La disparatada polémica generada con las palabras de Monseñor Reig Pla por recordar la doctrina sobre el pecado original, merece una reflexión, porque aquí se entrecruzan cuestiones que conviene desligar, vinculadas al desconocimiento de los principios más elementales de la fe cristiana, que hoy percibimos no sólo entre los que nos odian (Lc. 1,71), sino también en los mismos cristianos.
En primer lugar, los enemigos de la fe, cuyo odium fidei es tan intenso como su ignorancia supina acerca de sus misterios, han aprovechado esta coyuntura para despotricar contra uno de los obispos más valientes -es decir, menos hipócrita- de nuestro país. Se anuncian incluso querellas, con lo que irónicamente, estos sujetos que no escatiman la ocasión de poner a parir a la Iglesia por la inquisición o las cruzadas, demuestran que son tan cruzados como inquisidores, denunciando y combatiendo al "hereje", que se ha atrevido a elevarse sobre la cansina comprensión horizontal -que tantos cristianos aceptan para nuestra vergüenza- del origen del drama de la enfermedad, del dolor y de la muerte. Y de paso, convirtiendo un tribunal penal moderno en una instancia para determinar la posible herejía contra una religión reconocida en el Registro de Entidades Religiosas. Su lema podría ser: "El celo por la casa ajena nos devora, que vuelva el Santo Oficio. Sólo les falta sustituir las togas por el hábito dominico...pero con una cruz invertida.
En cualquier caso, aunque exista el riesgo del banquillo, este aspecto de la "conjura de los necios" contra un obispo por defender la fe es el más irrelevante. Eso viene de fábrica para todo aquel que siga a Nuestro Señor coherentemente y sin componendas con el mundo: los malos nos perseguirán siempre, y su vesania es un timbre de gloria para el cristiano. Y además como dice la sabiduría de Nicolás Gómez Dávila -cito de memoria- "todo lo que se diga contra el cristianismo, si se dice desde fuera del cristianismo carece de interés".
Más preocupante, sin embargo, me parece la situación de aquellos bautizados (y no enemigos de la fe) que le compran ese discurso a estos patanes antirreligiosos. Hace unos días el padre de una niña con síndrome de Down elevó una carta pública al obispo emérito de Alcalá de Henares en la cual, amparándose en la "legitimidad de ser tan Iglesia como vd." escribió que "en el origen de la discapacidad no están ni el pecado original ni el desorden de la naturaleza", atribuyendo la discapacidad de su hija al "azar genético", y juzgando con bastante acidez a Monseñor. De hecho, este bautizado aconseja al obispo que repase nociones básicas de "primero de cristianismo" (sic), aunque reconoce que "no ha estudiado teología" por lo que imagino que no ha leído nunca algo serio sobre la complejidad del problema del Pecado Original o sobre la Providencia de Dios.
Respecto a lo primero, y antes de pretender redefinir este dogma cristiano, yo le recomendaría a este laico echar un repaso a las Sagradas Escrituras, a los Concilios y a la doctrina del Catecismo. Por ejemplo Rm. 5,12-24; por ejemplo, los cánones del II Concilio de Orange (529), o el Decreto de la Sesión V del Concilio de Trento (1546) acerca del pecado original y sus efectos nocivos sobre la humanidad. O el más accesible Catecismo de la Iglesia Católica (numerales 381-421). Leyendo y meditando esos documentos, se dará cuenta de que la causa de cualquier privación de un bien debido se remonta en última instancia al pecado de nuestros primeros padres. Y aunque la verdad del pecado original sea clarísima en cuanto a sus efectos (basta abrir el periódico del día), es también muy oscura en relación con su origen y con el hecho de que afecte a los hombres independientemente de sus méritos o deméritos (lean el soberbio Libro de Job). Ante esa Verdad hay que humillar nuestra soberbia, nuestra "justa indignación", y debemos aceptarla humildemente por fe. O renegar de la fe. Lo que no se puede hacer es adaptarla, cambiarla u obligar a los cristianos fieles a alterarla porque resulta difícil de entender. Nuestra mirada de fe -como recuerda San Pablo- es confusa e imperfecta (1 Cor. 13,12), pero vivimos en la esperanza de que algún día veremos a Dios cara a cara. Y lo comprenderemos todo.
En cuanto a la Providencia de Dios (que excluye cualquier azar, genético o no), el cristianismo ha afirmado desde el principio que todo, absolutamente todo -el bien y el mal-, está en última instancia regido por Dios conforme a sus designios de salvación, e incluso el mal -del que Dios no es autor y que sólo lo permite- entra dentro de su providencia para dirigirnos al fin pretendido con la Creación del universo y del hombre. "YO SOY el que anuncio lo que ha de venir y mis planes se cumplirán" (Is. 46, 9). Ni siquiera las infidelidades humanas podrán impedir que se cumplan los planes de salvación de Dios.
Desde luego que existe una causa natural en cualquier evento físico en el universo, pero sin olvidar una participación omnicreantem et omnitenentem de Dios (San Agustín). Es decir, Dios no sólo crea el universo, sino que lo sostiene metafísicamente, de modo que podemos afirmar que todo es obra de Dios y todo es obra de la criatura; no hay concurrencia ni reparto; no son dos causas que concurren. La acción y su resultado son íntegramente del creador y de la criatura, causa trascendente la primera; causa finita la segunda. Y dirigido hacia el bien último que es el mismo Dios, pues "todo lo hizo para Él y nuestra alma estará inquieta hasta que no descanse en el Señor" como exclamó San Agustín.
De hecho, este padre -no sé si sin quererlo- confirma todo lo que expuesto anteriormente cuando en esa misma carta crítica, escribe cosas preciosas sobre el bien que ha supuesto para su vida la llegada de esa niña, y cómo ha visto reflejada en ella las dulces palabras de San Pablo en el himno a la caridad de 1 Cor. 13. Aquí, este buen padre (aunque necesitado de alguna catequesis para aclararle conceptos) ratifica una vez más la revolución del amor que Cristo ha traído al mundo, al convertir una discapacidad en una fuente de Gracia: "Mi hija es justo así, justo como dice San Pablo que es el Amor. Es comprensiva, servicial, no tiene envidia; no presume, ni se engríe; no es mal educada ni egoísta; no se irrita, no lleva cuestas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Mi hija disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin limites". Y añadirá: "Le aseguro, Señor Obispo, que ese gen, el de amar siempre primero, también lo lleva mi hija, además de la trisomía del 21". Aquí refleja este padre maravillosamente -quizás sin ser consciente de ello- esa "doble causa única", sobrenatural y natural, y cómo esa causa sobrenatural es inmensamente la más decisiva porque ha cambiado su vida a mejor y le ha permitido ver a Cristo en el rostro de su hija.
Por todo ello, con el máximo respeto, le sugeriría que de esa carta borre los injustos desatinos del principio (y al destinatario de los mismos) y deje únicamente la entrañable segunda parte, y que sea dirigida exclusivamente a las miles de madres que han descubierto que están embarazadas de un niño con síndrome de Down y tienen intención de asesinarlo en su vientre (lo que actualmente hacen en la católica España el 90% de las embarazadas de un hijo con trisomía). Porque si Cristo estuviese en el corazón y la mente de esas madres como lo está en el de ese padre, no cometerían esa barbarie, propia de paganos.
No nos confundamos. El drama aquí no es que un obispo recuerde la doctrina (verdadera aunque oscura) del pecado original; el drama es que ese padre se centre en hablar de lo que no sabe, y de lo que sabe -su amor incondicional a un hijo con discapacidad y el bien que le ha supuesto para su relación con Dios- lo deje en segundo plano, pudiendo con su testimonio salvar bastantes vidas inocentes. Ignoro lo que piensa este padre sobre el aborto (si es cristiano como dice, debería abominarlo), pero sus palabras sobre su hija son luminosas y pueden hacer mucho bien si se dirigen a quien deben dirigirse.
Finalmente, y para concluir, es muy esclarecedora la lectura del pasaje de Juan, en el que el Señor cura a un ciego de nacimiento en la piscina de Siloé (Jn. 9,1-41). Los discípulos, tan ignorantes como los anteriores que he citado, le preguntan al Señor si la culpa de la ceguera de ese pobre hombre la tiene el mismo ciego (¡¡) o sus padres. La respuesta de Jesús no deja lugar a la duda: "Ni pecó él ni sus padres, es para que se manifiesten en él las obras de Dios" (...) "Mientras estoy en el mundo, YO SOY la luz del mundo".
Cristo rechaza tajantemente la fácil tentación de atribuir tales o cuales males a pecados de ascendientes inmediatos; sigue existiendo el mal (cuyo origen está en una permanente penumbra) pero a partir de Él, que es la luz que brilla en la tiniebla, podemos integrarlo en un orden novedoso del que siempre va a triunfar el bien, porque Él hace nuevas todas las cosas. Cristo sigue con nosotros y el cristiano sabe perfectamente que, desde que Cristo ha venido al mundo y ha transformado nuestra vida por su Gracia, de todos los males posibles con los que se enfrente "salimos más que vencedores gracias aquél que nos amó" (...), "nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Señor Nuestro" (Rm. 8,37-39), porque "en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm. 8,28). Por eso, si nuestra mirada es la de Cristo, si "es Cristo el que vive en nosotros" (Gal. 2,20) es imposible no ver a esa niña como lo hace su padre. Lo que el mundo juzga como un problema (del que se puede prescindir y de hecho lo ejecuta con inmensa crueldad en un quirófano), ahora es un don celestial que nos hace no mejores sino nuevas personas. Y es Cristo el que lo ha hecho: donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia.