una viuda (Mt. 22, 23-33).

III

"Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe. En este caso también están perdidos los que murieron creyendo en Cristo. Si nuestra esperanza en Cristo solamente se refiere a esta vida somos los más desgraciados de los hombres. Pero lo cierto es que Cristo ha resucitado" (1 Cor. 15, 17-20).

La franqueza de San Pablo es conmovedora. El Apóstol ha comprobado en sus propias  carnes -como antaño Jeremías o Job- las desgracias que le sobrevienen al justo, es decir, al que sigue incondicionalmente a Cristo.

"todo lo he dejado a un lado y lo considero basura por conocer a Cristo, por amor del cual lo he perdido todo" (Fil. 2,8). 

La opción cristiana, como vemos, tiene un coste muy elevado: ser perseguido (2 Tim. 3,12), sufrir indeciblemente (2 Cor. 11, 23-33), hasta perderlo todo. Pero perder todo para ganar Todo. "Morir para estar con Cristo, que es lo mejor" (Fil. 1,23); una nueva vida con Cristo donde

"no habrá muerte, ni jamás duelo, ni clamor, ni dolor porque todo lo que antes existía ha dejado de existir" (Ap. 21,4).

Pero no sólo en el más allá, pues el mismo Señor nos dice en algunos pasajes (Mt. 19,28-30, Lc. 18, 28-30 o Mc. 10, 28-31) que ya en esta vida -aparte de la inevitable persecución-, la fe en Él nos reportará:

"el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos, y campos" (Mc. 10,30). 

Es obvio que aquí Jesús no se refiere a riqueza material pues "¡qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! (Lc. 18,24), dado que los ricos aquí "ya han recibido su recompensa" (Lc. 6,24). El Señor alude a la red de solidaridad que irán confeccionando los cristianos comprometidos con la construcción del Reino de Dios, una verdadera comunión de santos en la tierra con evidentes repercusiones en el orden material, de tal modo que:

"la muchedumbre de los que habían abrazado la fe tenía un único corazón y alma, y ninguno decía que era propio suyo algo de sus bienes, sino que lo tenía todo en común" (Hch. 4,32).

Aun así, esa alegría actual del cristiano -bien conocida por los que abrazan la fe desde la increencia o el indiferentismo- existe en buena medida porque está anclada a una fe y a una esperanza más allá de las coordenadas mundanas, como una mujer grávida a punto de dar a luz (en feliz comparación que usan tanto el Señor como San Pablo (Jn. 16,21, Rm. 8,23). Sufre, pero a la vez espera. Es decir, parece decírsenos que si no existiera esa convicción, la vida cristiana sería tan trágica como un embarazo malogrado; seríamos "los más desgraciados de los hombres" (1 Cor. 15,19), y "si es verdad que los muertos no resucitan, entonces, como algunos dicen , "¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!" (1 Cor.15,32). La alegría de la fe sería una vanidad más, que sumaríamos a las narradas por Qoelet

Ahora bien, ¿realmente es así? ¿De verdad necesitamos tener la seguridad de una vida futura más allá de la muerte, para poder agradecer a Dios el hecho de que estamos vivos, de que su misericordia nos ha hecho conocer a su Hijo, el cual nos ha redimido -de momento aquí y ahora-, con una muerte de cruz? Conociendo lo que Cristo nos ha enseñado y ha hecho por nosotros, ¿realmente nuestra gratitud, expresada en una serena acción de gracias día a día, puede condicionarse y depender de si nos dará una eternidad feliz, hasta el punto de que, en caso contrario, lo tiremos todo por la borda? ¡Comamos y bebamos!

Conste que no estoy discutiendo la munificencia de Dios. Sé que nos regalará, aparte de la actual paz del corazón y los demás bienes terrenos que ya he descrito: "cien veces más y la vida eterna" (Mt. 19,29), pues "ni el ojo vio, ni el oído escuchó ni nadie pudo pensar lo que Dios tiene preparado para los que le aman" (1 Cor. 2,9). Estoy absolutamente convencido, pues para eso mismo resucitó Jesucristo, para hacernos partícipes de su gloria y divinidad por siempre (2 Ped. 1,4), hasta el punto que "los santos juzgarán al mundo" (1 Cor. 6,2). Y, por descontado, como cristiano, sé que los pasajes paulinos citados no pueden entenderse como si tuviésemos derecho a exigir el don de la eternidad junto a Él, dado que como aclara el Apóstol "por gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto es don de Dios" (Ef. 2,8).  

Lo que quiero poner de relieve -y vuelvo al inicio de este artículo- es que la intensidad de la fe de los israelitas, al igual que la de Abraham fue "contra toda esperanza"  (Rm. 4,18). Se aferraban al Dios verdadero (aunque no se les prometiera el Cielo), y seguían haciéndolo incluso tras la destrucción del Reino del Norte por Asiria y de Judá por los Babilonios (habiendo perdido hasta la tierra, el fruto granado de la promesa). Preservaron su fe a pesar de la devastadora lógica histórica y con el único fin -ahora lo comprendemos, aunque ellos lo desconocían-  de que el mundo entero conociera a Cristo. La historia del pueblo judío debía haber sido cancelada como la de los filisteos, los amorreos, los idumeos o los moabitas (naciones pequeñas y fronterizas con Israel), que fueron devoradas por los grandes imperios de alrededor. Todas ellas fueron aniquiladas salvo Israel, que sobrevivió... y ahí sigue. Es un verdadero milagro, constatado y probado en la Biblia. Sobrevivió para que nosotros renaciésemos en Cristo. Sólo para eso. 

En definitiva, si Israel permaneció fue por su fe. La misma fe, carente de esperanza, que llevó a Job -quien tampoco creía en vidas de ultratumba- a exclamar que "aunque Dios le quitase la vida, en Él seguiría confiando" (Job. 13,15). La misma fe que el cristiano debe tener en Dios -que es el mismo de la nación judía-, sencillamente porque ÉL es quién ES, y porque sabemos que "aunque dejemos de ser fieles, Él sigue siendo fiel porque no puede negarse a sí mismo" (2 Tim. 2,13).  Por eso, miramos al crucificado -que es Dios- y no podemos pedir nada. ¿Vida eterna para nosotros, si te vemos morir en una cruz? No, sólo cabe exclamar como aquel poeta desconocido del Siglo de Oro:

"Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera

que aunque no hubiera Cielo yo te amara

y aunque no hubiera infierno te temiera.  

No me tienes que dar porque te quiera,

pues aunque lo que espero no esperara

lo mismo que te quiero te quisiera".