viernes, 19 de diciembre de 2025

El ábside de la Basílica de Aránzazu: la luz que luce en las tinieblas.


(Trabajo presentado en la Facultad de Teología San Isidoro de Sevilla, Bachillerato de Ciencias Religiosas, tercer curso, en el Seminario sobre el Arte Cristiano)

(Al final, incluyo vídeo presentación).




Ábside, Retablo y Altar Mayor de la Basílica de Aránzazu, obra cumbre de Lucio Muñoz (1962), calificada por algunos como la “Capilla Sixtina del siglo XX".


 

Para Aránzazu, nacida un 9 de septiembre; en el veinticinco aniversario de nuestra boda en la Basílica. Para Natividad, su madre, nacida un 24 de diciembre, y Ana Isabel, Miguel y Pablo, mis hijos.

Y para Andoni, Rocío, Miriam, Javier, David, María José, Alan, Fernando, Esther, Karmele, Ander, Xabi, Naiara, Federico, Juli, Susana, Ibon, Elena, Roberto y Mireia. 

Y en recuerdo de Guadalupe, Antonio y Mertxe.

Guztioi-bihotzez.

¿No es acaso la gran lección de la historia del arte que las obras valiosas responden siempre a su momento histórico? En los últimos tiempos el templo cristiano había perdido su unidad orgánica como resultado del divorcio entre las artes y la arquitectura. En Aránzazu nos hemos planteado el restablecimiento de ese fundamental equilibrio que conduce a la creación de un solo espacio religioso, sin lugares secundarios para imágenes y pinturas desmontables y alterables por su falsa condición demasiado numerosa e independiente. Nuestro lenguaje plástico es actual, ¿cómo concebirlo de otro modo? Nuestra voz pertenece a la época, no la robamos a nuestros antepasados, más bien nos urge proyectarla hacia el mañana. Nuestra mejor manera de respetar la tradición es renovándola, que es continuarla. Usted nos entenderá perfectamente”.

            Carta colectiva de Néstor Basterrechea, Carlos Pascual Lara y Jorge Oteiza al franciscano P. Madariaga, tras la decisión del Obispo de San Sebastián de suspender, en 1954, los trabajos de decoración de la Basílica de Aránzazu.

 

Hura han goian,                                        Él allá arriba,

Arantzazu deritzan                                  en aquella cumbre,

gailur haretan,                                          en aquel paraíso

Paradisu horetan.                                     que se llama Aránzazu.

                       (Gabriel Aresti. Harri eta herri)

 

Estoy plenamente convencido de que mi obra será entrañablemente sentida por las multitudes que acudan al Santuario, y ésta me parece la mejor manera de entender una obra de arte. Por otra parte, mi obra es más para ser sentida que entendida: no hay nada en ella, ni esteticismos ni jeroglíficos de ninguna clase. Nadie se preguntará qué quiere decir mi obra, como nadie se pregunta qué quiere decir el paisaje de Aránzazu o el color de sus montañas”

            (Carta de Lucio Muñoz, autor del mural del Ábside de la Basílica, al franciscano P. Pedro Anasagasti) (1962).

 

Era la luz que luce en las tinieblas…

                                                    (Jn. 1,5).


Fachada principal de la Basílica de Aránzazu, Oñate (Guipúzcoa) (1950-1955).

I

UNA BASILICA EN LA TORMENTA.-

Los historiadores cuentan que la construcción de la actual Basílica de Nuestra Señora de Aránzazu durante la década de los 50 del siglo pasado, superó dos importantes y dificultosos retos: el primero, de naturaleza estrictamente arquitectónica y técnica, era la dificultad operativa de erigir el templo sobre los restos de la antigua edificación, que estaba situada al borde de un acantilado.

El segundo presentaba, si cabe, mayor dificultad y podía ser insalvable –no como el anterior-, porque no dependía del esfuerzo y el ingenio humanos, sino de la voluntad decisoria de quienes miraban con recelos cierto arte moderno, los cuales obligaron a detener durante un tiempo las obras de exorno de los numerosos artistas que allí trabajaron.

En efecto, es bien conocido que, tras la prohibición cautelar del obispado de San Sebastián en 1954, la romana Pontificia Comisión de Arte Sacro (P.C.A.S.), un año después, desautorizó los trabajos de pintura y escultura que estaban en marcha tras la erección del santuario. También cargó contra la propia edificación, obra de los jóvenes arquitectos Francisco J. Sáenz de Oiza y Luis Laorga, pues les parecía más “una fortaleza que una iglesia” y no gustaron las torres con cientos de puntas, evocando espinas en referencia a la advocación de la Virgen. “Arantzan-zu”, significa “¡vos en el espino!”, y fue la exclamación con la que el pastor Rodrigo de Balzátegui se refirió a esa imagen al descubrirla, en el año del Señor de 1468, en la sierra de Aizkorri, en una Guipúzcoa desgarrada por las guerras banderizas. Reposaba sobre una zarza y junto a una esquila. Poco después del hallazgo, cesaron las contiendas.

A pesar del devastador informe de la P.C.A.S. no se obligó a rectificar lo proyectado por los arquitectos porque ese impresionante elemento pétreo que es el Santuario ya estaba ejecutado (la basílica se construyó entre 1950 y 1955), y los problemas derivados de su eliminación serían inmensos. En cualquier caso, las críticas de Roma al trabajo de ornamentación fueron demoledoras.

El capricho de la invención, el abuso de los esquemas extraídos de las más académicas teorías cubistas y surrealistas, el fingido barbarismo, la voluntad de chocar y desconcertar (…) cuya única expresión es la insistencia poco menos que violenta de algo grotesco, entre espectral y macabro, que mal se compaginan con la gracia de María Santísima”.

Y añade el informe: “Esa retórica modernista, imbuida de falso medioevo, no responde en modo alguno a la insuperable necesidad de relatar cosas sagradas con sencillez y que hablen por sí mismas a los peregrinos devotos, los cuales quedarían más turbados que persuadidos, más distraídos que recogidos en la pura contemplación”.

He subrayado la palabra maldita (al menos hasta el Concilio Vaticano II). Porque es de señalar que, entre los reproches que se vertieron hacia estos trabajos, se incluía una verdadera carga de profundidad doctrinal, al calificarlos de “modernistas” con todo lo que ello implicaba en tiempos de Pío XII (San Pío X había calificado al modernismo en la Encíclica Pascendi (1907) como “la síntesis de todas las herejías”).

Pero, además, insinúa el documento tanto la incompetencia como la poca unción religiosa de los artistas:

Estos muros de prisión y fortaleza (sic), esos clavos de cofre antiguo, estas intencionadas deformaciones no son, en último término, sino estériles esfuerzos seudointelectuales para encubrir una absoluta carencia de auténtica fantasía y operante fe”.

El informe, además, mencionaba expresamente la Encíclica de Pío XII, “Mediator Dei(20 de noviembre de 1947), la cual, ciertamente consideraba “absolutamente necesario dar libre campo al arte moderno” pero siempre buscando un sano equilibrio entre “excesivo realismo y el exagerado simbolismo”.

Sin embargo, deploraba y reprobaba:

las imágenes y formas introducidas recientemente por algunos que parecen ser depravaciones y deformaciones del verdadero arte, y que a veces repugnan al decoro, a la modestia y a la piedad cristiana y ofenden lamentablemente al genuino sentimiento religioso: las tales se deben mantener absolutamente alejadas y excluidas de las iglesias”.

En definitiva, ese informe de la P.C.A.S. fechado en Roma el día 6 de junio 1955, se remitió al Obispo de San Sebastián, Excmo. Jaime Font i Andreu, con una carta donde: 

No se discuten las buenas intenciones de los proyectistas, pero se concluye que han sufrido extravío por la corriente modernista que no tiene en cuenta alguna de los preceptos de la Santa Iglesia en materia de Arte Sagrado”.


Puertas de Eduardo Chillida 

Vidrieras de Javier Álvarez de Eulate (1954-1955).


Apostolado de la Basílica de Aránzazu, en las cunetas de acceso al santuario, 1955-1969, hasta su definitiva colocación en el templo.

Pese a todo, y merced a los nuevos criterios eclesiásticos, artísticos, pastorales y litúrgicos implementados tras el Concilio Vaticano II (1962-1965), los artistas pudieron concluir sus obras. Si entre 1954 y 1955, Eduardo Chillida había realizado las ferrosas puertas de la Basílica, y Javier Álvarez de Eulate sus vidrieras,  los restantes trabajos no se finiquitaron hasta los años 80. En 1979 el franciscano Xabier de Egaña pintó el camarín de la Virgen, de estilo cubista y donde se incluían desnudos. Y en 1984, Néstor Basterrechea culminó las pinturas de la cripta del Santuario, incidiendo en la creación y la evolución del hombre desde la mitología al cristianismo, y en la perspectiva de la humanidad tras la resurrección de Cristo, con un estilo abstracto y fuerte colorido. 

Para el recuerdo quedan las monumentales estatuas de los apóstoles desventrados del indomable Jorge Oteiza, desparramadas en las cunetas de los accesos al santuario, esperando pacientes la ocasión para ocupar su destino para la posteridad en el frontispicio de la sobria fachada de la Basílica, lo que no sucedió hasta el año 1969.   

 

14 apóstoles situados definitivamente sobre la entrada de la Basílica en 1969.




Pinturas cubistas del Camarín de la Virgen: la Crucifixión y la Creación del hombre y de la mujer, obras de Xabier de Egaña (1978-1979)



La Piedad, obra de Jorge Oteiza.


Cripta de la Basílica: Mural de Cristo Resucitado y de los estigmas de San Francisco de Asís, obras de Néstor Basterrechea (1984).

Llegado a este punto y teniendo en cuenta los precedentes polémicos ya indicados, es llamativo que una de las obras fundamentales del Santuario y la más directamente ligada a la contemplación de los fieles, como es el ábside donde se situaría el Sagrario y la Andra Mari, fuese realizada sin sobresalto alguno y en un plazo récord de tres meses y medio (desde mediados de julio hasta fines de octubre de 1962, escasos días después del comienzo del Concilio, el día 11 de octubre). 

Algo milagroso, teniendo en cuenta la envergadura del proyecto. Y lo más importante: a diferencia de las controversias acaecidas con los trabajos de los restantes artistas, la práctica unanimidad de expertos y fieles elogiaron la propuesta de Lucio Muñoz, su autor. Ayer y hoy. Su obra fue y es una luz que brilla en la tiniebla.

Sin embargo, no fue este creador la primera opción. El inicialmente contratado para efectuar dicha obra fue Carlos Pascual de Lara, madrileño como Lucio Muñoz, quien en 1952 había ganado ex aequo con Néstor Basterrechea el concurso para la decoración de la Basílica. El proyecto de Lara, examinando sus bocetos, se caracterizaba por la profusión de figuras, con lo que el resultado final quizás hubiera quedado excesivamente barroco, denso, recargado y... cargante. En cualquier caso, el varapalo del dictamen de Roma de 1955 dejó en vía muerta esta obra y, además, el joven artista moriría poco después de un derrame cerebral, en 1958, con treinta y seis años. Aunque Néstor Basterrechea se postuló para continuar la obra (a lo que tenía pleno derecho), se decidió -a mi juicio con acierto y prudencia- convocar un nuevo concurso que superase los recelos del obispo de San Sebastián (y de Roma) con los artistas de la Basílica. Ese concurso lo ganó Lucio Muñoz, de entre 104 candidatos inscritos y 42 proyectos. 

Basterrechea, sintiéndose puenteado, ni se presentó.  Su enfado era mayúsculo porque además, tras los dictámenes de Roma y San Sebastián, alguien había accedido a la Cripta y le había borrado de la pared "con agua y jabón" sus dibujos. Se le compensaría años después, en 1984, permitiéndole concluir su obra pictórica, no exenta de polémica como luego veremos.



                                Boceto del Ábside que iba a realizar Carlos Pascual Lara.



Boceto de Néstor Basterrechea sobre la Cripta, cuyos primeros trabajos in situ fueron borrados furtivamente tras el dictamen de Roma contra la decoración de la Basílica.



                        Andamios colocados para la ejecución de la obra de Lucio Muñoz.

Lucio Muñoz (1929-1998) trabajó sobre una superficie de 600 metros cuadrados, y empleó 65 metros cúbicos de maderas nobles, y sabemos que él quedó sumamente feliz con el resultado. Comprensible: era consciente de que había realizado como artista la obra maestra de su vida. 

Y -aunque no podía preverlo- de algún modo salvó la fábrica del santuario, pues logró abrazar, dar una explicación última e integrar a todos los elementos heterogéneos y pesimistas, anteriores -¡y también posteriores!- a su trabajo, que no fueron comprendidos ni por la Iglesia ni por casi nadie. Lo veremos a continuación.

II

SOMBRAS Y ESPINOS.-

A lo largo de esta somera relación de hitos acerca del moderno Santuario de Aránzazu, se ha puesto de manifiesto que su construcción, a mediados del siglo XX, se sitúa en el vórtice de un verdadero espíritu revolucionario en el arte religioso del mundo católico, tensionado entre las viejas formas clásicas y unos movimientos vanguardistas, encerrados en diques a punto de desbordarse. 

El Concilio Vaticano II, siguiendo la previsión de la Mediator Dei sobre el nuevo arte, abrió prudentemente algunas de aquellas esclusas para propiciar una entrada pacífica y fructuosa en la Iglesia Católica de los logros del mundo moderno desde el punto de vista de la creación y la imaginación. Dejando de lado las cuestiones teológicas y pastorales, y ciñéndonos al aspecto puramente artístico, lo que parece evidente, a sesenta años de la clausura del Concilio es que, aprovechando aquella generosa apertura, los diques definitivamente han reventado y se ha dado lugar a un “arte” que el pueblo no sólo no comprende sino ante el que muestra su indiferencia, y a veces su rechazo. Y en ocasiones aplaude con  la misma insinceridad y cobardía de aquellos patanes del entremés cervantino de "El retablo de las maravillas".

El arte religioso siempre ha tenido una cuádruple pretensión: la principal, dar gloria a Dios, que es Belleza suma. Luego las demás: acercar al creyente a un misterio tan invisible como real; instruir y evangelizar y, por último, suscitar la emoción, la reverencia y el recogimiento del creyente. Y esos cuatro fines son –como el mismo Jesucristo (Hb. 13,8)- de ayer, de hoy y de siempre. Se comprende la prevención de Roma sobre aquel arte más simbólico que figurativo, como hemos visto en la Mediator Dei, porque la función didáctica del arte religioso es ineludible. Por ello es irónico que hoy se opte por un arte conscientemente deconstruido y se hable de fe adulta, cuando la falta de formación religiosa (y también artística) de muchísimos jóvenes (y no tan jóvenes) es pavorosa; no puede calificarse siquiera como una fe infantil, es menos aún. Es la nada rodeada de emoticonos. Y las propuestas de tantos creadores modernos, por lo general, no ayudan a revertir esa situación: ni glorifican a Dios porque objetivamente son feas o inadecuadas, y ni elevan, ni enseñan ni facilitan el recogimiento del creyente o del que busca a Dios entre las sombras de la duda.

En el caso de nuestro Santuario, mi cariño y fascinación por el mismo desde el primer día que lo contemplé (en el otoño de 1995), no me ciega para no darme cuenta de que, como obra estrictamente religiosa, ha llegado demasiado lejos. Y ello ha repercutido en la unción exigida a un templo mariano. Que ese desequilibrio haya quedado compensado por la belleza arrebatadora del ábside, al lograr dar una explicación integral  y perfecta al conjunto del templo, no hace olvidar lo anterior. Y aquí debo referirme, aunque sea sucintamente, a estos tres grupos de obras polémicas, posteriores al ábside. Concretamente: Frontispicio, Cripta y Camarín.

Sobre el frontispicio. Habría que recordar una vez más la problemática con las estatuas del apostolado de Oteiza, que presiden la entrada del Santuario. Una obra que hoy recibe parabienes universales (yo he llegado a apreciarlas después de un tiempo). Sin embargo, fueron rechazadas por el obispado de San Sebastián y por Roma, y descritas con notoria extravagancia (e imprudencia) por el propio Jorge Oteiza como “animales sagrados abiertos en canal” (esas figuras debían decorar un templo cristiano -no pagano-, y tales salidas de tono no ayudaban). Y, además, estuvieron dejadas de la mano de Dios durante trece años en las cunetas de acceso al Santuario, bajo la indiferencia de transeúntes y peregrinos.  ¿Alguien se imagina las bellísimas esculturas de piedra de las puertas de la Catedral de Sevilla, obra de Mercadante de Bretaña (siglo XV) abandonadas durante una década en las orillas del Guadalquivir?  

El Apostolado quedó en duermevela y a la intemperie durante años, detrás de ese dique del que hablé anteriormente. Pero la presa se rompió con el Concilio, y las olas del nuevo espíritu lo elevaron a su lugar de honor en el frontispicio de la Basílica… Y eso sólo fue el principio. La fuerza inmensa de esa corriente rebelde a la tradición quiso ir más allá y brotaron las pinturas abstractas de la Cripta, obra de Néstor de Basterrechea (1984), y las cubistas del Camarín de la Virgen, ejecutadas por Xabier de Egaña (1979). 

Aquí surgen mis principales objeciones, no sobre la calidad de las obras (no soy crítico de arte), sino por su aptitud para despertar la devoción a la Bienaventurada madre de Dios.

Sobre la Cripta. En mi humilde y no profesional opinión, los murales de Néstor Basterrechea –sin dejar de reconocerle la fuerza de los trazos y el hábil uso del color- dejan una sensación fría e inquietante. Son más propias de un museo de arte moderno por alejadas de la calidez que exige la genuina experiencia religiosa. Con cierta ironía no pretendida, un cartel a la entrada de la Cripta informa que allí, en 1522, un recién convertido Ignacio de Loyola hizo allí una vigilia de acción de gracias por su retorno a la fe, realizando voto de castidad. Es obvio que no tenía delante lo que hoy contemplamos. Sólo existía una humildísima ermita, que acogía la misma dulce imagen de la Andra Mari a la que hoy rezamos. Más que suficiente, sin duda, para elevarle a Dios, del que sabemos por fe que "enaltece a los humildes y humilla a los soberbios " (Prov. 29,23).

De su temible Cristo Resucitado, hoy sabemos que Néstor Basterrechea, quizás algo resentido  por las prohibiciones y censuras del pasado,  deseaba pintarlo de espaldas (como enfadado con la humanidad). Afortunadamente el obispo José María Setién no permitió esa boutade, y Basterrechea acabó representándolo en actitud desafiante y con torva faz. 

Quien visualizase hoy por vez primera esa cripta, jamás la asociaría a un recinto sagrado, jamás. Es triste decirlo, pero gracias a Dios que se excluyó al genial, inconformista y polifacético artista de Bermeo -autor de la excelente película documental Ama Lur- de trabajar el ábside.   

Peligro atómico. Uno de los murales de la Cripta de Aránzazu.

En cuanto al camarín de la Andra Mari, decorado por el exfranciscano Xabier de Egaña, más de lo mismo. Supongo que meritorias en la sala de arte cubista de una pinacoteca, y notoriamente inapropiadas para la capilla privada de una venerada imagen de la Bienaventurada Virgen María. Se incluyen desnudos, fábricas, coches, aviones... Como sentenció  avant la lettre el informe romano de 1955, “mal se compaginan con la gracia de María Santísima”. 

Estoy de acuerdo. 

Camarín de la Virgen. La guerra. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.

III

LA LUZ QUE BRILLA EN LAS TINIEBLAS. LA CAPILLA SIXTINA DE NUESTRO TIEMPO.-

Y, sin embargo, ¿por qué puedo afirmar que todos esos elementos quedan compensados e integrados en la belleza del ábside? Respondo sin reserva alguna: porque ese ábside es la última pieza del puzle, la piedra angular que consigue neutralizar el sinsentido que nos muestra el entorno, el cual parece concebido expresamente para provocar una percepción pesimista y desesperanzada de la existencia humana.

Tras subir varios kilómetros desde Oñate, dejando atrás unos deliciosos valles verdes, caseríos de postal y espectaculares acantilados, ya tenemos delante la Basílica..., y qué es lo que contemplo: un inmenso edificio rectangular, más plaza fuerte que Iglesia, y que a nadie que lo viera por vez primera, en estado de inocencia, se le pasaría por la mente que está ante el más importante santuario mariano de todo el País Vasco. 

Piedras grises, pulimentadas y en puntas por doquier; un Apostolado de catorce figuras vaciadas, que evocan de golpe la desesperación nihilista moderna; una piedad amorfa en lo alto que grita a una nada que nada responde; unas escaleras de acceso del santuario que -en vez de ir hacia arriba, evocando el ascenso al Cielo-, bajan como si nos quisieran confinar en un infierno de rocas inertes y frías, y finalmente unas puertas ferrosas, como forjadas en la fragua de Vulcano, en el Averno. El propio Eduardo Chillida -autor de las puertas- confirmó alguna vez esta percepción.

Sólo falta que estuviera esculpida en el inmenso friso desnudo entre el Apostolado y la Piedad, la terrible inscripción que sitúa Dante en la entrada del Infierno.

"Lasciare ogne speranza, voi chintrare"

Pero atravieso las puertas, y me encuentro con lo inesperado, con algo que sorprende a mis ojos. La oscuridad me rodea por todos los lados, sí, pero al fondo de la nave, como dirigiéndose hacia el cielo contemplamos sólo luz. Dulce y pacífica luz, que no deslumbra. Y, misteriosamente, parece proceder del pequeño rectángulo que, como hornacina, aloja a nuestra bendita madre, casi en el centro del inmenso retablo. 

Y quedo maravillado. Uno podría esperar encontrarse, tras los terribles signos ya narrados antes de penetrar en la basílica, una especie de Juicio Final tremebundo. Algo así como una nueva Capilla Sixtina adaptada al deprimente siglo XX. Con ángeles y demonios, con condenados y salvados; con un Cristo en el centro y con su tierna madre a su diestra, abrumada con la vista de ese terrible Dia de la Ira. Porque de algún modo, todo lo que habíamos vivido hasta cruzar las potentes puertas de Eduardo Chillida hablaba de eso: de una humanidad vacía y sin esperanza, repleta de injusticias, que sólo merecería ser juzgada y condenada en su mayor parte.

Pero no, no nos dimos de bruces con un Dies Irae, ni con un Rex tremendae maiestatis sino con la humildad de una madre y con la luz de la eterna misericordia de Cristo, su Hijo.

Porque aquí -en el retablo de Aránzazu- la historia de la salvación se enfoca de manera radicalmente distinta; en realidad, se expresa del modo más profundamente cristiano. No reconocemos aquí ni uno de los santos de la Sixtina, pues lo que aquí se nos relata tiene mucho menos realismo figurativo que el impresionante mural de Miguel Ángel, pero paradójicamente, encontramos mayor veracidad, mayor autenticidad evangélica. Como no puede ser menos, aquí hay espinas, (un símbolo inequívoco del pecado, del dolor y de la muerte, siempre presente en la condición humana de cualquier época), pero están reducidas debajo de donde se asienta la imagen de María. Junto a ella, a sus lados podríamos imaginar varias figuras postradas (algunos dicen que pastores, otros ángeles...), pero es suficiente entenderlo en abstracto: es la humanidad que busca en la Bienaventurada Virgen María, alcanzar el camino de la luz, el de su Hijo. Con eso basta, porque como dijo Lucio Muñoz, aquí mejor sentir que entender. Sólo podemos comprender la verdad del misterio cristiano si lo sentimos y lo vivimos (Jn.7,17).

Casi en el centro del mural está María. Y parece que de ella brotase un delicado camino luminoso, que despierta en el que lo contempla una suave y deliciosa sensación de paz. En realidad la luz es natural y brota de una discreta apertura en la bóveda sobre el altar y el retablo, pero éste está construido de modo que le da a cada panel de madera la luminosidad oportuna, ayudada por la magistral policromía del conjunto. Ese uso de la pintura es un verdadero milagro de un taumaturgo de la madera. 

La enseñanza teológica inmediata, intuida por corazón del cristiano al admirar la escena, es clara: María me eleva al Cielo, porque me lleva a Cristo, que es "la luz del mundo" (Jn. 8,12). Todo vivido antes queda atrás, pues como dice la Biblia: "No os acordéis de las cosas pasadas, ni traigáis memoria de las cosas antiguas. He aquí que yo hago cosa nueva, pronto saldrá a la luz" (Is. 43, 18-19). Y la novedad no es el juicio sino la misericordia: "nunca más me acordaré de tus pecados e iniquidades" (Hb. 10,13).

Qué concluimos. Que este templo en conjunto es una preciosa y precisa metáfora de vida y esperanza. El exterior está configurado ad agonem, para la lucha, repleto de obstáculos y sufrimiento (piedras, espinas, vacíos espirituales, ausencias, bajadas físicas a los infiernos...). Pero en nuestro interior, siguiendo la iluminación de la que hablaba San Agustín, nos podemos encontrar con Dios. Y la luz que nos eleva a Él surge en el cristiano por su amor y devoción a nuestra bienaventurada madre del Cielo. A Cristo por María.

Aun así seguimos teniendo los pies en el suelo, y reconocemos humildemente que incluso en el interior del mismo templo, la luz está entre las tinieblas, pues ese es el oscuro camino de la fe (1 Cor. 13,12) hasta el final de nuestras vidas. 

Pero -y es lo decisivo- el infierno ha quedado fuera. La esperanza brilla. Eso mismo dice un cántico del País:

“Arantzazu aldean, izar bat ageri;

Impernuruntz egin du, suheak ihesi”.

"Por Aránzazu ha pasado una estrella;

La serpiente ha huido al infierno".

En el silencio del templo me pongo a rezar junto al lucecita del Sagrario y junto a la madre de Dios donde sólo se respira beatitud. La Basílica de Aránzazu es ahora la más hermosa y profunda catequesis mariana que jamás haya recibido. Y delante de la Andra Mari quiero usar las palabras adecuadas expresar la dulzura del momento, pero no las encuentro. Al final me vienen al corazón unos bellísimos versos populares. Y con ellos concluyo:  

"Zuk zer duzu, Arantzazu,

Amets kabi, otoiz leku?"

"¿Qué tienes tú, Aránzazu,

Lugar de ensueño, remanso de oración?"



Escaleras de acceso al Santuario. Sorprendentemente bajan hacia él.


Imagen parcial de apostolado. El más a la izquierda tapa su rostro. Sólo los apóstoles colocados en el centro, bajo la Piedad, pueden mirarse a la cara. 

 

 


 Entramos en la Basílica: la luz que brilla entre las tinieblas.


ENLACE al VIDEO de PRESENTACIÓN 

en la FACULTAD de TEOLOGÍA SAN ISIDORO de SEVILLA


ARANTZAZU (Música Arvo Pärt: Nunc Dimittis)









 

 

viernes, 12 de diciembre de 2025

La unidad de la Iglesia.

 


I

El origen de la Iglesia y su culminación se encuentran en el eterno amor de las tres Personas del único Dios uno y trino. Por tanto, en la Iglesia está presente la Voluntad del Padre, la Palabra del Hijo y la Acción del Espíritu Santo.

Voluntad, Palabra y Acción que pueden resumirse en un propósito de amor de Dios con toda su creación, especialmente el hombre “única criatura que Dios ha querido por sí mismo” (Gaudium et Spes, C.V.II). El hombre es una criatura a la que Dios ha creado, a la que ha redimido y a la que espera –unido a todos los elegidos- en la Iglesia celestial, en las fastuosas bodas del Cordero al final de los tiempos. 

La nota de la Unidad es tan importante en la Iglesia militante, que el mismo credo niceno-constantinopolitano nos la indica como la primera de sus características. La Iglesia, por tanto, es (debe ser) Una, como presupuesto esencial para que de ella puedan afirmarse sus restantes caracteres: Santa, Católica y Apostólica. Sin la unidad, difícilmente podemos hablar de santidad (habría actitudes soberbias), de universalidad (habría divisiones) y apostolicidad (habría falsos apóstoles).

Cristo no fundó varias iglesias, sino una sola. Cristo murió, recuerda Juan:

“para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos”

(Jn. 11,52).

Y quiso reunir a todas sus ovejas en un solo redil:

también tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ellas tengo que llevarlas y escucharán mi voz y habrá un soplo rebaño y un solo pastor”

(Jn. 10,16)

Señala el teólogo José Antonio Sayés:

“Pues bien, esa unidad que Cristo ha hecho posible no es otra que la unidad de la Iglesia. Por eso entiende el Concilio Vaticano II que la Iglesia es instrumento o sacramento de “la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (L.G. 1). Hay una vocación de unidad de toda la humanidad, ya desde el inicio por el designio creador de Dios en Cristo, pero ahora, esa unidad, rota por el pecado, encuentra en la Iglesia el instrumento de la unidad que la humanidad no puede seguir jamás por sus propias fuerzas”

(José Antonio Sayés. La Iglesia de Cristo).

La Iglesia -sacramento general de salvación, donde Dios se anuda con el género humano-, debe estar necesariamente unida, pues ese fue el gran deseo de Jesús –el último anhelo de Nuestro Señor- antes de su partida de entre nosotros.

En efecto, es especialmente significativo (y emotivo), que las últimas palabras de Jesús a sus discípulos en la última cena, antes de encarar el drama de su pasión y muerte en la cruz, hayan sido una poderosa llamada a la unidad entre ellos. Leemos en Juan que el Señor, en su grandiosa Oración Sacerdotal, apela de una manera insistente a que sus discípulos (los de entonces, los de hoy y los de siempre) permanezcan unidos en torno a Él.

“No ruego por éstos solamente, sino también por los que crean en mí por medio de su palabra: que todos sean uno; como tú Padre en Mí y yo en Ti, que también en nosotros sean uno, para que el mundo crea que tú me enviaste. Y yo les he comunicado la gloria que Tú me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad; para que conozca el mundo que tú me enviaste y les amaste a ellos como me amaste a Mí”

(Jn. 17,20).

Y esa unidad no sólo sería de naturaleza puramente espiritual, pues el Señor nos dejó una Iglesia Visible, con una jerarquía establecida por voluntad divina, y cuyo cabeza dirigente en la tierra sería el apóstol Pedro y sus sucesores:

Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”

(Mt. 16,18).

Pedro, por tanto, es y será para el futuro la roca en la tierra donde se cimenta esa unidad que Cristo quiso para su Iglesia, siendo el mismo Cristo “su piedra angular” (Hch. 4,11). Pedro  detentará en la iglesia militante el poder en general “las llaves del Reino de los Cielos” (Mt. 16,19) (Is. 22,22); no sólo la autoridad definitiva en las cuestiones doctrinales (pues a él le fue encomendada por el Señor la misión de “confirmar la fe de los hermanos” (Lc. 22,32), sino también de dirección y gobierno (de “pastorear el rebaño” (Jn. 21, 15-17).

Como señala la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium (18):

“Mas, para que el episcopado mismo fuese uno solo e indiviso puso (Cristo) al frente de los demás Apóstoles a San Pedro y él mismo estableció el principio y fundamento perpetuo y visible de la fe y comunión”.

Y añade que:

“los obispos, sucesores de los Apóstoles, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo”.

Pero la llamada a la unidad, por la importancia de la misma, es recordada también por San Pablo en sus Cartas. Leemos en Filipenses, justo antes del maravilloso himno cristológico del capítulo segundo donde expresará la Kenosis y la gloria de Jesús, una humilde petición a esa comunidad cristiana (y a todas), centrada en la unidad:

“colmad mi gozo, de suerte que sintáis una misma cosa, teniendo una misma caridad, siendo una sola alma, aspirando a una sola cosa”

(Fil. 2,2).

Una entrañable unidad en la caridad. Pero esa unidad espiritual exige la fidelidad a la doctrina recibida, y por ello el gran deseo de San Pablo, como expresa en la Epístola a los Efesios, fue que aquella comunidad permaneciera fiel a:

Un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, que actúa por medio de todos y habita en todos”

(Ef. 4,5-6).

De hecho, en virtud del único y mismo Bautismo, los miembros del Pueblo de Dios que es la Iglesia, son todos iguales en dignidad, todos formamos parte del Pueblo de Dios (1 Ped. 2,10). Y merced a los restantes sacramentos –en especial la Eucaristía, símbolo precioso de unidad-, se fortalece la cohesión del Cuerpo de Cristo.

Aquí debemos mencionar la importante reflexión del teólogo Antonio María Calero, que señala que:

“Desde esa unidad en el plano ontológico de la fe, unidad fuertemente subrayada y exigida, puede y debe hablarse de la diversidad en la Iglesia. De hecho, así lo hace el mismo apóstol: diversas son las vocaciones, diversos los carismas, diversas las gracias, diversas las funciones, diversos los ministerios. Pero toda esa amplia y rica diversidad en los miembros brota de un único y mismo Espíritu, y por consiguiente tiene que servir no para una lucha antagónica entre ellos sino para el enriquecimiento mutuo y de todo el cuerpo eclesial”

(Antonio María Calero. La Iglesia: ministerio, comunión y misión”).

Unidad, por tanto, no es incompatible con diversidad de miembros y ahí tenemos la espléndida imagen paulina del Cuerpo Místico de Cristo, ordenados cada uno de los miembros, mediante sus dones, en favor de toda la Iglesia, y siendo Cristo su cabeza. Nos dice la Carta a los Colosenses:

“Estando adherido a la cabeza –a Cristo- todo el cuerpo, alimentado y trabado por medio de las coyunturas y ligamentos, crece con el crecimiento de Dios”

(Col. 3,19).

Pero volviendo a la carta a los Efesios, San Pablo denunciará al gran enemigo de esa unidad, que identifica sobre todo con la herejía. Si en la Carta a los Filipenses, había destacado la unidad de corazón entre los cristianos, aquí destacará la unidad de doctrina:

no seamos ya niños, fluctuando de acá para allá, dando vueltas a todo viento de doctrina por la trampería de los hombres”

(Ef. 4, 14).

II

Podemos reflexionar hoy, con franqueza, acerca de si esa doble unidad, de doctrina y de corazón que nos exigió Cristo como la argamasa de su Reino, se ha cumplido en la Iglesia de Cristo. Y parece claro –y deberíamos avergonzarnos todos los cristianos por ello- que no. Y no sólo estamos los cristianos desunidos por cuanto muchos no reconocen a Pedro como la cabeza en la tierra de la Iglesia de Cristo, y eso ha llevado a una pluralidad de doctrinas cristianas fuera de la Iglesia Católica, que por el mero principio de no contradicción, son falsas. Pero acaso el drama de nuestro tiempo sea que también entre los mismos cristianos fieles a Obispo de Roma, encontramos dramáticas divisiones que no debemos arrinconar. Todos recordamos el último cisma provocado en el catolicismo por Monseñor Lefevre, así como las aún no resueltas divisiones causadas por la reforma litúrgica. La unidad no se destruye sino más bien se enriquece por la pluralidad y la legítima diversidad de los miembros del Cuerpo de Cristo, y es trágico que a estas alturas todavía la jerarquía eclesiástica no se haya percatado de los inmensos bienes que a la Iglesia (cuya misión principal es salvar almas) le supondría un parejo reconocimiento del rito tradicional y del novus ordo.  

Pero dejemos ese triste tema, y fijémonos por último en las rupturas eclesiales que, desde el principio de la Iglesia, han mostrado un triple modo de división: la herejía, negación pertinaz de una verdad que se ha creer con fe divina y católica; la apostasía, rechazo total de la fe cristiana y el cisma, que es el rechazo a la sumisión del Romano Pontífice o a la comunión de los miembros de la Iglesia a él sometidos. Esos tres fenómenos se han dado en todas las épocas, pero hoy en especial los episodios de apostasía, sea expresa o tácita, se dan una manera generalizada y dramática.

Por todo ello se pregunta el teólogo José Antonio Sayés, si podemos seguir hablando de la unidad de la Iglesia que Cristo fundó. Sobre todo hoy que vemos a muchos obispos discrepando en materias graves (por ejemplo de doctrina moral o de disciplina sacramental), situaciones que producen tristeza y desconcierto al Pueblo de Dios. Pero Sayés responde con un rotundo SÍ.

Y es “sí” porque todas las infidelidades y rupturas jamás podrán demostrar que se ha roto la unidad de la Iglesia en torno a Pedro y su fe. Pero igualmente podemos afirmar que esa unidad, presente en la Iglesia, es también un importante reto, a día de hoy en dos aspectos:

Es una tarea interna (pues no son pocas las distensiones que existen en el seno de la Iglesia), y es igualmente una tarea externa (porque sigue siendo un desafío el hecho de que existan iglesias particulares y comunidades cristianas sin la unidad con el vicario de Cristo). Estas Iglesias o comunidades conservan en mayor o medida elementos de verdad y santificación como recuerda el concilio Vaticano II. En el caso de los ortodoxos tienen sacramentos válidos como el bautismo o la eucaristía, pero -conviene siempre recordarlo- todos ellos nacen de la única Iglesia que Cristo fundó sobre Pedro, la roca, y su confesión de fe. Y por ello, como recuerda también el Concilio, son bienes propios de la Iglesia e impelen a la unidad católica. Y aunque ya no se cite, no debemos olvidar que Pío IX en 1864 condenó que "en el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino a la salud eterna y conseguir la eterna salvación" (proposición XVI, Syllabus). Y que Pío XI, en su Mortalium Animos,  de 1928, considera que:

"la unión de los cristianos no se puede fomentar de otro modo que procurando el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día desdichadamente se alejaron; a aquella única y verdadera Iglesia que todos ciertamente conocen y que por voluntad de su Fundador debe permanecer siempre tal cual  Él mismo la fundó para la salvación de todos".

Porque como señala la Unitatis Redintegratio del Concilio Vaticano II, la unidad:

“que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia, sabemos que subsiste indefectiblemente en la Iglesia Católica, y esperamos que crezca cada día hasta la consumación de los siglos” (U.R. 4).

Y subsiste y subsistirá porque el mismo Jesús, en Cesarea de Filipo, hizo una promesa a la única Iglesia que Él fundó sobre Pedro y su confesión de fe:

Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”

(Mt. 16,18).

Por todo ello, para concluir, como católico hago mías las rotundas palabras de San Agustín, en su combate con los herejes maniqueos:

Muchas cosas me retienen con toda justicia en el seno de la Iglesia católica. Me retiene el consentimiento de pueblos y naciones; me retiene su autoridad indiscutible, iniciada con milagros, sustentada con la esperanza, fortalecida con el amor, establecida de antiguo; me retiene la sucesión de pastores desde la misma sede del apóstol Pedro, a quien el Señor, después de la resurrección, dio el encargo de apacentar las ovejas hasta el episcopado actual. Me retiene, por fin, el mismo nombre de católica, que no sin motivo en medio de tantas herejías ha conservado. Y aunque todos los herejes quieren llamarse católicos, sin embargo, cuando un forastero pregunta dónde está la Iglesia de los católicos, ningún hereje se atreve a indicar su templo o su casa. Estos son, por tanto, en número e importancia los lazos que me retienen como cristiano en la Iglesia”

(San Agustín. Contra epist. Maniq. 4,5).