viernes, 12 de diciembre de 2025

La unidad de la Iglesia.

 


I

El origen de la Iglesia y su culminación se encuentran en el eterno amor de las tres Personas del único Dios uno y trino. Por tanto, en la Iglesia está presente la Voluntad del Padre, la Palabra del Hijo y la Acción del Espíritu Santo.

Voluntad, Palabra y Acción que pueden resumirse en un propósito de amor de Dios con toda su creación, especialmente el hombre “única criatura que Dios ha querido por sí mismo” (Gaudium et Spes, C.V.II). El hombre es una criatura a la que Dios ha creado, a la que ha redimido y a la que espera –unido a todos los elegidos- en la Iglesia celestial, en las fastuosas bodas del Cordero al final de los tiempos. 

La nota de la Unidad es tan importante en la Iglesia militante, que el mismo credo niceno-constantinopolitano nos la indica como la primera de sus características. La Iglesia, por tanto, es (debe ser) Una, como presupuesto esencial para que de ella puedan afirmarse sus restantes caracteres: Santa, Católica y Apostólica. Sin la unidad, difícilmente podemos hablar de santidad (habría actitudes soberbias), de universalidad (habría divisiones) y apostolicidad (habría falsos apóstoles).

Cristo no fundó varias iglesias, sino una sola. Cristo murió, recuerda Juan:

“para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos”

(Jn. 11,52).

Y quiso reunir a todas sus ovejas en un solo redil:

también tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ellas tengo que llevarlas y escucharán mi voz y habrá un soplo rebaño y un solo pastor”

(Jn. 10,16)

Señala el teólogo José Antonio Sayés:

“Pues bien, esa unidad que Cristo ha hecho posible no es otra que la unidad de la Iglesia. Por eso entiende el Concilio Vaticano II que la Iglesia es instrumento o sacramento de “la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (L.G. 1). Hay una vocación de unidad de toda la humanidad, ya desde el inicio por el designio creador de Dios en Cristo, pero ahora, esa unidad, rota por el pecado, encuentra en la Iglesia el instrumento de la unidad que la humanidad no puede seguir jamás por sus propias fuerzas”

(José Antonio Sayés. La Iglesia de Cristo).

La Iglesia -sacramento general de salvación, donde Dios se anuda con el género humano-, debe estar necesariamente unida, pues ese fue el gran deseo de Jesús –el último anhelo de Nuestro Señor- antes de su partida de entre nosotros.

En efecto, es especialmente significativo (y emotivo), que las últimas palabras de Jesús a sus discípulos en la última cena, antes de encarar el drama de su pasión y muerte en la cruz, hayan sido una poderosa llamada a la unidad entre ellos. Leemos en Juan que el Señor, en su grandiosa Oración Sacerdotal, apela de una manera insistente a que sus discípulos (los de entonces, los de hoy y los de siempre) permanezcan unidos en torno a Él.

“No ruego por éstos solamente, sino también por los que crean en mí por medio de su palabra: que todos sean uno; como tú Padre en Mí y yo en Ti, que también en nosotros sean uno, para que el mundo crea que tú me enviaste. Y yo les he comunicado la gloria que Tú me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad; para que conozca el mundo que tú me enviaste y les amaste a ellos como me amaste a Mí”

(Jn. 17,20).

Y esa unidad no sólo sería de naturaleza puramente espiritual, pues el Señor nos dejó una Iglesia Visible, con una jerarquía establecida por voluntad divina, y cuyo cabeza dirigente en la tierra sería el apóstol Pedro y sus sucesores:

Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”

(Mt. 16,18).

Pedro, por tanto, es y será para el futuro la roca en la tierra donde se cimenta esa unidad que Cristo quiso para su Iglesia, siendo el mismo Cristo “su piedra angular” (Hch. 4,11). Pedro  detentará en la iglesia militante el poder en general “las llaves del Reino de los Cielos” (Mt. 16,19) (Is. 22,22); no sólo la autoridad definitiva en las cuestiones doctrinales (pues a él le fue encomendada por el Señor la misión de “confirmar la fe de los hermanos” (Lc. 22,32), sino también de dirección y gobierno (de “pastorear el rebaño” (Jn. 21, 15-17).

Como señala la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium (18):

“Mas, para que el episcopado mismo fuese uno solo e indiviso puso (Cristo) al frente de los demás Apóstoles a San Pedro y él mismo estableció el principio y fundamento perpetuo y visible de la fe y comunión”.

Y añade que:

“los obispos, sucesores de los Apóstoles, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo”.

Pero la llamada a la unidad, por la importancia de la misma, es recordada también por San Pablo en sus Cartas. Leemos en Filipenses, justo antes del maravilloso himno cristológico del capítulo segundo donde expresará la Kenosis y la gloria de Jesús, una humilde petición a esa comunidad cristiana (y a todas), centrada en la unidad:

“colmad mi gozo, de suerte que sintáis una misma cosa, teniendo una misma caridad, siendo una sola alma, aspirando a una sola cosa”

(Fil. 2,2).

Una entrañable unidad en la caridad. Pero esa unidad espiritual exige la fidelidad a la doctrina recibida, y por ello el gran deseo de San Pablo, como expresa en la Epístola a los Efesios, fue que aquella comunidad permaneciera fiel a:

Un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, que actúa por medio de todos y habita en todos”

(Ef. 4,5-6).

De hecho, en virtud del único y mismo Bautismo, los miembros del Pueblo de Dios que es la Iglesia, son todos iguales en dignidad, todos formamos parte del Pueblo de Dios (1 Ped. 2,10). Y merced a los restantes sacramentos –en especial la Eucaristía, símbolo precioso de unidad-, se fortalece la cohesión del Cuerpo de Cristo.

Aquí debemos mencionar la importante reflexión del teólogo Antonio María Calero, que señala que:

“Desde esa unidad en el plano ontológico de la fe, unidad fuertemente subrayada y exigida, puede y debe hablarse de la diversidad en la Iglesia. De hecho, así lo hace el mismo apóstol: diversas son las vocaciones, diversos los carismas, diversas las gracias, diversas las funciones, diversos los ministerios. Pero toda esa amplia y rica diversidad en los miembros brota de un único y mismo Espíritu, y por consiguiente tiene que servir no para una lucha antagónica entre ellos sino para el enriquecimiento mutuo y de todo el cuerpo eclesial”

(Antonio María Calero. La Iglesia: ministerio, comunión y misión”).

Unidad, por tanto, no es incompatible con diversidad de miembros y ahí tenemos la espléndida imagen paulina del Cuerpo Místico de Cristo, ordenados cada uno de los miembros, mediante sus dones, en favor de toda la Iglesia, y siendo Cristo su cabeza. Nos dice la Carta a los Colosenses:

“Estando adherido a la cabeza –a Cristo- todo el cuerpo, alimentado y trabado por medio de las coyunturas y ligamentos, crece con el crecimiento de Dios”

(Col. 3,19).

Pero volviendo a la carta a los Efesios, San Pablo denunciará al gran enemigo de esa unidad, que identifica sobre todo con la herejía. Si en la Carta a los Filipenses, había destacado la unidad de corazón entre los cristianos, aquí destacará la unidad de doctrina:

no seamos ya niños, fluctuando de acá para allá, dando vueltas a todo viento de doctrina por la trampería de los hombres”

(Ef. 4, 14).

II

Podemos reflexionar hoy, con franqueza, acerca de si esa doble unidad, de doctrina y de corazón que nos exigió Cristo como la argamasa de su Reino, se ha cumplido en la Iglesia de Cristo. Y parece claro –y deberíamos avergonzarnos todos los cristianos por ello- que no. Y no sólo estamos los cristianos desunidos por cuanto muchos no reconocen a Pedro como la cabeza en la tierra de la Iglesia de Cristo, y eso ha llevado a una pluralidad de doctrinas cristianas fuera de la Iglesia Católica, que por el mero principio de no contradicción, son falsas. Pero acaso el drama de nuestro tiempo sea que también entre los mismos cristianos fieles a Obispo de Roma, encontramos dramáticas divisiones que no debemos arrinconar. Todos recordamos el último cisma provocado en el catolicismo por Monseñor Lefevre, así como las aún no resueltas divisiones causadas por la reforma litúrgica. La unidad no se destruye sino más bien se enriquece por la pluralidad y la legítima diversidad de los miembros del Cuerpo de Cristo, y es trágico que a estas alturas todavía la jerarquía eclesiástica no se haya percatado de los inmensos bienes que a la Iglesia (cuya misión principal es salvar almas) le supondría un parejo reconocimiento del rito tradicional y del novus ordo.  

Pero dejemos ese triste tema, y fijémonos por último en las rupturas eclesiales que, desde el principio de la Iglesia, han mostrado un triple modo de división: la herejía, negación pertinaz de una verdad que se ha creer con fe divina y católica; la apostasía, rechazo total de la fe cristiana y el cisma, que es el rechazo a la sumisión del Romano Pontífice o a la comunión de los miembros de la Iglesia a él sometidos. Esos tres fenómenos se han dado en todas las épocas, pero hoy en especial los episodios de apostasía, sea expresa o tácita, se dan una manera generalizada y dramática.

Por todo ello se pregunta el teólogo José Antonio Sayés, si podemos seguir hablando de la unidad de la Iglesia que Cristo fundó. Sobre todo hoy que vemos a muchos obispos discrepando en materias graves (por ejemplo de doctrina moral o de disciplina sacramental), situaciones que producen tristeza y desconcierto al Pueblo de Dios. Pero Sayés responde con un rotundo SÍ.

Y es “sí” porque todas las infidelidades y rupturas jamás podrán demostrar que se ha roto la unidad de la Iglesia en torno a Pedro y su fe. Pero igualmente podemos afirmar que esa unidad, presente en la Iglesia, es también un importante reto, a día de hoy en dos aspectos:

Es una tarea interna (pues no son pocas las distensiones que existen en el seno de la Iglesia), y es igualmente una tarea externa (porque sigue siendo un desafío el hecho de que existan iglesias particulares y comunidades cristianas sin la unidad con el vicario de Cristo). Estas Iglesias o comunidades conservan en mayor o medida elementos de verdad y santificación como recuerda el concilio Vaticano II. En el caso de los ortodoxos tienen sacramentos válidos como el bautismo o la eucaristía, pero -conviene siempre recordarlo- todos ellos nacen de la única Iglesia que Cristo fundó sobre Pedro, la roca, y su confesión de fe. Y por ello, como recuerda también el Concilio, son bienes propios de la Iglesia e impelen a la unidad católica. Y aunque ya no se cite, no debemos olvidar que Pío IX en 1864 condenó que "en el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino a la salud eterna y conseguir la eterna salvación" (proposición XVI, Syllabus). Y que Pío XI, en su Mortalium Animos,  de 1928, considera que:

"la unión de los cristianos no se puede fomentar de otro modo que procurando el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día desdichadamente se alejaron; a aquella única y verdadera Iglesia que todos ciertamente conocen y que por voluntad de su Fundador debe permanecer siempre tal cual  Él mismo la fundó para la salvación de todos".

Porque como señala la Unitatis Redintegratio del Concilio Vaticano II, la unidad:

“que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia, sabemos que subsiste indefectiblemente en la Iglesia Católica, y esperamos que crezca cada día hasta la consumación de los siglos” (U.R. 4).

Y subsiste y subsistirá porque el mismo Jesús, en Cesarea de Filipo, hizo una promesa a la única Iglesia que Él fundó sobre Pedro y su confesión de fe:

Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”

(Mt. 16,18).

Por todo ello, para concluir, como católico hago mías las rotundas palabras de San Agustín, en su combate con los herejes maniqueos:

Muchas cosas me retienen con toda justicia en el seno de la Iglesia católica. Me retiene el consentimiento de pueblos y naciones; me retiene su autoridad indiscutible, iniciada con milagros, sustentada con la esperanza, fortalecida con el amor, establecida de antiguo; me retiene la sucesión de pastores desde la misma sede del apóstol Pedro, a quien el Señor, después de la resurrección, dio el encargo de apacentar las ovejas hasta el episcopado actual. Me retiene, por fin, el mismo nombre de católica, que no sin motivo en medio de tantas herejías ha conservado. Y aunque todos los herejes quieren llamarse católicos, sin embargo, cuando un forastero pregunta dónde está la Iglesia de los católicos, ningún hereje se atreve a indicar su templo o su casa. Estos son, por tanto, en número e importancia los lazos que me retienen como cristiano en la Iglesia”

(San Agustín. Contra epist. Maniq. 4,5). 


viernes, 14 de noviembre de 2025

Mater Populi Fidelis (y 2): ¿Por qué creo firmemente que Cristo quiso asociar como corredentora a su bendita madre?


I

Tengamos o no conocimientos profundos de teología dogmática o de exégesis bíblica, pienso que es un deber de todos y cada uno de los cristianos fervorosos y formados (y con un asentado "sensus fidei"), intentar defender lo que nuestros antepasados (incluidos muchos Papas), creyeron firmemente: que "nuestro Dios y Salvador Jesucristo" (2 Ped. 1,1), "nacido de mujer" (Gal. 4,4), quiso asociar a esa mujer, la Bienaventurada Virgen María, a su obra de redención. Y que, siendo su obra salvadora perfecta y definitiva en sí misma con el sacrificio de la cruz, fue su voluntad que ella quedara vinculada de un modo especial y único a esa sublime inmolación que mereció la salvación de todos los hombres.

Eso lo hemos sostenido siempre, pacíficamente, y empleando sin complejos el término corredentora. Y ahora es el momento de que cada uno se pregunte en serio por qué lo cree, más allá de que sea doctrina católica cierta. Para defender esta verdad, el fiel católico podría ilustrarse con buenos argumentos de reputados teólogos, o pronunciamientos papales del pasado, y contrastarlos con las razones por las que la Nota romana, desaconseja su uso (quiero suponer que por un motivo más prudencial que ecuménico). Muchos lo han hecho así. Pero yo prefiero seguir mi natural instinto cristiano, más que copiar los sobrados argumentos teológicos, litúrgicos y de tradición católica de otros para apoyar esta profunda verdad de fe. Los conozco desde luego, y aunque pueda citar a alguno, considero más oportuno que hable mi corazón cristiano (a veces las razones que él tiene son más poderosas que las de la cabeza, como señala Pascal) porque siento verdaderamente, en este asunto, que “el celo de mi casa me devora”.

El propio Código de Derecho Canónico, afirma que “los fieles católicos tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia” (Canon 212).

En consecuencia, posea o no conocimientos o competencia (prestigio desde luego que no), soy católico y pienso que el asunto es demasiado grave como para callar. Hablaré, pues, de aquello de lo que mi experiencia como cristiano, mis estudios teológicos, mis apasionadas lecturas de la Biblia y mis oraciones me han enseñado, “salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia a los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas” (Canon 212 in fine). Estimo que ésta es una de esas ocasiones en la que cada católico, amparado en lo que ha recibido de los que le precedieron (2 Tes. 2,15-2 Tim. 2,2), no sólo debe decir “no” a determinadas comunicaciones desafortunadas de la autoridad competente, sino sobre todo argumentar y “dar razones de su esperanza” (1 Ped. 3,15).  

Humildemente pido el auxilio del Espíritu Santo, pues “a pesar de que somos débiles, viene en nuestra ayuda” (Rm. 8,26), y me pongo bajo la protección  de mi bendita madre del Cielo, que jamás ha negado y jamás negara aquello que le pida un cristiano en alabanza de su Hijo. Porque no nos confundamos: reconocer la corredención mariana, no rebaja la perfecta y definitiva obra salvífica de Cristo, sino todo lo contrario. Que Cristo haya asociado a su bendita madre a su redención, honra más al Hijo de Dios que a la Bienaventurada Virgen María, pues se revela así de manera sublime "la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la Ciencia de Dios" (Rm. 11,33).

En consecuencia, expondré dos convicciones que he madurado en mi vida cristiana:

a).- La mediación del cristiano en general.- 

La primera es que el término “corredención”, a mi juicio, ciertamente no es el adecuado para explicar la cooperación de cualquier cristiano en gracia a la salvación de otros (en virtud de la impresionante comunión de santos), aunque sí refleja en cierto modo esa idea. Efectivamente, si en el cristiano en gracia inhabita el Espíritu Santo y solicita fervorosamente a Cristo que no permita la perdición de un hermano, es razonable pensar que, en muchos casos (si el Señor ha querido acoger nuestra súplica desde su eterna Providencia), podemos ayudar a salvar su alma; es decir, lograr que ésta acoja en el último instante la misericordia de Cristo, si se encuentra a una pulgada del infierno. Por eso es tan necesario rezar por los moribundos (y también por los difuntos, para Dios no existe el tiempo), tengamos o no la duda razonable de si se han salvado. Puede ser que no logremos su salvación, pero en todos aquellos supuestos en los que aquel hombre la alcance -si Jesús atiende nuestra oración, porque tuviera previsto hacernos caso desde antes de los tiempos-, podríamos afirmar que hemos sido, en cierto modo, "corredentores". En cualquier caso, no me parece correcta esta palabra aquí, y deberíamos usar mejor los términos bíblicos de oración de mediación, y de eficacia de la oración del justo. Los cristianos hemos nacido en pecado y hemos sido redimidos. Y sabemos "por tal nube de testigos" (Hb. 12,1), que el título corredentor sólo es exclusivo de María, quien a diferencia de nosotros nunca tuvo pecado porque fue redimida preventivamente." "Mientras la Beatísima Virgen alcanza ya la perfección, los fieles aún se esfuerzan por crecer en santidad" (Lumen Gentium 65). 

b).- La corredención de María por voluntad de su Hijo.- 

La segunda convicción es esa que acabamos de anotar: María es la única "corredentora" (sólo Cristo es el Redentor). En el caso de la Bienaventurada Virgen María, sí podemos y debemos emplearlo. Aquí el término adquiere una dimensión mucho más real e intensiva porque, siendo ella poderosísima mediadora (como los cristianos en estado de Gracia) a la que podemos acudir además por su condición maternal,  su intercesión es -de hecho, es decir, por la experiencia de los cristianos de todos los siglos- infalible (en el sentido de siempre eficaz y segura). Repito para que nadie se escandalice, es una verdad de hecho; lo que significa que, aunque no es una Verdad de fe (de momento), es Verdad con mayúsculas. Y no creo que ningún cristiano -incluido Víctor Fernández- se atreva a negarla como tal, pues en tal caso debería por ejemplo, anatematizar como herético el Acordaos de San Bernardo y el sentido de la fe del pueblo cristiano. Pero si es infalible (en sentido fáctico) como creemos los cristianos, debemos concluir que María no sólo media, no sólo intercede sino que, al hacerlo, alcanza la redención del intercedido (porque su Hijo la acepta siempre, dado que quiso asociarla a su sacrificio). La mediación de cualquier cristiano en gracia es poderosa pero puede fallar. La de ella, nunca. Por eso es corredentora

A continuación intentaré desarrollar con más detalle -y con la autoridad de la Palabra de Dios- ambas mediaciones. 

II

Lo primero es saber con precisión aquello de lo que hablamos con la palabra “corredención”, y hay un principio esencial que debemos tener siempre presente, y nunca desviarnos del mismo:

Para la fe cristiana, sólo hay un redentor, no dos redentores, y ese redentor es Cristo, Dios y hombre verdadero, que con su sacrificio en la cruz pagó sobreabundantemente la deuda del pecado humano. No necesita nada ni a nadie más. La Escritura es rotunda:

"En ningún otro se encuentra la salvación, pues no se nos ha dado bajo el Cielo otro nombre que el de Jesús para salvarnos" (Hch. 4,12). Y

"Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre" (1 Tim.2,5).

Jesús nos salvó “de una vez para siempre ofreciéndose a sí mismo” (Hb. 7,27), por lo que ya no existen ni existirán nuevas víctimas ni nuevos sacrificios redentores. Consumado el único sacrificio con eficacia definitivamente expiatoria, nuestro deber como cristianos no es otro que vivir en acción de gracias y obedecer la voluntad de la Víctima, que quiso que hiciéramos memoria de Él (1 Cor. 11,24) (en sentido bíblico, no un recuerdo sino un hacerlo presente), para unirnos “como hostias vivas, santas y agradables a Él” (Rm. 12,1). Vivir eucarísticamente en suma. Por eso se actualiza su único y definitivo sacrificio por las manos purificadas del sacerdote, en el memorial a través del cual nos son aplicados sus saludables beneficios. Y lo seguiremos haciendo -como nos lo ordenó durante la última cena (Lc. 22,19)- hasta el final de los tiempos. 

Precisamente en esa oración pública –el Santo Sacrificio de la Misa-, cada cristiano de la Iglesia militante se une en oración con la Iglesia Triunfante del Cielopero "in primis gloriosae semper virginis Marie genitrice Dei (Canon Romano) -en primer lugar, con ella-, para impetrar no sólo su propia salvación. También teniendo la esperanza de poder obtenerla para todos aquellos por los que oramos, en la certeza de fe del “inmenso valor ante Dios de la intensa oración del justo” (St. 5,16).

Esa es una verdad luminosa, recordada por las Sagradas Escrituras como también por los papas: que Dios otorga una poderosa eficacia a la oración fervorosa del hombre que está en su Gracia –sobre todo unido al Sacerdote en el Sacrificio del Altar-, porque le confiere el poder de contribuir a salvar (a redimir) un alma en peligro de condenación. Por ejemplo, Pío XII, en su encíclica Mystici Corporis Christi” de 1943 (numeral 44):

“Misterium sane tremendum (…), quod hominim multorum salus a precibus et voluntaris expiationibus membrorum Corporis mystici Iesu Christi”

“Misterio verdaderamente impresionante que las oraciones y voluntarios sacrificios de los miembros del Cuerpo Místico tengan eficacia salvadora para muchos”

A pesar de todo, reitero que considero inadecuado calificar esa acción mediadora o intercesora del cristiano en estado de gracia como corredención, aun sabiendo que en él inhabita el Espíritu Santo y por tanto está verdaderamente divinizado, ya aquí en tierra. En rigor, como señalé antes, ese término debemos aplicarlo a los mediadores más importantes por infalibles, el mediador original (o como dicen los teólogos clásicos por mérito de condigno, Cristo) y el mediador subordinado por excelencia, mediador por mérito de congruo (la Bienaventurada Virgen María). 

Pero dejemos las distinciones escolásticas anteriores y centrémonos en la convicción de que el Señor escucha nuestras oraciones. Y aunque es verdad que a veces -demasiadas- “no sabéis lo que pedís” (Mt. 20,22) (lo que nunca sucede con la Virgen María, que pide y obtiene, por ejemplo en Caná de Galilea), la insistencia y la perseverancia del justo, tiene su recompensa, pues Dios “¿No hará justicia a sus elegidos que claman a Él de día y de noche? (Lc. 18,7).

Y recordemos además lo que, en el Evangelio de Juan, nos asegura el Señor:

En verdad, en verdad os digo: quien cree en mí las obras que yo hago también las hará él , y mayores que éstas hará, porque yo voy al Padre”. Y cualquier cosa que pidierais en mi nombre eso haré, para que sea glorificado el Padre en el Hijo (Jn. 14,12).

Nunca menospreciemos, por lo tanto, nuestra intermediación y seamos conscientes de la inmensa dignidad -y poder espiritual- que el poseemos como verdaderos hijos de Dios. Y en cuanto a la dificultad de los textos bíblicos citados, especialmente 1 Tim. 2,5, como explica el teólogo Cándido Pozo tras una cuidadosa exégesis, es claro que el redentor, Cristo, es "uno", lo que quiere decir que es "uno solo (es decir, la misma persona) y es mediador respecto a todos". Ello implica que "la palabra "uno" no se opone a la posible existencia de mediadores subordinados, sino a que se limite la eficacia mediadora de Cristo Jesús, pues Él abarca a la totalidad de los hombres en su acción. De este modo, el texto solo afirma que hay un mediador único, es decir, el mismo e ineludible para todos, pero no trata de si esa mediación es compatible o no con la existencia de mediadores subordinados" (Cándido Pozo, María, Nueva Eva, pág. 364).

III

Llegamos al momento de explicar por qué creo con certeza que María es legítimamente "corredentora". Y por qué considero que, siendo un error contra la fe católica colocar su mediación al mismo nivel de la del único redentor, Cristo Nuestro Señor (error en el que, por cierto, nunca he visto caer a ningún católico cabal), es un despropósito intentar desterrar por razones espurias (ecuménicas) este legítimo título mariano, avalado por la tradición católica. Por lo tanto, ni "falsa exageración", ni "excesiva estrechez de espíritu" (Lumen Gentium, 67). Por exceso o por defecto no podemos equivocarnos y, por ello, conviene asegurarse con la Verdad de las Sagradas Escrituras, tal y como las ha entendido siempre la Tradición Católica, único camino por el que estamos exentos de equivocarnos. 

Y un atento y constante lector de las Sagradas Escrituras percibe algo crucial: tanto Jesucristo como María (hombre-Dios el primero y criatura creada la segunda), son los únicos personajes bíblicos que aparecen y de manera simultánea: al principio de la historia de la salvación, en el momento cumbre de esa redención, y finalmente (a través de figuras simbólicas) en su consumación. Es decir, siempre están vinculados a la salvación del hombre caído. 

Ambos personajes son el nervio que atraviesa toda la Biblia, desde el Génesis al Apocalipsis, para transmitir la luz de la salvación. Ellos, y ninguno más. No hace falta destacar un acto puntual de asociación, cuando la Biblia los ha asociado en cada hito salvífico determinante. Madre e Hijo, surgen al inicio, al medio y al término de la historia sagrada, y aparecen comprometidos, más allá de su vínculo materno-filial, por una absoluta enemistad con una siniestra figura que ha arruinado la vida de los hombres y deseará destruir la obra de redención, el demonio. Es decir, como veremos a continuación, toda la historia de la salvación está relacionada con los dos (incluso cuando María no existía), lo que es un fuerte indicio de que quiso Cristo claramente asociar a su bendita madre en su obra redentora. Examinamos esos tres momentos:

(1).-  Al principio del Libro Sagrado.- 

Bereshit, En el principio...Admiramos el Logos que crea la luz, pero también, muy  pronto, se mencionará a la mujer enemiga mortal de la serpiente -del pecado-. En efecto, podemos encontrar a Nuestro Señor Jesucristo en la primera Palabra que se oye en la Biblia, una orden performativa en medio del caos: Haya luz. Y ésta no se identificaba tanto con una realidad física como con la Sabiduría (Sab. 7,26) y con la Vida (Jn. 1,4), las mismas aspiraciones que llevaron a la perdición a nuestros primeros padres, pues en esos dos concretos bienes les tentó el demonio: "conoceréis y no moriréis" (Gen. 3,4-5). Gravísima mentira. Sin Cristo no hay vida (Jn. 13,6), no hay sabiduría (1 Cor. 1,24) y no hay salvación (Hch. 4,12). 

Por eso Cristo es la figura central de toda la Biblia, desde el principio hasta el final. Crea, da la vida, y nos redime.

Pero el hombre cae. Y entonces -primera esperanza de la humanidad- se anuncia una mujer a la que Dios le ha otorgado el don de tener una perpetua enemistad con la serpiente, y de suya simiente surgirá quien pisará la cabeza del reptil (es decir, lo matará), aunque éste le hará daño y llagará su talón (Gn. 3,15). 

Es el Protoevangelio, que no sólo menciona el triunfo de Cristo al aplastar la cabeza de la serpiente tras un inmenso sacrificio -kenosis y una muerte de cruz (Fil. 2, 7-8), simbolizado en la herida del talón-, sino asimismo, misteriosamente, a la mujer de la que surgirá la simiente que la destruirá. Utilizo ese adverbio porque si el escritor inspirado quería aludir a la acción redentora del fruto de esa mujer, de Cristo, le bastaba haber dicho: "la simiente de una mujer te pisará la cabeza, mientras tú le herirás el calcañar", dando por supuesta esa enemistad.  Pero apunta en realidad mucho más, expresa una radical enemistad serpiente-mujer, de modo que ella es citada en la Escritura incluso antes que la simiente redentoraLa enemistad de Gn. 3,15 no se trata, por tanto, de una antipatía ceñida a un determinado momento, sino más bien a una animadversión absoluta y permanente, desde el principio hasta el final de la aventura humana. Sencillamente porque esa incompatibilidad es algo que le confiere Dios, el Santo de los Santos; no es algo que brote/brotará de la bondad natural de esa mujer: Enemistad pondré, con lo que aquí hablamos de Gracia, de Don sobrenatural, que la reflexión cristiana desde muy antiguo interpretó como la exención de toda mancha de pecado desde el primer instante de la concepción. María participa, como criatura, de la santidad ontológica de Dios, y participa desde que sólo era la más hermosa idea del Creador desde toda la eternidad. Pero participa para una finalidad muy específica, que no es otra que nuestra redención.  La ausencia de pecado original de María, con lo que implica de problemática excepción a la regla universal (Rm. 5,12 y ss.), no tiene sentido si no es en orden a nuestra salvación. Ella fue redimida preventivamente, porque Cristo quería asociarla a la redención del género humano. 

Es importante, por último, destacar que en la traducción literal del texto Hebreo Masorético, de la Septuaginta y de la Vulgata de San Jerónimo, la "simiente" de la mujer es el actor que aplasta la cabeza del reptil, mientras que en las primeras copias de la Vulgata -probablemente por un error del copista- es esa misma mujer la que realiza la acción. Ese equívoco providencial, que tanto ha influido historicamente en la piedad, la iconografía y la pintura católicas, confirma la fortísima vinculación entre ambos. Una vez más Dios escribe recto con renglones torcidos. 

En cualquier caso, si queremos profundizar en esa cooperación debemos trasladarnos al momento decisivo de la madre, del Hijo y de la historia de la humanidad: el santo sacrificio del Calvario.  

(2).- En la fase cenital de la historia de la salvación: la pasión y muerte del Hijo de Dios.-

Cantan los Salmos: "Pero mucho le cuesta a YWHW la muerte de sus santos" (Sal. 115,15). El calcañar herido de Jesús crucificado cumple la dramática profecía del Génesis. Junto a Él  (como señala el Evangelio de Juan) su bendita madre, la bienaventurada Virgen María, la mujer enemiga de la serpiente. Cristo está crucificado y ella está de pie delante de su Hijo en el Monte Calvario. En cierto modo también crucificada: Traspasada.

Porque a esa mujer, de un modo oscuro, le había sido anunciado el drama sacerdotal del Calvario, por un profeta de los viejos tiempos -el anciano Simeón-. Éste le refirió una enigmática -y terrible- profecía justo en el instante en el que acaba de anunciarle que su Hijo sería "bandera discutida" (Lc. 2,34). Interpretar esta dramática profecía, "la espada que atravesará tu alma", como una mera metáfora del dolor de una madre que ve morir cruelmente asesinado a su Hijo, es tener escasa idea del sentido de la profecía bíblica. Corrijo, es no tener ni la menor idea. 

Como han explicado los mejores teólogos, la profecía judía no busca tanto anticipar hechos futuros, como anunciar o explicar un evento de salvación, transmitir la Palabra de Dios al pueblo, interpretar la historia a la luz de la fe de Israel y en último término, ser un signo de esperanza en momentos históricos difíciles. Y que María fuera traspasada espiritualmente, a la vez que su Hijo lo sea -además de espiritual, materialmente- es algo que exclusivamente se dice de ellos; de nadie más que estuviese en el Calvario en la hora de nuestra redención; ni de María Magdalena o del discípulo amado. Ellos sufren por Jesús al que aman apasionadamente; María sufre con Jesús al que ha engendrado en su vientre. María y Jesús crucificado comparten lo mismo: un sacrificio por la redención del hombre. El de María, derivado y subordinado al de Jesús. Ella muere espiritualmente con su Hijo, para pasar a ser la madre de todos los pecadores, la madre de cada uno de nosotros. De madre de Dios a madre de los pecadores, la kenosis de María, solidaria con la de su Hijo. María, refugio de pecadores. 

En el Antiguo Testamento, el profeta Isaías previó los padecimientos del Siervo de YWHW, todos ligados a un concreto fin de sanación, de salvación. El Siervo:

"Ciertamente llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él fue traspasado por nuestros pecados, molido por nuestras culpas; el castigo, precio de la paz fue sobre él, y por sus heridas fuimos curados(Is. 53,4-5).

Que Simeón haya augurado a la Bienaventurada Virgen María ese mismo y dramático evento de su traspaso en el monte calvario  (y significativamente tras el rito de la circuncisión de su Hijo, su primera sangre derramada), es la constatación de Dios quiso vincular los sufrimientos de ambos para la misma finalidad salvífica: Pasión de Cristo en la cruz, Con-pasión de María al pie de la cruz, ambos traspasados. La Pasión de Nuestro Señor fue y es el sacrificio perfecto, pero por su sobreabundante caridad -por la "anchura, longitud, altura y profundidad de su amor" (Ef. 3,18)-, era muy conveniente que nos regalase a María, la hija de Sión, a fin de que con su Con-pasión, fuera corredentora, cooperando así, con su poderosa intercesión (tan poderosa que es infalible), a redimir al hombre pecador. Y como señalé al principio y repetiré una y otra vez, la corredención mariana no quita ni añade nada a la redención de Cristo, más bien la ilumina,  manifestando su eficacia. ¡A Él la única gloria por quererlo y por hacerlo! Y como diría Duns Scoto: "quiso hacerlo, pudo hacerlo y lo hizo". 

Finalmente, la circunstancia de que el mismo Cristo haya entregado a su madre al discípulo amado (Jn. 19,26-27), tampoco puede interpretarse de manera plana como una preocupación doméstica del Señor ante la futura soledad de María. Ella nos es dada como madre de todos y de cada uno de los cristianos, porque el Señor sabe que la necesitamos como pecadores que somos. La conmovedora frase "y el discípulo la acogió en su casa", solo puede entenderse de una manera: quien acoge a María en su hogar, en su vida y en su corazón, y escucha su dulcísima voz que nos pide: "Haced lo que Él os diga" (Jn. 2,5)no debe temer por su salvación. 

Pero hay algo más relevante poco después de ese episodio. María quedará constituida como madre de la Iglesia. La prueba es inequívoca: la siguiente ocasión en la que la encontramos en las Sagradas Escrituras es en el cenáculo junto a los discípulos -la primera Comunidad cristiana-, "perseverando unánimes en la oración" (Hch.1,14), a la espera de la poderosa efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Ella, desde la eternidad, fue proclamada Madre del Verbo Encarnado; desde el calvario, Madre de los pecadores, y desde la resurrección de Cristo, Madre de la Iglesia. Y como tal desempeñará su última misión intercesora y mediadora -corredentora- junto con su Hijo en esta admirable historia de nuestro rescate hasta que el Señor vuelva y recapitule todo para gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 

(3).- Al cierre de las Escrituras y de toda la historia humana, donde se culmina el destino celestial de los redimidos. 

Tras la muerte terrenal de ambos, siguen operando nuestra salvación desde el Cielo. Cristo triunfó en la cruz, "pues quitó de en medio el acta de acusación por nuestros pecados, clavándolo consigo en la cruz" (Col. 2,14). Y tras su sepultura, fue "exaltado a la diestra de Dios" (Hch. 2,33), y "el Cielo tiene que retenerlo hasta el tiempo de la restauración universal que anunció Dios desde antiguo por medio de los profetas" (Hch. 3,21). 

En cuanto a la bienaventurada Virgen María "cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste" (Bula "Munificentisimus Deus", Pío XII, 1950). 

Desde el Cielo y durante toda la historia de la Iglesia, Cristo ha ofrecido y sigue ofreciendo al Padre -a través de la Santa Misa celebrada en cada lugar de la tierra- su mismo y único sacrificio para la redención de los pecados y para la reconciliación del hombre caído con Dios. Y junto a Él, su madre -como hizo la reina Ester con el Rey Asuero (Est. 8,4-6)- intercede por los pecadores y consigue obtener para nosotros cuanto de bueno desea, como poderosísima mediadora que es. Hasta que su Hijo vuelva.

Porque volverá. Y lo hará como monarca de un Reino que no tendrá fin y" someterá todo a sus pies", a todos sus enemigos, incluida la muerte, que será la última derrotada (1 Cor. 15, 26-27, Ap. 21,4). Un tiempo y un Reino que anhelamos, pero que todavía no podemos comprender con claridad (pues "vemos oscuramente" (1 Cor. 13,12), aunque tenemos la certeza de fe de que se implantará. E incluso ciertos indicios de nuestra época, a mi humilde juicio, apuntan a que esos tiempos últimos o finales no quedan muy lejanos. 

Y como no podía ser menos, en ese último trecho existencial que desembocará en el tiempo glorioso donde habrá "nuevos cielos y tierra nueva donde more la justicia"  (2 Ped. 3,13), madre e Hijo seguirán unidos como desde el principio han estado, en la misión de derrotar a la serpiente/diablo -el pecado-. Pero ya no son sólo figuras de la historia, sino personas íntegramente glorificadas por lo que su unitaria intervención en la etapa conclusiva de los anales de la humanidad debe expresarse proféticamente a través del símbolo. Y así lo hace magistralmente Juan en el libro que cierra con un broche de oro las Sagradas Escrituras. 

En efecto, el Cristo glorioso del Apocalipsis aparece mediante tres alegorías, que significan su triple carácter profético, real y sacerdotal: un Hijo de Hombre, que anuncia el destino de las siete Iglesias (siete épocas de la cristiandad (Ap. 1,13 y ss.);  el Jinete regio sobre el Caballo Blanco, el cual derrotará al anticristo y al falso profeta, y encadenará al diablo  (Ap. 19, 11-21) y, finalmente,  un Cordero Degollado pero rebosante de sabiduría y poder, cuyo sacrificio redimió a los hombres (Ap. 5, 6-14). Una impresionante paradoja, pues parece vencido y, sin embargo es el único digno de recibir los títulos exclusivos de Dios: "Potencia, Fuerza, Gloria, Sabiduría y Bendición" , y recibir Adoración (Ap. 5, 12-14).

Y la misma paradoja -fortaleza/debilidad- la encontramos la poderosa imagen simbólica de la bella mujer vestida de sol, que representa, a la vez, a la Bienaventurada Virgen María y al Israel de Dios o la Iglesia cristiana (Ap. 12,1). 

Su triunfo se acredita al ceñir su corona de doce estrellas (la realeza sobre el Viejo y el Nuevo Israel, es decir, sobre todos los santos), y su pie sobre la luna, pisando el paradigma por excelencia de lo mudable y efímero (el mundo, "la tierra primera y el mar que desaparecerán" -Ap. 21,1-). Su flaqueza, sin embargo, es su doloroso estado de parto y la presencia amenazante de un siniestro dragón rojo que la obliga a huir al desierto (Ap. 12,2-3), pero que, en todo caso, no prevalecerá contra ella (Ap. 12,6-7). Son los tiempos dramáticos de la última batalla contra el mal, de una Iglesia vuelta a las catacumbas y del efímero reinado de tres años y medio del Anticristo, antes de la venida del Señor.  

La Iglesia sufrirá y mucho. Pero paradójicamente el cristiano sólo es fuerte en la debilidad (2 Cor. 12,10). De la mano de María deberá ascender al mismo Calvario, para configurarse con ella en la fe, en la obediencia y en la fortaleza de ánimo ante el Hijo inmolado. Las estaciones del Jueves y del  Viernes Santo de Cristo tendrán que ser recorridas por su "cuerpo místico", por su Iglesia, en los tiempos escatológicos, pero siempre en la ferviente espera del Domingo de Resurrección. Y cuando la Iglesia -el resto fiel que quede de ella-, esté plenamente identificada con la fe, la obediencia y la fortaleza espiritual de María, vislumbrará en el horizonte al jinete regio que la salvará de sus enemigos. Sólo así "se presentará a Él (a Cristo) esplendorosa, sin tener mancha ni arruga, sino santa e inmaculada" (Ef. 5,27). 

Derrotados para siempre todos los enemigos de Cristo y del hombre -el último será la muerte (1 Cor. 15,26)-, el Apocalipsis empleará la metáfora bíblica por excelencia para describir el tiempo de felicidad imperecedera: la dicha de unas nupcias y el festín de los invitados (es decir, la salvación de los elegidos). Recordemos al profeta Oseas: 

"Y te desposaré conmigo para siempre;

sí, te desposaré conmigo en justicia y derecho, en piedad y clemencia"

                                                        (Os. 2,21).

Lo que se prefiguró en las bodas de Caná -la alianza de amor de Cristo con su Iglesia-, se instaura ya para siempre, y quedará el mejor vino, la gracia sobreabundante de Cristo en la fiesta del Cielo (Jn. 2,10).  Y entonces contemplaremos a la Iglesia como Jerusalén celeste, como novia engalanada que baja a recibir a su esposo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y a cuyos eternos festejos de boda, a su celebración celestial, estamos invitados todos los creyentes. "Aguas caudalosas no podrán apagar el amor, ni los ríos extinguirlo" (Ct.8,7).

En definitiva, de todo lo visto, cuatro son los hitos fundamentales de la colaboración corredentora de María en nuestra salvación: (1).- la Mujer del Génesis como profecía; (2).- la Maternidad divina de María como hecho histórico; (3).- la identificación plena de la Iglesia de los últimos tiempos con María en el Calvario, como premisa de la gloriosa venida de Cristo, y (4).- los esponsales de la Iglesia y del Cordero como metáfora de la futura y eterna unidad indisoluble de María y Jesús con su pueblo. Todos ellos apuntan inequívocamente a la misma conclusión soteriológica: Jesucristo y María -ella por decisión amorosa de su Hijo-, realizaron juntos nuestra salvación. 

Para concluir, qué irónico es el hecho de que muchos padres del Concilio Vaticano II por tonteras ecuménicas  rechazaron el esquema independiente sobre la Bienaventurada Virgen María, para ubicar su tratado como un mero apéndice de la Constitución sobre la Iglesia, Lumen Gentium, cap.VIII. pesar de todo, la misericordia de Dios -no exenta a veces de fina ironía- concede el don profético a los "sumos sacerdotes", por descreídos que sean (véase Caifás, Jn. 11,51). Y, sin saberlo, estos anunciaron un decisivo signo escatológico: abrieron probablemente la última etapa de la historia salutis -como captamos en el Apocalipsis-, en la que, como hemos visto, nuestra madre y corredentora se identifica plenamente con la Iglesia cristiana, que sufre pero que triunfará. Es la Iglesia de Cristo que se presentará engalanada a sus eternas nupcias, tan hermosa como una novia enjoyada, y tan resplandeciente como la Jerusalén celeste que baja del Cielo para sus fastuosas bodas con el Cordero de Dios (Ap. 21,2). Ojala todos nosotros seamos convocados y nos veamos felices allí. Ojalá.

¡Que el Señor nos cuente en el número de sus elegidos!

¡Y que su bendita y dulce madre, corredentora con Él, y que también es madre nuestra, asegure nuestra elección! A ti te lo imploramos los cristianos; a ti te lo imploro, madre:

"pues jamás se oyó decir que todo aquel que ha acudido a vos, impetrando vuestro auxilio y pidiendo vuestro socorro haya sido abandonado de vos. Con esa esperanza a vos acudo, oh virgen de las vírgenes, y aunque gimiendo por el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana. No deseches mis súplicas, antes bien escúchalas y atiéndelas benignamente, Amen".

A.M.D.G

jueves, 6 de noviembre de 2025

Mater Populi Fidelis (1): La significativa omisión de un párrafo de la Lumen Gentium en el documento contra la corredención de María.



I

Tras leer detenidamente el documento emitido por el Dicasterio para la doctrina de la fe, firmado por el prefecto Víctor Fernández y el papa León XIV, parece clara la intención por parte de Roma de extirpar en medida de lo posible -que no aclarar o iluminar- el nombre de corredentora, aplicado a la Bienaventurada Virgen María. Título entrañable que el "sensus fidei" del pueblo fiel sostiene desde hace siglos. Yo mismo como católico he pedido su proclamación como dogma en mi artículo Éfeso 431 d.C,, amparándome en mi intuición cristiana y en la doctrina constante de los Papas hasta Juan Pablo II, quien lo sostuvo inequívocamente, por lo menos hasta el año 1.996 (nota 36). Este documento reconoce que la "corredención" es un título mariano utilizado por los anteriores Papas, aunque usa una frase que, quizás, parezca algo displicente:

"Algunos  Pontífices han usado este título sin detenerse demasiado a explicarlo" (18).

En definitiva, la intención evidente es quitar de en medio una verdad asumida por el fiel pueblo cristiano, y esto queda probado cuando en ese documento se lee, por ejemplo (subrayados míos):

"Teniendo en cuenta la necesidad de explicar el papel subordinado de María a Cristo en la obra de la Redención, es siempre inoportuno el uso del título de Corredentora para  definir la cooperación de María" (22).

Siempre inoportuno, dice. No voy a negar que los argumentos teológicos para esa pretendida defenestración son sólidos -no puede ser menos, tratándose de una nota doctrinal del Dicasterio que vela por la pureza de la fe-. Se citan, como es  lógico, Hch. 4,12 ("sólo nos salvamos por el nombre de Jesús"), o 1 Tim. 2,4 ("Cristo hombre es el único mediador"). Y se justifica  esa voluntad de eliminarlo con la siguiente excusa:

"Cuando una expresión requiere muchas y constantes explicaciones para evitar que se desvíe de un significado correcto, no presta un servicio a la fe del pueblo de Dios y se vuelve inconveniente"  (22).

Por supuesto, no puede faltar mencionar el peculiar magisterio del Papa Francisco (el mismo que nombró al actual Prefecto de la doctrina de la fe):

"María jamás quiso para sí tomar algo de su Hijo. Jamás se presentó como corredentora" (21).

¿Es que Francisco pensaba que los cristianos han defendido alguna vez esas dos barbaridades, que María ambicionase algo? María es el ejemplo más radical de humildad y obediencia de toda la historia sagrada (excepción hecha de su Hijo), y todos los maravillosos dones con los que la ha embellecido el Espíritu Santo -incluida su cooperación y colaboración a nuestra salvación (o corredención)- son expresión de la Gracia divina, que bajó sobre ella desde el primer instante de su concepción. Ella, como cualquier criatura, nada tiene sin que lo haya recibido antes de Dios, absolutamente nada. Si ella es corredentora no es porque se presentase como tal, no porque aspirase a ello, sino porque el Señor quiso que lo fuera. Ella no se clavó una espada en su alma; a ella se la clavaron (Lc. 2,35). 

Lo más triste es que se ha perdido una ocasión idónea para aclarar y precisar teológicamente el alcance (y los límites) de este título mariano, tan arraigado en pueblo como en la doctrina de los Papas, en vez de pretender darle ropaje teológico a las desafortunadas y falaces palabras del Papa Francisco. Porque es un asunto de tal calado soteriológico, que merece ser profundizado. Así lo expresa lúcidamente el teólogo Aurelio Fernández en su tratado de "Teología Dogmática" (pág. 442):

"Lo que parece urgente es explicar con rigor el contenido exacto del término "corredentora", pues quienes se resisten a admitirlo refieren con razón que la fórmula co-redentora no puede significar igualar a Cristo Redentor y a María Redentora, pues ella también ha sido redimida; la diferencia pues entre la acción redentora de Cristo y la asociación de la Virgen a su obra no es de "grado" sino "esencial". Ni siquiera puede significar una simple "coordinación" de tareas, sino que debe garantizar la "subordinación de funciones". 

"Explicar", no "eliminar". En la historia eclesiástica jamás hubiese existido desarrollo teológico alguno ni en Cristología, ni en Mariología, ni en Eclesiología, si se hubiesen refrenado los teólogos y el Magisterio por los "inconvenientes" o "inoportunos" peligros de los conceptos usados para explicar verdades de fe. Ahora que celebramos los 1.700 años de Nicea, pensemos en el término no bíblico "homousios", la enormidad de problemas que generó; recordemos el título dado a nuestra Madre bienaventurada en Éfeso (431) de "Theotokos" (ningún católico, ni los más chalados, lo interpretan como la precedencia ontológica de María sobre la Santísima Trinidad, aunque los protestantes más fanáticos nos lo echen en cara por internet). Reflexionemos sobre la Iglesia, definida como "Sacramento universal de salvación", que no quiere decir que exista un octavo sacramento como podría interpretar algún necio. Si hay algo que caracteriza a la fe católica, es la exigencia de usar, además de las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio, la fuerza de la razón. A pesar, por supuesto, de los riesgos que ello conlleva, dada la dificultad del lenguaje humano para abordar y precisar las cuestiones mistagógicas. 

Y por descontado podríamos evocar aquellos dogmas proclamados cuando la Iglesia no tenía complejos ecuménicos (Inmaculada Concepción, Asunción, Infalibidad papal...). No me cabe duda de que, de no haber sido definidos solemnemente estas verdades de fe, los autores del documento que criticamos, nos aburrirían con una farragosa exposición acerca de la escasa apoyatura escriturística de los mismos y sus graves repercusiones para la unidad con herejes y cismáticos. Pero esos Papas valientes de antaño no se arredraron por las dificultades teológicas (en el primer caso), escriturísticas (en el segundo) o históricas (en el tercero). Y les importaba un ardite enfadar a los heresiarcas. 

En definitiva, pregunto ingenuamente: ¿por qué no ha intentado "hacer Teología con mayúsculas"? Trabajar con inteligencia, con fe y con el fuego de la caridad sobre un concepto mariano tan emotivo, que lleva más de cinco siglos empleándose habitualmente por los católicos. Así lo reconoce el documento en el numeral 17, si bien la primera luz ya la percibieron Padres del siglo II como San Justino y San Ireneo al describir a María como la Nueva Eva, por cuya obediencia nos vino la salvación. ¿Por qué se ha querido entonces hundir la esperanza de tantos cristianos que esperan el reconocimiento de este quinto dogma mariano?  ¿Por qué?

El documento parece responder a esa pregunta citando -cómo no- al Concilio Vaticano II, concretamente al Capítulo VIII de la Lumen Gentium, pues este Concilio "evitó utilizar el título de corredentora por razones dogmáticas, pastorales y ecuménicas" (18). Cierto, pero con un importante matiz que veremos a continuación. Evitó el título, pero reconoció esta irrenunciable verdad en un luminoso párrafo que, significativamente, es omitido en el documento del Dicasterio y en sus notas. Lo veremos a continuación.

II

Está suficientemente estudiado por teólogos e historiadores el hecho de que durante las sesiones del Concilio Vaticano II (1962-1965) se abandonaron los esquemas preliminares confeccionados desde que Juan XXIII anunció la magna reunión en 1959, incluido uno específico sobre la Bienaventurada Virgen María. A propuesta del Cardenal alemán Frings y 66 obispos centroeuropeos -no es broma el número- se prefirió, tras una votación muy reñida (1.114 votos contra 1.074), unir los esquemas sobre la Iglesia y sobre la Virgen (lo que significó tirar a la basura el esquema específico sobre María). Y por ello surgió el capítulo octavo, conclusivo de la Lumen Gentium, colocando a la Virgen María como un broche que cierra el tratado general sobre la Iglesia. Y aunque se intentó que el capítulo se denominase "María, madre de la Iglesia",  finalmente se intituló "María, madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia".

Esos hechos objetivos, dada la abierta intención ecuménica del Concilio, pudieran hacer pensar que muchos padres conciliares (por ejemplo los de la cuenca contaminada del Rin) no deseaban una excesiva presencia del tema mariano en el Concilio. En cualquier caso, hay que reconocer Dios escribe recto con renglones torcidos y que ese vínculo que establece la Lumen Gentium entre la Iglesia y la Bienaventurada Virgen María (ya existente en la tradición, por cierto) supuso un importante logro teológico, como expresó nuestro recordado Benedicto XVI, quien escribió:

"Pienso que ese redescubrimiento de la transicionalidad de María e Iglesia, de la personalidad de la Iglesia en María, y de la universalidad de lo mariano en la Iglesia, es uno de los redescubrimientos más importantes de la teología del siglo XX" 
 
 Y con la lucidez que caracterizó al gran teólogo bávaro, anotó:

"La Iglesia es persona. Ella es una mujer. Es madre. Es viviente. La comprensión mariana de la Iglesia  representa el más decidido rechazo de un concepto organizativo y burocrático (...) La Iglesia fue engendrada cuando en el alma de María se despertó el Fiat. Ésta es la más profunda voluntad del Concilio: que la Iglesia despierte en nuestras almas. María nos muestra el camino". 

Y aunque también es público y notorio que la mariología sufrió un eclipse en los años posteriores al Concilio, lo cierto es que en la Lumen Gentium, pese a no utilizar la palabra "co-redención" (por motivos indisimuladamente ecuménicos), sí alude a clarísimamente a esa función. Esta Constitución Dogmática, al referirse a la acción de la Bienaventurada Virgen María, incluye unas luminosas palabras que, sin embargo, no son citadas en Mater Populi Fidelis. Y es fácil deducir la razón por la que no se introdujo en este documento (ni en sus abundantes notas marginales) esa luminosa cita de la Lumen Gentium: desmontaría toda la tramoya de su brillante argumentación. 

La transcribo con profunda emoción. Y con la certeza de que fueron verdaderamente inspiradas por el Espíritu Santo para mantener abierta la ventana del quinto dogma mariano, que será proclamado con una alegría inmensa del pueblo cristiano en el momento en que lo quiera Nuestro Señor. Y no olvidemos que esta breve declaración dogmática de la Lumen Gentium está, en cuanto a valor doctrinal, muy por encima de todos los numerales del documento del Dicasterio, una nota que pasará sin pena ni gloria y de la que espero que pronto sea olvidada como otros muchos documentos romanos del pasado. 

Incluyo también el original latino en negrita pues es, si cabe, más emotivo (y fuerte). Dice así:

"La Santísima Virgen (...) concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el Templo, padeciendo con su hijo cuando moría en la cruz, (filioque suo in cruce moriendi competiens) cooperó en forma enteramente impar a la obra del salvador  (operi Salvatoris singulari prorsus modo cooperata est) con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas (ad vitam animarum supernaturalem restaurandam) (61)".

En conclusión, tranquilidad. No se ha cerrado nada. Y por críticos que podamos ser con ciertas expresiones ambigüas de los en general magníficos documentos del Concilio Vaticano II, aquí no me cabe duda de que actuó el Espíritu Santo de una manera especial y clarificadora. Y lo hizo para que tengamos presente que, efectivamente, y en primer lugar, "por la sangre de Cristo, tenemos la redención" (Ef. 1,3).  Pero igualmente para que nunca olvidemos que fue voluntad del Divino Hijo que su bendita madre estuviera junto a su cruz, para asociarla especialmente a su salvación. 

El "cómo" o "de qué modo" actúa esa cooperación, queda como una cuestión pendiente para los sabios teólogos y que sean, a la vez, hombres de ardiente fe. No, desde luego, para los que han redactado ese prescindible documento.

viernes, 31 de octubre de 2025

31 de octubre de 2025, Halloween. Una historia sobre la caída del diablo.




Comprendo que desagrada, pero no podemos negar una verdad irrenunciable para un católico: el demonio no es una abstracta representación del mal sino un ser personal, -tan persona como como vd. o como yo-, sólo que sin cuerpo -es espíritu puro- y con una inteligencia descomunal, que no necesita de la mediación de los sentidos para conocer, y que por tanto es inmensamente superior a la suma de todas inteligencias que existen y han existido en el mundo desde el principio. Y hay infinidad de demonios, ya que al crear Dios nuestra realidad (la que conocemos imperfectamente), tuvo a bien rodearse de una miríada de seres angélicos, inicialmente buenos y excelentes, muchos de los cuales (parece ser un tercio de ellos -Ap. 12,3-9-) se rebelaron, como luego veremos.  Una vez creados, y como explica magistralmente el Padre Fortea en su Suma Demoniaca, Dios los sometió a una prueba. No se mostró a ellos tal como Él ES, sino que permitió que, a través de sus portentosas mentes, fueran llegando a la comprensión del poder tan infinito y benigno, que les había sacado literalmente de la nada para manifestar en ellos su gloria y poder. 

Los ángeles creados no cayeron jamás en el disparatado error del ateísmo, pues eran suficientemente inteligentes para percatarse de que ellos -seres que antes no eran y ahora son- nunca pudieron proceder de sí mismos. No había otra alternativa: un poder grandioso (e incomprensible, hasta para sus agilísimas inteligencias), les había sacado de la nada, produciendo un universo fastuoso como es el mundo angélico. Enseguida comprendieron la más importante verdad metafísica:  que la distinción entre ellos como criaturas y ese Creador era mayor incluso que la distinción entre ser y la nada. Y actuaron con coherencia. Agradecidos, procedieron a comunicarse a través de sus mentes con Él. Y -aunque no le vieron en un primer momento, pues el Dios trinitario se veló ante ellos-, la sola comprensión de la magnitud de Verdad, Bien y Belleza que pudieron alcanzar, les hizo arrodillarse todos a una; millones y millones de seres angélicos de una belleza inimaginable postrados ante la Belleza suma ¡Y aún no la habían percibido con visión beatífica! Meramente la aceptaban por un puro razonamiento. 

El mero reconocimiento intelectual -sin visión-,  de esa diferencia ontológica entre EL QUE ES y ellos como criaturas, les llevó naturalmente a una humilde sumisión. Sencillamente, asumían felizmente lo que eran. Y además  todos se reconocían a sí mismos por el  nombre que previamente les había designado el Creador. El ángel que más se destacó  por su amor fue, lógicamente, el que había sido creado con mayor belleza e inteligencia , y ese se llamaba Lucifer. Ninguna criatura angélica ha amado a Dios como él. Y ninguna le acabará odiando como él.

El Creador les reveló su naturaleza, Una y Trina, pero sólo de manera intelectual (que ellos comprendieron mucho mejor que todos los teólogos del mundo, y aun así no plenamente). No se les manifestó en una visión intuitiva inmediata de Él. Lo haría, sí, pero antes quiso darles la primera catequesis: por qué, existiendo Él desde la eternidad y en una perfecta comunión de amor y felicidad del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo, deseó manifestar su amor y gloria en los grupos de seres que iba a crear. Ellos los primeros (en el Evo, el tiempo cuasieterno de los seres angélicos). El universo material y al hombre -compuesto a la vez de materia y espíritu-, los últimos (ambos, en el tiempo cronológico). 

Todos los ángeles alabaron a Dios, por su magnificencia y sabiduría. Y los ángeles contemplaron asombrados cómo ex nihilo surgía un punto insignificante que contenía toda la historia natural y espiritual de esa creación que quiso hacer el buen Dios. Cómo de la Palabra brotó la luz, y la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios...., luego la materia, el espacio, el tiempo y las distintas fuerzas de la física, creadas y diseñadas para que en último lugar surgiese una criatura, que recibiría el mismísimo aliento de Dios, y que iba a ser amada por Él, más aún que a los mismos ángeles. Amada hasta la locura, hasta el punto de estar dispuesto a hacer cosas inimaginables para la misma inteligencia angélica como la Encarnación y la muerte del Hijo de Dios, si esa criatura abandonase el camino que Dios le encomendó. Un abajamiento, una kenosis, en fin, para buscar y salvar a un ser caído, ínfimo, compuesto de materia vil y espíritu de rebeldía. Y los ángeles serían colaboradores de Dios en tal propósito.

Por eso se dividió el senado angélico

Esa revelación fue aceptada lealmente por la mayoría de ángeles, y fue interpretada como la prueba definitiva del inigualable y auténtico amor de Dios. Otros sin embargo prefirieron juzgarla como un signo de debilidad. En el caso de Lucifer, al hacérsele presente instantáneamente los infinitos matices de la decisión divina en su mente portentosa, su inteligencia lo interpretó en principio como la inaudita sabiduría del amor de ese Dios, hasta entonces desconocido. Sin embargo, él, que era libre como los demás ángeles, fue consciente de que nacía en él algo nuevo, oscuro -que se denominaría soberbia- vinculado a su voluntad, donde hasta entonces sólo existía, gratitud y bondad. Y dudó. Por supuesto, era consciente de que debía cortar de raíz esa tentación, porque sabía que el mismo Dios les mostraría su rostro, y desde entonces nadie podría volver a sentir la más mínima tentación contra Él... pero ¿Y si en realidad no fuese tan poderoso? Por supuesto, Lucifer sabía que tal razonamiento era un sinsentido; el Dios que le sacó de la nada no sólo se revelaba como poderoso sino que en Él estaba el absoluto poder, o más exactamente, Él era el Poder..., Pero aún así, si ostentando ese poderío iba a actuar con el abajamiento que había explicado, algún flanco de debilidad tendría. 

La batalla angélica de la que hablan las Escrituras, como explica Fortea, fue estrictamente intelectual. Los argumentos de Lucifer eran contundentes: se viola el principio de contradicción, en un Dios que es todopoderoso, pero a la vez es débil a causa del amor. Si mundo que acaba de crear, con esa pareja que le alaba en el jardín de las delicias, es la niña de sus ojos, se desmiente de facto aquello que creímos cuando fuimos traídos a la existencia. El poder de crear de la nada se contrabalancea, por lo tanto, con su pasión senil por esa nueva criatura, ergo, no es tan todopoderoso. Digamos todos juntos NO. Si Dios quiere que sirvamos al hombre, no serviremos ni a éste ni a Dios. Non serviam

En cualquier caso, Lucifer, por su profunda inteligencia, intuía en lo más profundo de su espíritu el abismo al que se condenaba. La naturaleza de Dios era mucho más grande lo que jamás podría pensar criatura alguna, y sabía perfectamente que no podría vencerle, y que intentar herir a un ser inmutable, haciendo daño a esos mindundis que eran los hombres resultaba patético. No, por muy segura con que la soberbia tenía atenazada su voluntad, una mera criatura como era él no podría jamás derrotar al Ser que no puede no Ser. Lo sabía, y estaba seguro de que también Dios conocía sus pérfidas intenciones. Podía volver atrás, hacer rectificar a esa gran cantidad de ángeles que le habían comprado sur argumentos, los cuales se habían fiado más de su acreditado prestigio que de la solidez de los mismos. Estaba convencido de que Dios le perdonaría, pero algo vertiginoso -y por primera vez en sentido estricto diabólico- pasó por su espíritu. Si era derrotado, como ya estaba seguro que ocurriría, no sería exterminado por la natural bondad de Dios con sus criaturas, pero se convertiría en una especie de contra-dios, una grotesca pseudodivinidad, un maldito, un mono de dios, rebosante de de mentira y de rabia. Apartado de Dios, al que ya odiaba con toda su inteligencia pervertida, pero siempre sometido a su poder. Sabía, en definitiva, que Dios, como castigo, jamás aniquilaría la suma infelicidad de su odio siempre insatisfecho. Y lo aceptó definitivamente.

En ese momento, el buen Dios, que hasta entonces estuvo ofreciendo la Gracia de la Sabiduría a los ángeles para que no errasen, y para que volviesen los rebeldes, cortó de raíz ese envío y quedó fijada para eternidad la decisión de cada uno de los ángeles. Igualmente, levantó el velo de su esencia divina a los ángeles fieles, y no hay palabras para poder describir lo que contemplaron esos benditos. Sumadas todas sus portentosas inteligencias, todo lo que podían haber pensado quedó a años luz de lo que vieron y gozaron, ya para toda la eternidad.

Los rebeldes quedaron en un estado de oscuridad, de confusión, de reproches, de asco. Entre ellos, se blasfemaba, se maldecía y permanecieron, en defintiva, sometidos absolutamente a todos los pecados capitales exceptuados los de la carne, lo que añadió un insoportable plus de envidia sobre los hombres. (aunque compensado por la gran cantidad de desgraciados que acaban en el infierno por estos pecados).  En todo caso, jamás se alegran porque su odio es impermeable a cualquier ínfima dicha. Y sienten rabia cuando consiguen que el alma de un hombre acabe en el infierno, porque sufren por la certeza de que ha quedado de manifiesto ahí la perfecta justicia de Dios

El resto de su biografía podemos conocerla simplemente leyendo las Sagradas Escrituras. Y de ahí sabemos que su destino eterno es un lago de fuego inextinguible (Ap. 19,20).

Por todo ello, hoy, 31 de octubre de 2025, el día en el que muchos ignorantes, manipulados por tantos malvados, se consagran con sus gilipolleces a este ser (mientras que otros literalmente le rinden culto en antros donde probablemente se realicen sacrificios humanos), sólo me gustaría añadir una cosa sobre la psicología psicopática del demonio. 

Como vemos en el fotograma que encabeza este artículo, tomado de esa magnífica película, hoy de culto, llamada "Constantine", Lucifer -magistralmente interpretado por el actor sueco Peter Stromare- viene personalmente a llevarse el alma del moribundo Constantine, un exorcista tan eficaz como heterodoxo y cuyo tabaquismo le ha provocado un cáncer terminal. Un verdadero privilegio, que Satanás sólo otorga a sus grandes enemigos (y que no han confiado finalmente en la misericordia divina). La escena es memorable y me reveló (probablemente sin querer) un rasgo esencial del demonio. Mientras más amamos a Dios, más amor nos regala el mismo Dios para seguir amándole, porque "al consumar nuestros méritos, consumamos su obra". Sin embargo, el demonio, como buen mono de Dios, cuando recibe el amor de sus fieles más odio les manifiesta y con más crueldad les castigará en los antros del infierno. El demonio cobra las facturas con manifiesta usura, sobre todo a sus leales. Podemos pensar que, como contrapartida, cierto respeto expresará sobre aquellos que fueron sus grandes enemigos pero que al fin de sus vidas no se acogieron a la misericordia divina. En cualquier caso, él es un mentiroso compulsivo, no nos fiemos nunca de él. Combatámoslo siempre. 

Y recemos. Sobre todo un día como hoy.